Hay muchas maneras de estar o vivir en soledad. La del eremita que la escoge para sentirse más cerca de Dios. La del náufrago que se aferra a una tabla en la inmensa soledad del océano. Recuerdo haber experimentado algo parecido en la represa de Guataparo, esperando unos pocos minutos que me recogiera la lancha que me había dejado allí. Qué sensación de soledad flotando en aquella agua profunda, con la sola compañía de la cúpula celeste. Presentí el terror de haber sido en altamar. Qué soledad la del claustro cuando quien lo ha escogido desea volverse atrás. Qué soledad la del hombre pionero cuando no encuentra seguidores para su misión.
A Santa Teresa de Jesús le gustaba mucho el pleonasmo para dar énfasis a lo que quería decir, tal su frase, por ejemplo: “la sola soledad”. No hay duda de que refuerza la sensación. Su discípulo y compañero de afanes fundacionales, san Juan de la Cruz, no se le quedaba atrás en aquello de forzar el idioma para decir más y nos dejó un delicioso oxímoron en su inmortal Cántico Espiritual, aquello de “la soledad sonora”. ¡Qué manera de sacarle sonido y partido a la palabra soledad!
Pero nada como la soledad de Jesús en la oración en el Huerto de los Olivos. En aquella noche trágica, la última que pasaría vivo en esta tierra y lo sabía, vendido ya por Judas y también lo sabía, quiso orar junto a los suyos, sus amigos más cercanos, sus apóstoles escogidos y no pudo. Ellos dormían amodorrados por el vino de la cena. Ni Pedro, ni los hermanos Boanerges, sus preferidos, despertaron. En aquella soledad y angustia sudó sangre. Entonces acudió al cielo y su Padre le envió un ángel para confortarlo. Lección para nosotros, nuestro recurso será siempre acudir a la divinidad.
Esta soledad de Jesucristo en el huerto es la clásica soledad en compañía, por incomprensión, por indiferencia, por egoísmo. Es la soledad en la vida conyugal que sufren muchos seres humanos. La pareja, según declara Jesús, en el matrimonio se constituye en una sola persona, pero yo diría que muchas veces la mitad de un cónyuge se ha atrofiado y no hay respuestas sino monosílabos o murmullos, no hay diálogo porque se está ensimismado en el periódico, el libro o el trabajo, se ha dejado de compartir. ¡Ay qué sola soledad vivir en una casa cómoda, con ambientes agradables y sentir un vacío! Ni lujos ni dinero lo llenan. Ha claudicado el amor.
Esta soledad en compañía puede que sea un mal de los últimos siglos, no sólo de parejas sino de familias enteras. Hermanos que viven bajo un mismo techo pero no se comunican. Inmerso cada quien en sus propios asuntos, indiferente a los ajenos. Soledad que, paradójicamente, han contribuido a afianzar los últimos avances de la tecnología en los medios de comunicación. Muchos han señalado este problema de aislamiento que han provocado las redes sociales. Pero quizás ha llegado la hora de callar estas críticas y abocarnos más a un saneamiento del mal. Como todo mejoramiento social, el cambio tiene raíces en la educación.
Desde los jardines de infancia hay que enseñar al niño una vida de constante compartir. Que vaya descubriendo la otredad tanto en el juego como en los conocimientos. Esta presencia del otro debe acompañar a través de toda la educación. El hombre es gregario, está incompleto cuando olvida la presencia del tú.
No habrá nunca paz ni armonía entre seres extraños, que se miran sin verse, que no comparten sonrisas, ni lágrimas, que no se extienden la mano. La convivencia es una comunión de intereses, de afanes y metas. El hombre encerrado en sí mismo es un pozo de egoísmo.
¡Qué feliz es aquel que pueda decir siempre, convencido y animado, una de las más bellas palabras nuestro idioma: Contigo!