“Libertad, Igualdad, Fraternidad”, fue el grito que brotó de miles de gargantas durante la Revolución Francesa que pretendió acabar con el viejo mundo de desigualdades y de privilegios. El grito ha seguido resonando a lo largo de la historia y ha sido capaz de incendiar los corazones más inquietos y generosos. Muchos llegaron a dar la vida detrás de ese grito que se hizo bandera y propuesta política. El grito penetró con fuerza en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que un centenar de países firmaron en París el 10 de Diciembre de 1948.
Hoy después de 75 años de aquella firma solemne de los Derechos Humanos esenciales y universales, que prácticamente todos los países del mundo han incorporado a sus constituciones, el mundo es más desigual, injusto e inhumano que nunca. Pocos siguen trabajando por una igualdad y fraternidad reales, y hasta se invoca la desigualdad como fuente de desarrollo y de progreso. Sólo la libertad parece haber sobrevivido a la avalancha de la muerte de los grandes ideales y sueños. Hoy, en este mundo individualista, todo el mundo esgrime la libertad como un valor constitutivo de los seres humanos, y pocas cosas parecen más preciosas que la libertad. De hecho, en nombre de la libertad, las generaciones más jóvenes, rechazan imposiciones, normas, e instituciones por considerar que impiden su libertad y autonomía. Somos lo que decidimos ser.
En verdad, ser libres es lo que nos hace humanos. La libertad es nuestra grandeza, pero también nuestro riesgo. Podemos elegir vivir ahogando la vida, asfixiándola, haciendo sufrir a otros, o vivir defendiendo la vida, dando felicidad, alimentando corazones. Podemos elegir vivir encerrados en nosotros mismos, o vivir derramados en servicio solidario sobre los demás, Podemos vivir suscitando cariño y amor, o vivir suscitando miedo, odio.
Desagraciadamente, hoy se vocea y proclama mucho la libertad, pero se la confunde con la esclavitud, con las cadenas. Hace ya varios años Erich Fromm escribió un libro que tituló “El miedo a la libertad” que tiene hoy una gran vigencia. Ciertamente, porque le tenemos mucho miedo a la libertad, llegamos a confundirla con su opuesto. Muchos dicen “Soy libre y por ello hago lo que me da la gana”, sin caer en la cuenta que están encadenados a su capricho, a su agresividad, a su poder, a su afán de aparentar o sobresalir, a su egoísmo, a su dinero, a su ideología, a su droga, a su alcohol, a su lujuria, a su avaricia. Esa falsa libertad llena a la persona de cadenas y al mundo de nuevos esclavos.
No es libre el que hace lo que quiere, sino el que hace lo que debe, el que se responsabiliza completamente de su conducta y de su vida. Viktor Frankl solía decir que la estatua de la libertad de Nueva York debía complementarse con la estatua de la responsabilidad en Los Ángeles para que todos comprendiéramos que no es posible la libertad sin responsabilidad. Libre es la persona que logra desamarrarse de sus miedos, caprichos y ataduras y vive comprometido en la conquista de sí mismo
La libertad como servidumbre se transforma en poder de dominación, promueve el relativismo ético y el pragmatismo más descarado: Todo vale (engaño, violencia, corrupción, secuestro, robo, prostitución, tráfico de armas, de drogas, de órganos, de personas…) si produce ganancia, poder, beneficio, bienestar, placer. Cada uno decide lo que es bueno y lo que es malo: lo que se puede hacer y no se puede hacer.
La libertad como servidumbre está asfixiando la capacidad de pensamiento crítico y autocrítico y confunde pensar con devorar información. A las nuevas generaciones que son “nativos digitales”, siempre ávidos de sensaciones e imágenes, que tienen interés por todo y por nada, que recorren una y otra vez las numerosas ofertas de diversión e información de las redes para ver si algo atrapa su atención, cada día les está resultando más difícil concentrarse en algo y pensar.
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