Sergio del Molino: No todo va a ser votar

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Cantaba el viejo Javier Krahe en una de sus genialidades que no todo va a ser follar. Lo cantaba el viejo Krahe cuando ya era el Krahe viejo, porque esas verdades elementales, como lo de que la vida iba en serio, se empiezan a entender más tarde. Lo único bueno de la adolescencia es que se pasa —no para todos: los hay que se encastillan en ella a perpetuidad, combinando la viagra con el sintrom en el pastillero de colores—, llega un momento en que la vida se parece a los campos girondinos que contemplaba Montaigne desde su torre al despertar, y se descubre con alegría que no todo va a ser follar. “También habrá que comprarse unos calcetines —cantaba Krahe—, también habrá que regar esos cuatro tiestos”.

Me tenía yo hecha la ilusión de que la democracia era a los países lo que la serenidad adulta a las personas, pero llevamos casi una década enlazando plebiscitos, apuestas de todo o nada, referéndums, ultimátums, juicios finales y pactos con Mefistófeles, y no todo va a ser votar. ¿Quién se acuerda de las últimas elecciones que solo fueron eso? Unas elecciones sin más significado que el de renovar a los representantes, escenificadas sin tragedia ni mesianismo e incluso con su poquito de tedio. Hemos naturalizado la excitación perenne, instantes decisivos non-stop y alertas activas 24/7. Incluso hemos dado por buena esa idiotez de que todo gesto es político, y ya no quedan apenas refugios libres de resignificación ideológica. Todo está movilizado y listo para saltar, aunque nadie sepa por qué ni hacia dónde, pues la movilización no está canalizada por partidos u organizaciones (más débiles que nunca, con sus estructuras conservadoras y socialdemócratas en el desguace), sino por una electricidad ambiental cuyo origen y dirección no se adivinan. No hay agenda ni propósito, tan solo peligro, tensión, acción, terribilità. Adolescencia pura.

De tanto asomarnos al precipicio, se nos va a curar el vértigo. Pronto olvidaremos cómo era vivir en una democracia aburrida. Por eso hay que aplaudir a las voces que recuerdan que la conversación es un fin en sí mismo, no el medio por el que ponemos de rodillas a nuestros adversarios. La democracia no puede ser solo un frente defensivo contra el horror (lo que Máriam Martínez-Bascuñán ha llamado malmenorismo) ni puede vivir en estado de sitio perpetuo. Tampoco puede ser una celebración en la plaza ni un suspiro de alivio hasta el próximo susto. No todo va a ser votar. También habrá que regar esos cuatro tiestos y comprarse unos calcetines.

 

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