Salí a correr bajo un cielo negro y, diez minutos después, empezó una lluvia fina. Me pegaba en los ojos, un cascotazo que apenas golpear retrocedía como pidiendo disculpas. Son días tontos, vacíos. Vine a Buenos Aires desde mi pueblo natal cuando tenía 17 años. Establecí mi reino en un departamento donde hacía fiestas con un nivel de escándalo que ahora me horroriza. La vida era dolorosa pero interesante. Escribía por las noches en mi máquina de escribir portátil, leía mucho, estudiaba, iba a bailar. Me guiaba una ceguera encantadora. Improvisaba, me dejaba llevar. Ahora planifico, obedezco a mi agenda que parece un ente con vida propia. Dónde está esa que fui, bajo cuántas capas de mí misma ha quedado. Estos son días de noches largas. Leo Desayuno de campeones, de Kurt Vonnegut; Trampa 22, de Joseph Heller. Es como volver a la infancia, cuando me imponía lecturas en las que resbalaba sin hacer pie, leyendo como si soñara. Corro. Voy al cine. Ceno con amigos. Formas de llenar lo que no se llena. El hombre con quien vivo está en la Patagonia. Pinta una cabaña, junta leña. Manipula caños que transportan cosas: agua, gas. Es un vikingo con respuestas prácticas. Hablamos por teléfono. A veces le cuento de esta vacuidad enferma. Que quisiera estar exiliada de mí, ser otra cosa. Que no hay refugio donde siempre lo encuentro. Él me dice que el mundo volverá a ser el que era. Su voz no llena el vacío pero lo acompaña. Hablamos de pájaros, hablamos de bosques y de incendios. De lo que se construye y se destruye en el amor. Creo que este es un verso de alguien, pero no recuerdo de quién y lo cito deformado: “Lo único que puede destruirme es la vida, y a esa la conozco”. Confío en él como confío en el sol, sin pensarlo. Todos tendríamos que tener una voz así. Alguien que nos recuerde, cuando estamos lejos, que hay un camino para regresar a casa. Alguien que nos recuerde que, para encontrarlo, no hay que buscar sino permanecer. Desde el invierno de nuestro descontento: feliz verano.