Nos diseñaron para digerir grasas y emociones porque estamos hechos de grasas y emociones. De ahí que seamos el único animal sobre la Tierra compuesto de adjetivos y músculos o de sustantivos y nervios, todo revuelto, indistinguible, como el batiburrillo de metales en una aleación. De ahí también que el hígado y la vesícula biliar, por añadir dos ejemplos, tengan algo de adverbio: no hay más que observar el color de sus jugos. En cuanto al corazón, dejaría de palpitar si nada más venir al mundo, y a la vez de amamantarnos, no nos dijeran que somos los más guapos y los más deseados. Los tenistas, al tiempo de golpear la pelota, exhalan un lamento oral, en ocasiones muy audible, segregado por el interior de los pulmones. Estas oralidades, tan afines a las del ejercicio amoroso, se desprenden del tejido respiratorio que las repone de inmediato, para que no falten, como las glándulas sublinguales renuevan la saliva o el lacrimal, las lágrimas.
Si el verbo, como demostró Jesucristo, podía hacerse carne, no debería extrañarnos que la carne se convierta en verbo, en puro verbo, lo que está bien mientras seamos capaces de guardar el equilibrio entre una cosa y otra. El aumento de leucocitos en el torrente de sanguíneo señala una infección del mismo modo que el exceso de palabras en el cuerpo social avisa de un desajuste indeseable, sobre todo cuando vienen huecas de fábrica. En la antigüedad, los monjes de clausura, practicaban el silencio para equilibrar el griterío del mundo. Los monasterios venían a ser glándulas que regulaban el flujo verbal de las sociedades en las que se establecían. Ese flujo, ahora, es incesante, nos diluimos en él. Abre uno las ventanas y en vez de establecerse una corriente de aire fresco, atraviesa la casa un torbellino de palabras procedentes de los telediarios o de los programas del corazón. La carne se hace verbo, verbo estancado y pútrido en el que se ablandan los cerebros.