Clodovaldo Hernández: ¿Qué ha cambiado para la opción electoral del gobierno? III y IV

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¿Qué ha cambiado, a favor y en contra, de la opción electoral del gobierno? III

¿Está el presidente Nicolás Maduro en mejores o en peores condiciones para la reelección, si se le compara consigo mismo como candidato en 2013 y 2018?

En las dos anteriores entregas de esta serie, se han revisado los elementos que han cambiado para la oposición respecto a momentos electorales anteriores. En esta oportunidad, haremos esa misma comparación para la opción del aspirante a la reelección.

¿Más tiempo, más desgaste?

El desgaste es un proceso natural de todo gobierno. Los problemas habituales de la gestión y la falta de cumplimiento de las promesas hacen que las administraciones comiencen a perder apoyo desde los primeros meses de actividad. La mayoría de las veces, los gobiernos sólo cuentan con un breve período de gracia, al que suele llamarse  la “luna de miel”.

Por regla de tres simple, un proceso político que tiene 25 años en el poder, incluyendo 11 del candidato a la reelección, debería tener un desgaste multiplicado y elevado a una alta potencia. Sin embargo, en el escenario político venezolano han concurrido con tal fuerza otras variables, que esta ley universal podría no aplicarse a cabalidad.

Sólo como opinión, sin comprobaciones científicas disponibles, puede afirmarse que Maduro estaba más desgastado como gobernante en 2018 que en 2024, contradiciendo así la norma de que a más tiempo en el gobierno, mayor desgaste.

El cuadro socioeconómico de 2018, cuando Maduro fue candidato a la reelección por primera vez, era bastante más dramático que el actual, pues el país había sido asolado por la guerra económica interna, el ataque a la moneda, un Poder Legislativo en modo conspirativo, las medidas coercitivas unilaterales, el inicio del bloqueo total, las heridas de la violencia callejera de 2017, la ola migratoria en auge y un enconado entorno internacional.

Si bien todos esos puntos siguen teniendo peso, varios de ellos no se encuentran en la misma intensidad y no confluyen de la misma manera que lo hacían en 2018.

No se puede desestimar, sin embargo, la influencia que tiene otro sentimiento normal en los electorados: el deseo de cambio, incluso por aburrimiento. Este florece sobre todo en las capas más jóvenes de la población, que aspiran a ver en funciones de gobierno “caras diferentes”, sin importar que tampoco sean nuevas en el escenario político.

Dificultades para la oferta electoral

Cualquier aspirante a la reelección tiene un reto grande a la hora de elaborar su oferta electoral pues es difícil explicar por qué si la política pública que está proponiendo el presidente-candidato es tan positiva, no la ha puesto en marcha durante su gestión previa.

El rumbo apropiado para un candidato a la reelección es ofrecer continuidad de obras y políticas positivas. Para la campaña actual, Maduro tiene una ventaja respecto a sí mismo en 2018. En aquella ocasión era muy poco lo que podía ofrecer al electorado como opción para continuar y mejorar. Salvo los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y haber sobrevivido al criminal asedio del poder imperial, no tenía mucho qué mostrar. Este año, en cambio, está en capacidad de prometer el seguimiento de sus políticas en los campos de la economía (afincándose en la recuperación de los indicadores macro), la seguridad ciudadana y la paz pública.

El efecto Chávez

En su primera elección, en los comicios sobrevenidos de 2013, Maduro tuvo como aval el mandato sucesoral del comandante Hugo Chávez, quien en su última alocución al país (el 8 de diciembre de 2012), pidió a todos sus seguidores elegir a quien era entonces su vicepresidente.

Para la reelección de 2018 esa directriz postrera del líder bolivariano había perdido parte de su fuerza. Los promotores de su candidatura argumentaron que en medio de tantas amenazas externas e internas, sería un gran error cambiar a quien había mantenido a flote el barco chavista.

En 2024, a once años del fallecimiento de Chávez, su figura es más referencial. La campaña apela al sentimiento profundo del liderazgo histórico del comandante, desde una visión más que nada emocional y publicitaria.

Los cambios en la política económica que Maduro comenzó a aplicar a partir de 2018 —en buena medida, forzado por una crisis devastadora acelerada por el bloqueo— han tenido el efecto de reactivar el aparato productivo, pero también han dado argumentos a quienes acusan al presidente de haber traicionado el legado de Chávez, aplicando medidas de corte monetarista que el comandante rechazaba a ultranza.

Con estos argumentos, en las elecciones del 28-J, un sector del chavismo que se autodenomina “izquierda no madurista”, votará en contra o se abstendrá, favoreciendo tácitamente a la oposición de derecha. Hasta ahora no se sabe la magnitud que tendrá esa disidencia en el caudal general de votos, pero en un resultado cerrado podría tener un peso decisivo.

Opción de culpar al adversario

Las campañas electorales del chavismo han tenido siempre uno de sus bastiones en la asignación de culpa de los males nacionales al adversario político interno y externo. Chávez llegó al poder señalando las responsabilidades de la clase política que había gobernado al país por 40 años. Ya en el poder, tuvo la posibilidad de culpar a los partidos y dirigentes desplazados (y a sus relevos generacionales) porque estos protagonizaron hechos cuestionables como el golpe de Estado y el paro-sabotaje petrolero de 2002.

En el caso de Maduro, para su reelección de 2018 pudo acusar a sus adversarios por la guerra económica que se agudizó desde su ascenso a la presidencia; el apoyo de los opositores a las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo; la postura saboteadora de la Asamblea Nacional controlada por la derecha; y la violencia guarimbera de 2014 y 2017.

Para este año, el aspirante a la reelección cuenta con más recursos para disparar contra los adversarios, pues desde 2018 en adelante, el poder imperial y sus aliados locales han perpetrado toda clase de actos cuestionables: un magnicidio fallido; la autojuramentación de un diputado como “presidente interino”; intentos de invasión con supuestos fines humanitarios; sabotaje eléctrico; intento de golpe de Estado; intento de invasión mercenaria (Operación Gedeón); llamados a reforzar el bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales; y —sobre todo— la complicidad en el robo de los activos nacionales como la empresa Citgo y el oro depositado en Inglaterra.

Falta saber qué tanto aceptan los electores esos alegatos que apuntan a la culpabilización de la derecha y hasta qué punto pueden traducirse en un poco ortodoxo voto castigo que no se dirige contra el gobierno, sino contra la oposición.

Épica de la resistencia

En 2013, la campaña de Maduro tenía a su favor la última voluntad del comandante Chávez y el recuerdo muy fresco de su denodada lucha contra una enfermedad mortal, librada en plena contienda electoral. Una parte del voto recibido por el candidato designado por el comandante estuvo teñido del tributo a Chávez, una victoria post mórtem, como la del Cid Campeador.

En 2018, el tono épico de la candidatura de Maduro lo marcó su capacidad para resistir todos los esfuerzos que hasta ese año habían realizado el poder imperial y sus subalternos nacionales para derrocarlo.

El rol de la resistencia heroica se enfocó entonces en el pueblo todo, que estaba “aguantando la pela”. En ese contexto, Maduro figuraba como el líder que había tenido la disposición a mantenerse firme en una lucha muy desigual.

En la actual contienda, el presidente que aspira a ser ratificado tiene muchos más elementos para presentarse como un guerrero procedente de muchas batallas. Y no se trata de inventos ni exageraciones propias del marketing político, pues ya ha sido expuesta acá la lista de todas las maquinaciones que ha enfrentado. Tal vez por ello, la imagen que se adoptó para la campaña fue la de un gallo de lidia.

Aparte de los intentos fallidos de magnicidio, golpe de Estado e invasión, en el campo de las gestas más destacables de Maduro en este sexenio se ubica la atención de la pandemia de Covid-19, que tuvo en Venezuela uno de los mejores resultados de la región, a pesar de que Estados Unidos y la Unión Europea conspiraron para que no llegaran al país las vacunas, los insumos ni los recursos financieros necesarios.

Una vez más, será el resultado del 28-J el que dictamine si la mayoría del electorado valoró suficientemente el trabajo del gobierno y el presidente en ese asunto que, sin metáforas, fue de vida o muerte.

[En la siguiente entrega, se abordarán otros aspectos de este mismo tema, tales como el deterioro de los salarios; la revisión de las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo; la migración; el escenario internacional; la corrupción; la seguridad ciudadana y la organización partidista y popular].

¿Está el presidente Nicolás Maduro en mejores o en peores condiciones para la reelección, si se le compara consigo mismo como candidato en 2013 y 2018?

En las dos anteriores entregas de esta serie, se han revisado los elementos que han cambiado para la oposición respecto a momentos electorales anteriores. En esta oportunidad, haremos esa misma comparación para la opción del aspirante a la reelección.

¿Más tiempo, más desgaste?

El desgaste es un proceso natural de todo gobierno. Los problemas habituales de la gestión y la falta de cumplimiento de las promesas hacen que las administraciones comiencen a perder apoyo desde los primeros meses de actividad. La mayoría de las veces, los gobiernos sólo cuentan con un breve período de gracia, al que suele llamarse  la “luna de miel”.

Por regla de tres simple, un proceso político que tiene 25 años en el poder, incluyendo 11 del candidato a la reelección, debería tener un desgaste multiplicado y elevado a una alta potencia. Sin embargo, en el escenario político venezolano han concurrido con tal fuerza otras variables, que esta ley universal podría no aplicarse a cabalidad.

Sólo como opinión, sin comprobaciones científicas disponibles, puede afirmarse que Maduro estaba más desgastado como gobernante en 2018 que en 2024, contradiciendo así la norma de que a más tiempo en el gobierno, mayor desgaste.

El cuadro socioeconómico de 2018, cuando Maduro fue candidato a la reelección por primera vez, era bastante más dramático que el actual, pues el país había sido asolado por la guerra económica interna, el ataque a la moneda, un Poder Legislativo en modo conspirativo, las medidas coercitivas unilaterales, el inicio del bloqueo total, las heridas de la violencia callejera de 2017, la ola migratoria en auge y un enconado entorno internacional.

Si bien todos esos puntos siguen teniendo peso, varios de ellos no se encuentran en la misma intensidad y no confluyen de la misma manera que lo hacían en 2018.

No se puede desestimar, sin embargo, la influencia que tiene otro sentimiento normal en los electorados: el deseo de cambio, incluso por aburrimiento. Este florece sobre todo en las capas más jóvenes de la población, que aspiran a ver en funciones de gobierno “caras diferentes”, sin importar que tampoco sean nuevas en el escenario político.

Dificultades para la oferta electoral

Cualquier aspirante a la reelección tiene un reto grande a la hora de elaborar su oferta electoral pues es difícil explicar por qué si la política pública que está proponiendo el presidente-candidato es tan positiva, no la ha puesto en marcha durante su gestión previa.

El rumbo apropiado para un candidato a la reelección es ofrecer continuidad de obras y políticas positivas. Para la campaña actual, Maduro tiene una ventaja respecto a sí mismo en 2018. En aquella ocasión era muy poco lo que podía ofrecer al electorado como opción para continuar y mejorar. Salvo los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y haber sobrevivido al criminal asedio del poder imperial, no tenía mucho qué mostrar. Este año, en cambio, está en capacidad de prometer el seguimiento de sus políticas en los campos de la economía (afincándose en la recuperación de los indicadores macro), la seguridad ciudadana y la paz pública.

El efecto Chávez

En su primera elección, en los comicios sobrevenidos de 2013, Maduro tuvo como aval el mandato sucesoral del comandante Hugo Chávez, quien en su última alocución al país (el 8 de diciembre de 2012), pidió a todos sus seguidores elegir a quien era entonces su vicepresidente.

Para la reelección de 2018 esa directriz postrera del líder bolivariano había perdido parte de su fuerza. Los promotores de su candidatura argumentaron que en medio de tantas amenazas externas e internas, sería un gran error cambiar a quien había mantenido a flote el barco chavista.

En 2024, a once años del fallecimiento de Chávez, su figura es más referencial. La campaña apela al sentimiento profundo del liderazgo histórico del comandante, desde una visión más que nada emocional y publicitaria.

Los cambios en la política económica que Maduro comenzó a aplicar a partir de 2018 —en buena medida, forzado por una crisis devastadora acelerada por el bloqueo— han tenido el efecto de reactivar el aparato productivo, pero también han dado argumentos a quienes acusan al presidente de haber traicionado el legado de Chávez, aplicando medidas de corte monetarista que el comandante rechazaba a ultranza.

Con estos argumentos, en las elecciones del 28-J, un sector del chavismo que se autodenomina “izquierda no madurista”, votará en contra o se abstendrá, favoreciendo tácitamente a la oposición de derecha. Hasta ahora no se sabe la magnitud que tendrá esa disidencia en el caudal general de votos, pero en un resultado cerrado podría tener un peso decisivo.

Opción de culpar al adversario

Las campañas electorales del chavismo han tenido siempre uno de sus bastiones en la asignación de culpa de los males nacionales al adversario político interno y externo. Chávez llegó al poder señalando las responsabilidades de la clase política que había gobernado al país por 40 años. Ya en el poder, tuvo la posibilidad de culpar a los partidos y dirigentes desplazados (y a sus relevos generacionales) porque estos protagonizaron hechos cuestionables como el golpe de Estado y el paro-sabotaje petrolero de 2002.

En el caso de Maduro, para su reelección de 2018 pudo acusar a sus adversarios por la guerra económica que se agudizó desde su ascenso a la presidencia; el apoyo de los opositores a las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo; la postura saboteadora de la Asamblea Nacional controlada por la derecha; y la violencia guarimbera de 2014 y 2017.

Para este año, el aspirante a la reelección cuenta con más recursos para disparar contra los adversarios, pues desde 2018 en adelante, el poder imperial y sus aliados locales han perpetrado toda clase de actos cuestionables: un magnicidio fallido; la autojuramentación de un diputado como “presidente interino”; intentos de invasión con supuestos fines humanitarios; sabotaje eléctrico; intento de golpe de Estado; intento de invasión mercenaria (Operación Gedeón); llamados a reforzar el bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales; y —sobre todo— la complicidad en el robo de los activos nacionales como la empresa Citgo y el oro depositado en Inglaterra.

Falta saber qué tanto aceptan los electores esos alegatos que apuntan a la culpabilización de la derecha y hasta qué punto pueden traducirse en un poco ortodoxo voto castigo que no se dirige contra el gobierno, sino contra la oposición.

Épica de la resistencia

En 2013, la campaña de Maduro tenía a su favor la última voluntad del comandante Chávez y el recuerdo muy fresco de su denodada lucha contra una enfermedad mortal, librada en plena contienda electoral. Una parte del voto recibido por el candidato designado por el comandante estuvo teñido del tributo a Chávez, una victoria post mórtem, como la del Cid Campeador.

En 2018, el tono épico de la candidatura de Maduro lo marcó su capacidad para resistir todos los esfuerzos que hasta ese año habían realizado el poder imperial y sus subalternos nacionales para derrocarlo.

El rol de la resistencia heroica se enfocó entonces en el pueblo todo, que estaba “aguantando la pela”. En ese contexto, Maduro figuraba como el líder que había tenido la disposición a mantenerse firme en una lucha muy desigual.

En la actual contienda, el presidente que aspira a ser ratificado tiene muchos más elementos para presentarse como un guerrero procedente de muchas batallas. Y no se trata de inventos ni exageraciones propias del marketing político, pues ya ha sido expuesta acá la lista de todas las maquinaciones que ha enfrentado. Tal vez por ello, la imagen que se adoptó para la campaña fue la de un gallo de lidia.

Aparte de los intentos fallidos de magnicidio, golpe de Estado e invasión, en el campo de las gestas más destacables de Maduro en este sexenio se ubica la atención de la pandemia de Covid-19, que tuvo en Venezuela uno de los mejores resultados de la región, a pesar de que Estados Unidos y la Unión Europea conspiraron para que no llegaran al país las vacunas, los insumos ni los recursos financieros necesarios.

Una vez más, será el resultado del 28-J el que dictamine si la mayoría del electorado valoró suficientemente el trabajo del gobierno y el presidente en ese asunto que, sin metáforas, fue de vida o muerte.

[En la siguiente entrega, se abordarán otros aspectos de este mismo tema, tales como el deterioro de los salarios; la revisión de las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo; la migración; el escenario internacional; la corrupción; la seguridad ciudadana y la organización partidista y popular].

¿Qué ha cambiado en economía y geopolítica para la opción electoral del gobierno? IV

En términos económicos, si comparamos al candidato Nicolás Maduro de 2024 con él mismo en 2018 tenemos que afirmar que puede ostentar unas condiciones mucho mejores actualmente, algo que parece contradecir el sentido común de la ciencia política.

Aunque la situación dista mucho de haberse arreglado, cualquier habitante de Venezuela podrá certificar que en 2018 la estrategia imperial de máxima presión había generado un clima económico de ruina, desesperanza y depresión que hoy se ha disipado parcialmente. Eran los tiempos de la hiperinflación, de la pérdida casi total del valor del bolívar, del punto más alto de la ola migratoria y de un ambiente muy angustioso en materia seguridad ciudadana.

El deterioro era tan grave que hacía imposible mantener en marcha el programa socialista original con sus controles de precios y de cambio, así como fuertes regulaciones en el área laboral. El presidente Maduro, tras ser reelecto —y luego de un intento de magnicidio en pleno centro de Caracas—, decidió asumir los costos políticos de grandes cambios en esa estrategia económica, al adoptar un esquema heterodoxo, que incluyó la dolarización parcial de facto; la eliminación de los controles de precios y un achatamiento de la estructura salarial del Estado que redujo el tamaño de la administración pública.

La caída continuó y se acentuó en 2019, cuando tocamos fondo con el despojo masivo perpetrado por el poder imperial y sus secuaces amparados en la figura espuria del interinato. Ese año también ocurrieron los grandes apagones que terminaron de postrar el aparato productivo del país.

Maduro logró salir airoso del sabotaje eléctrico, de un intento de “invasión humanitaria”, de un fallido golpe de Estado (el de los Plátanos Verdes) y de la intensificación del bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales. Cuando se decretó la pandemia de Covid-19, Venezuela estaba sin recursos financieros ni posibilidades de acceso a ellos para enfrentar la emergencia. No obstante, fue uno de los países con mejor desempeño en la atención masiva de la inédita coyuntura global. En ese trance se produjo, además, el intento de invasión con tropas mercenarias, conocido como Operación Gedeón.

Con sólo enumerar todas esas calamidades bien podría pensarse en un gobierno derrotado de antemano en cualquier proceso electoral. Sin embargo, en parte por sus propios méritos y en parte por los errores de la oposición, el chavismo ganó los comicios parlamentarios de 2020, recuperando el dominio de la Asamblea Nacional; y triunfó luego en las elecciones de gobernadores y alcaldes, en 2021.

Desde 2020, en pleno confinamiento sanitario, comenzó a hablarse de una recuperación económica que tuvo como ariete el control del fenómeno hiperinflacionario. Se produjeron las primeras manifestaciones de reactivación de la empresa privada, caricaturizada por los opositores como la “economía de los bodegones”. Poco a poco quedó demostrado que el renacimiento productivo iba más allá de eso. Ante el abandono masivo del país por parte de transnacionales y otras empresas grandes (causado por el bloqueo y la debacle económica), florecieron nuevas unidades productivas medianas y pequeñas.

Después de la pandemia ha habido, además, una reactivación anímica de una población naturalmente muy trabajadora y entusiasta, pero que había sido sometida a toda clase de sufrimientos y privaciones durante casi una década.

Esto conduce al cuadro, aparentemente paradójico, de un presidente  que estuvo al frente del gobierno en la peor situación económica de la que pudiera tener memoria cualquier venezolano, pero que llega a las elecciones presidenciales en condiciones competitivas, y es el componente económico uno de sus argumentos de campaña.

La reactivación, sin embargo, no ha sido un proceso 100% positivo para el gobierno, puesto que el ajuste económico implícito en la política adoptada en 2018 ha requerido un enorme sacrificio de la masa trabajadora, en especial la del sector público. El salario básico ha sido una de las grandes víctimas de la recuperación casi milagrosa del aparato productivo, lo que tiene expresión en términos electorales, pues la fuerza fundamental del chavismo se asienta entre los trabajadores de menores ingresos.

Migración: ola y resaca

La migración masiva es otro proceso que alcanzó su peor momento hace varios años, pero que ahora mismo ha perdido parte de su efecto corrosivo.

La campaña opositora está intentando cosechar votos explotando el dolor y el resentimiento de los familiares de los migrantes, pero parece claro que habría obtenido mucho mejores resultados unos años atrás, cuando la ola estaba en su apogeo.

Hoy, la separación familiar sigue siendo un factor de peso en la decisión electoral, pero muchas personas tienen una visión más racional, menos impulsiva al respecto que en años pasados. Por una parte, muchos de quienes han regresado traen consigo amargas experiencias de explotación laboral, discriminación y xenofobia. En general, los migrantes han podido comprobar que Venezuela no es el peor lugar del mundo y que los países presentados como paraísos capitalistas son, en verdad, grandes fraudes.

Por lo demás, quienes permanecieron en el país durante los años más sombríos, han desarrollado un orgullo especial por su decisión de resistir. Una parte de ese sentimiento favorable se traduce en apoyo al gobierno, aunque está claro que también en ese segmento hay opositores, quienes reivindican esa resistencia en términos políticos y votarán en contra de Maduro.

Escenario internacional

Al comparar al presidente-candidato con su versión 2018, una de las mayores diferencias —a favor del Maduro de 2024— es el escenario internacional.

En  2018, el presidente venezolano había sido arrinconado por la “comunidad internacional”, denominación equivalente a Estados Unidos y sus países satélites y lacayos. Se llegó al extremo de ponerle precio a su cabeza, al mejor estilo de las películas del Lejano Oeste. Los mandatarios derechistas del vecindario estaban coaligados en el Grupo de Lima para servir de fachada, supuestamente plurinacional, a lo que era una obvia estrategia imperial: derrocar a Maduro y entronizar un gobierno favorable a los intereses de Estados Unidos.

De una manera karmática, los presidentes de la línea dura contra Venezuela fueron saliendo del poder, incluyendo al jefe, Donald Trump. Cambiaron de signo político los vecinos con las fronteras más extensas, Colombia y Brasil; Perú, sede del Grupo de Lima, ha vivido tiempos de inestabilidad y actualmente es presidido por una dictadora. Argentina eligió a un peronista, Alberto Fernández, aunque la derecha se las arregló para volver con más fuerza en 2023, con Javier Milei; y en Chile, Sebastián Piñera, furibundo antibolivariano, salió del poder por la puerta de atrás, aunque Gabriel Boric, de la izquierda woke, no se ha diferenciado mucho de los gobiernos derechistas en lo que respecta a la relación con Venezuela.

Así, las elecciones de 2024 encuentran a Maduro en una posición mucho menos comprometida que en 2018, con reforzadas alianzas que apuntan a la integración de Venezuela a los BRICS y con mejores relaciones —sin hacerse ilusiones— con Estados Unidos y la Unión Europea, que andan metidos en berenjenales geopolíticos muy complicados en Europa y Medio Oriente.

[En la siguiente entrega de esta serie, se revisarán los cambios experimentados por el electorado no polarizado entre 2018 y 2024].

 

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