Alicia Álamo Bartolomé: La Fe

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La fe es la substancia las cosas que se esperan, el argumento de lo que no se ve. (Hebreos 11, 1).

Sólo los hombres de mucha fe, de inquebrantable fe, logran sus sueños, alcanzan las estrellas.

Sólo los hombres de mucha fe, de inquebrantable fe, logran sus sueños, alcanzan las estrellas. San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, era un hombre del siglo XX (1902-1975). Su fiesta se celebra el 26 de junio, fecha de su tránsito al cielo. Fue un hombre de fe, sólo tenía ésta y juventud (26 años) cuando Dios le hizo ver la obra que quería para su Iglesia: el Opus Dei. Ese día era el 2 de octubre de 1928, fiesta de los Ángeles Custodios. De ahí en adelante fue una marcha forzada, heroica, sostenida por la fe. Sin recursos, incomprendido y combatido por gente dentro de la misma Iglesia. Hoy la Obra está en los cinco continentes del mundo. Un milagro de fe, que incluye otros milagros menores, pero no menos milagros.

Cuando eran pocos los miembros de Obra, el propio Josemaría llevaba la dirección espiritual de ellos, pero pronto fue imposible y el sacerdote acudió a otros que lo ayudaron. Muy santos y muy buenos, lo hicieron lo mejor posible, pero algunos no entendían el espíritu y carisma de la nueva fundación que buscaba la santidad en la vida corriente y más que guiar podían desviar. San Josemaría oró y confió. Encontró la solución: entre los mismos numerarios de Opus Dei, podían nacer vocaciones de sacerdotes y así fue. El 25 de junio de 1944 se ordenaron los tres primeros: Álvaro del Portillo, José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica. Hoy se celebran los 80 años de esta ordenación. Un milagro más.

Don Álvaro fue el primer sucesor de san Josemaría, a la cabeza de la Prelatura del Opus Dei; Múzquiz y Hernández Garnica, respectivamente, fueron Vicarios de la Obre en Estados Unidos y Francia. Hoy los sacerdotes del Opus Dei están en todos los lugares donde haya labor apostólica de la Obra, es decir, en todo el mundo. ¿Cuántos? Pues no sé, no es costumbre del Opus Dei llevar estadísticas o contabilidad de sus fieles. Le interesa más su santidad que su cantidad.

Sí, ¿Pero, qué es la fe para nosotros? A veces un comodín, un lugar común: Tengo mucha fe en que todo saldrá bien… Tengo mucha fe en que sucederá esto u lo otro… Tengo mucha fe en mi médico, en el santero fe turno. Eso es, muchas veces, un decir más que un sentir. Otros proclaman su falta de fe, tal los ateos, agnósticos y librepensadores. Lástima, les falta una dimensión del alma, una luz.

La fe es un conocimiento que va más allá de la razón. Un saber sin ver, un amar sin conocer. San Juan de la Cruz dice que la fe es una luz negra y yo la comparo al eclipse de sol: sólo podemos ver hacia el sol directamente cuando el plato de la luna -la fe- lo cubre. si no, nos cegaríamos. Ni al sol ni a ni Dios podemos mirar de frente, pero sí los resplandores que se escapan de la circunferencia de la luna y nos aseguran su presencia. Entonces este conocimiento incompleto inflama la voluntad y amamos sin conocer, amamos sin ver, con una dimensión diferente que va más allá de la razón. Uno conoce amando y goza de ese conocimiento.

Es lo que pasa muchas veces en otras experiencias humanas. Se puede conocer una ciencia sin amarla y ejercerla no produce gozo. Lo vi mucho durante mis estudios de bachillerato. Había estudiantes que rechazaban las matemáticas porque nos las entendían y no las entendían porque había lagunas en su formación. Las matemáticas no admiten esto, han de ser una cadena de conocimientos, deducidos unos de los otros, sin eslabones rotos. Sostengo que las matemáticas que se estudiaban en bachillerato eran asequibles para toda inteligencia media, pero debido a esas lagunas en el conocimiento, para muchos estudiantes era imposible gustar de ellas y mucho menos amarlas. Para otros, con buena formación, las entendían, no eran problema, pero no las amaban.  Pensaban que sus preferencias humanistas no hacían empatía con el amor a la ciencia. Se equivocaban. Ciencia y humanismo se complementan, como ciencia y fe. Lo descubrí entonces, cuando los exámenes de matemáticas me encantaban y resolver problemas me proporcionaba un goce inefable: sabía amando.

¡Ah si nosotros lleváramos la luz de la fe a sentimiento de la voluntad! Seríamos invencibles, héroes en todas las batallas que nos presenta el caos actual de mundo. Una humanidad imbuida por la fe sería capaz de alcanzar las estrellas, haría posibles las utopías que hoy se ven como sueño de ingenuos. Pero no tenemos fe y ni siquiera nos atrevemos a pedirla. Porque la fe, virtud teologal, es un don divino, un privilegio inmerecido. Pedirla con sinceridad y constancia, es un deber y un derecho.

Recordar en esta fecha los 80 año de la ordenación sacerdotal de aquellos tres jóvenes numerarios de Opus Dei, me ha llevado a inusitadas y tal vez inoportunas, reflexiones sobre la fe, pero ahí están y ojalá sirvan algo a los lectores -si los hay- para sus propias conclusiones. Me falta decir que la fe, a pesar de ser una virtud teologal, como la esperanza, es temporal. Cuando las almas lleguen a la vida eterna, no tienen ya nada que creer porque estarán frente a la verdad, ni nada que esperar porque alcanzaron lo que esperaban. La única virtud que perdurará en la eternidad y en plenitud, es la caridad.

Hagamos silencio en nuestros afanes cotidiano. Vamos a gozar, presintiéndolo, el maravilloso panorama de la eternidad.

 

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