En 2026, Perú celebrará unas elecciones entre más de 30 candidatos presidenciales y dos millares de candidatos al Senado. El Congreso resucitó la bicameralidad que regía desde los principios de la República en marzo de este año con una amplia reforma constitucional de la carta de 1993, heredada del régimen de Alberto Fujimori (1990-2000).
Irónicamente, una de las reformas que no consideró fue la de que, si en la primera vuelta los dos primeros candidatos no sumaran el 55% de los votos, la elección debería declararse nula. En 2001, los dos candidatos que alcanzaron la segunda vuelta –Alejandro Toledo y Alan García– sumaron juntos 62%. Veinte años después, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, apenas 32%.
Desde 2016, el tercer país suramericano más extenso después de Brasil y Argentina y su quinta economía, ha tenido seis presidentes –Kuzcynski, Vizcarra, Merino, Sagasti, Castillo y Boluarte–, ocho intentos de vacancia (destitución) presidencial, una controvertida disolución del Congreso (enero de 2019) y un breve autogolpe de Estado (tres horas el 7 diciembre de 2022).
En los dos primeros meses del mandato de Dina Boluarte, la represión estatal se cobró medio centenar de vidas en las regiones de Puno y Ayacucho, que concentran la mayor población aymara y quechua. Hace unos meses, Economist Intelligence Unit degradó al país andino a la condición de “régimen híbrido”.
Coalición autoritaria
Desde diciembre de 2022, cuando sucedió a Castillo –que volvió a mostrar “la incompatibilidad entre radicalismo e ingenuidad”, según escribe Ascanio Cavallo en La Tercera–, la popularidad de Boluarte nunca ha superado el 10%. Entre diciembre de 2022 y enero de 2023, marchas masivas en el Sur Andino, donde Castillo arrasó en 2021, demandaron un adelanto electoral que nunca llegó.
Según Paula Távara, politóloga de la PUCP de Lima, la presidenta y el Congreso han instaurado un “autoritarismo de coalición”: un régimen autoritario sin dictador de grupos políticos y económicos disímiles pero que comparten el objetivo de cambiar las leyes que sean necesarias para defender sus intereses –muchos de ellos ilegales– y mantenerse en el poder incluso más allá de 2026.
Solo en marzo, el Congreso, cuyo desprestigio es aún mayor que el de Boluarte, cambió 50 artículos de la constitución. Consciente de que le debe la presidencia al azar y que el Congreso no se va suicidar vacándola, Boluarte ha terminado entregándole sus poderes, que los usado para capturar –y cooptar– al Tribunal Constitucional y la Defensoría y sustituir al organismo encargado del nombramiento de jueces por otro más dócil a sus deseos.
Entre los líderes de facto de la coalición autoritaria –los Fujimori, el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, César Acuña y José Luna, magnates de las llamadas universidades bamba, y los almirantes en retiro y hoy congresistas Cueto y Montoya– está también Waldemar Cerrón, el hoy líder de Perú Libre, que presentó a Castillo y Boluarte en 2021. Su hermano Vladimir, fundador del partido y formado como médico en Cuba, está prófugo de la justicia, que lo acusa de diversos cargos de corrupción cuando fue gobernador de Junín.
La dilución del poder
En el Journal of Democracy los politólogos peruanos Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara presentan a su país como un caso extremo de “vaciamiento democrático” y que genera no la concentración del poder como en Venezuela o Nicaragua, sino su dilución y el amateurismo de la clase política.
De los últimos 10 presidentes, recuerdan, seis nunca habían ganado antes una elección para ningún cargo. Castillo, por ejemplo, era solo un sindicalista y maestro rural de Cajamarca que antes de 2021 pocos conocían.
El caso de Perú no ilustra la concentración del poder como en Venezuela o Nicaragua, sino su dilución y el amateurismo de la clase política.
En esas condiciones, señalan Vergara y Barrenechea, las elecciones dejan de ser un mecanismo democrático para convertirse en una suerte de lotería y los partidos en grupos a los que su inscripción en los registros electorales les permite presentar candidatos y subastar candidaturas entre potenciales clientes necesitados de inmunidad parlamentaria y otros privilegios políticos.
Mano dura
Las apuestas de la coalición son cada vez más altas y más escasos sus escrúpulos. Según la Defensoría, en 2023 fue mucho más peligroso protestar que en cualquiera de los 22 años anteriores. Los informes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Amnistía Internacional o del New York Times no han inhibido los instintos represivos del gobierno, que en diciembre apoyó el cambió del código penal para castigar con penas de cárcel la “financiación” de protestas.
Los antecedentes –expresidentes en prisión, bajo arresto domiciliario o suicidados, como Alan García– no son alentadores para Boluarte y sus aliados en el Congreso. Fujimori fue condenado en 2007 por crímenes –asesinato con alevosía, secuestro agravado y lesiones graves– cometidos en 1991 y 1992.
Mientras estaba en Pekín en una visita de Estado en la que la recibió Xi Jinping, en La Haya representantes de organizaciones internacionales de derechos humanos y sus filiales peruanas presentaron una demanda ante la Corte Penal Internacional denunciando a Boluarte por 49 muertes y 155 intentos de asesinato entre diciembre de 2022 y febrero de 2023.
Según la denuncia, el 63% de los impactos de las balas de fusiles Galil y AKM y pistolas Beretta y Sig Sauer, reglamentarias en las fuerzas de seguridad, fueron dirigidos al tórax y 22% a la cabeza. El 30% de las víctimas (15 personas) recibieron balazos por la espalda y a quemarropa.
Boluarte otorgó cursos y ascensos a cinco de los generales de policía que estuvieron al mando de unidades involucradas en la represión y nombró premier al entonces ministro de Defensa, Alberto Otárola, que dimitió meses después por un lío de faldas, no por su responsabilidad en la represión.
Raíces de la crisis
Tras perder la segunda vuelta en 2016 por 40.000 votos frente a Kuczynski, Keiko prometió que el fujimorismo gobernaría “desde el Congreso”, colocando así sobre la presidencia la espada de Damocles de una vacancia prematura por “incapacidad moral permanente”, que solo requiere 87 de los 130 votos del Congreso.
Pese a sus múltiples concesiones, la bancada fujimorista no dejó de censurar y forzar la renuncia de varios de los ministros clave de Kuczynski y en marzo de 2018 forzó su renuncia. El sistema político no se recuperó.
El último presidente que cumplió su mandado fue Ollanta Humala, en 2016. Desde 1985, todos los presidentes con la excepción de los transitorios Paniagua (2000-2001) y Sagasti (2020-2021) han sido investigados por casos de corrupción.
La Fiscalía está investigando a Boluarte por el caso Rolexgate: joyas y relojes por valor de varios cientos de miles de dólares cuyos ingresos no pueden justificar y que exhibía frívola –e imprudentemente– en actos públicos.
El melodrama apenas comenzaba. Los fiscales y la policía derribaron la puerta de su casa para incautar pruebas incriminatorias. Ante las cámaras, los acusó de actuar de manera “arbitraria y abusiva” contra ella por el hecho de ser mujer y que su “pecado” había sido querer representar al Perú “de la mejor manera”.
Cargas de profundidad
Santiago Pedraglio advierte en la Revista Agraria que, tal como van las cosas, por mucho que lo intente, al Congreso le va a ser imposible evitar el encumbramiento a última hora de candidatos desconocidos o marginales, incluso si se hace con el control de los organismos electorales (JNE y ONPE) para excluir a potenciales rivales. El Congreso no quiere dejar nada al azar.
Entre otras cosas, ha creado un “Supersenado” con amplios poderes sobre la cámara baja. Con los votos necesarios, podrá destituir a todos los miembros de la Corte Suprema, a los fiscales, ministros y miembros del Tribunal Constitucional. Una parte de sus miembros se elegirán por distrito único, lo que beneficia sobre todo a Lima, que concentra al 31% de los 34 millones de peruanos.
Hasta 1992, el Parlamento estaba compuesto por un Senado de 60 miembros y una cámara baja de 180 diputados. La carta de 1993 los redujo a 120, con lo que el quinto país más poblado de la región pasó al 14 puesto por número de congresistas, por detrás de Bolivia, Ecuador, Chile o Uruguay, que tienen bastantes menos habitantes. En Ecuador y Venezuela sucedió lo mismo cuando los gobiernos de Rafael Correa y Hugo Chávez promovieron cambiar su diseño parlamentario para hacerlo unicameral.
El país de la informalidad
La estabilidad macroeconómica es la otra cara de la moneda. En lo que va de siglo, el país ha tenido la tasa de inflación más baja de la región. La actual es del 3%. Solo el 34% de los depósitos, el 23% de los créditos bancarios y el 8% de las hipotecas están en dólares. Las reservas de divisas suman 74.000 millones der dólares, 28% del PIB, la tasa más alta de ALC.
Sus exportaciones representan el 26% del PIB, frente al 14% de las de Argentina. Entre 1980 y 2022, Perú aumentó 74% su PIB per cápita, solo después de Chile (206%) y Colombia (108%). Entre 2007 y 2016, la economía creció en torno al 5,5% anual. Desde entonces, sin embargo, solo lo ha hecho al 1,8%.
El mayor problema es la tasa de informalidad, del 71%. Standard & Poor’s acaba de rebajar a BBB- la nota crediticia del país, la más baja desde 2011. Una nueva rebaja le haría perder el grado de inversión. Según un sondeo entre 143 directores ejecutivos de grandes empresas, un 87% desaprueba al gobierno.
Tabla de salvación
En medio del naufragio institucional, el prestigio del banco central (BCR) y el de su presidente, Julio Velarde, se mantienen intactos. En los 18 años de su gestión, la inflación media ha sido inferior a la mundial. En 2024 será otra vez la más baja de la región. Pero el piloto automático no es sostenible sine die. Ahora, el Senado va a poder reemplazar a la junta directiva del BCR.
Moody’s advierte que el principal problema no es macroeconómico (el déficit fiscal fue del 2,8% en 2023) sino el limitado capital político del gobierno. En una reciente cumbre empresarial peruana, Felipe Ortiz de Zevallos recordó que uno de sus profesores en Stanford, Thomas Sowell, solía decir que la primera lección de la Economía es que nunca hay suficiente para satisfacer a todos, pero que la primera lección de la Política es hacer caso omiso de la primera lección de Economía.