Carlos Manuel Álvarez: La piedra venezolana en el zapato de la izquierda

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Quizá el más exasperante de los valores intelectuales de la izquierda sea la incapacidad manifiesta para enterrar a sus muertos. En un mundo sin peso, asustado por su propia sombra fascista, la derecha es inmediata y espectral como una transacción bancaria y la frecuenta no solo la gente que es capaz de reconocerse en ella. También, incluso de modo más peligroso, los que dicen no profesar nada. Sus líderes actúan como una banda global de rock corporativo, son los esperpentos crepusculares del neoliberalismo, mientras que la izquierda comercia todavía con la tediosa economía moral de la Guerra Fría.

Después de las elecciones presidenciales del 28 de julio en Venezuela, los principales líderes progresistas latinoamericanos, con la excepción del chileno Gabriel Boric, cuyos firmes cuestionamientos a Nicolás Maduro lo descartaron como interlocutor, buscan una salida pactada al conflicto desatado entre el chavismo y su oposición política, que reclama transparencia en los resultados de unos comicios fraudulentos, sobre todo porque el fraude no se reduce a la manipulación de los votos y sus cifras últimas, sino al proceso electoral entero, repleto de arbitrariedades, y en general a la vida de un régimen militarizado que provocó a lo largo de los años el desplazamiento forzado de millones de individuos y hundió al país en un permanente estado neocubano de represión y pobreza.

Gustavo Petro, Lula y López Obrador facilitaron las reuniones entre la oposición y el chavismo en México en 2021 y en Barbados en 2023, lo que reactivó, de un modo inédito en mucho tiempo, la posibilidad de una vuelta de la democracia al país. Tal como lo hizo María Corina Machado, los intermediarios extranjeros deben haber previsto el intento de fraude y han decidido seguir adelante con un plan que ahora se adentra en una siguiente etapa. Tampoco nadie puede garantizar que Maduro admita su derrota o someta a escrutinio su victoria, que libere a los centenares de presos que acumula apenas en pocos días, que contenga la represión del Ejército o de los colectiveros contra los manifestantes en las calles o que repliegue de alguna manera las líneas de su atrincheramiento. La conversación con un tirano y el retiro de algunas sanciones económicas no garantizan de antemano el reconocimiento de ningún derecho para el pueblo, pero sí le han devuelto al país un escenario real de disputa, algo que ni de cerca hay en Nicaragua o Cuba.

¿Los presidentes de México, Colombia y Brasil reconocen para sí el carácter despótico del Gobierno venezolano, o llegan a admitir que el fracaso del chavismo no ocurre solo porque se trata de un desvío de la izquierda, un accidente, sino también porque en la praxis histórica esta es una de las cosas que la izquierda es? Los tres tienen en común haber construido su educación sentimental alrededor de la revolución cubana, aunque son distintos entre sí. López Obrador es un cardenista, un nacionalista que aparenta no saber ni interesarle demasiado lo que ocurre fuera de México, y cuando lo hace, uno diría que lo hace a regañadientes, como si le correspondiera más por la nación que dirige que por su propia voluntad o deseo. A su vez, Petro y Lula, un exguerrillero y un antiguo sindicalista, son políticos con vocación global, líderes ampliamente escuchados fuera de la región no solo por los poderosos países que representan, sino también por sus dotes de estadistas y su comprensión de un mundo multipolar.

Hay cosas que ya no van a decir en público, sea porque traicionarían o mentirían sobre sus convicciones íntimas, porque en sus posiciones se trataría de un acto de imprudencia o torpeza, o por ambas a la vez, pero eso podría resultar beneficioso en un conflicto donde Gabriel Boric, por lo menos treinta años más joven que los demás, no parece tener cabida. Hasta su embajador fue expulsado de Caracas. Se trata, Venezuela, de un nudo político en el que una de las partes chapotea, cómo decirlo, en una jalea estalinista cristiana, y es de alguna manera una buena noticia que un joven ideólogo de izquierda no pueda acceder a esa conversación. Hay algo viejo ahí, algo que, fuera del pragmatismo diplomático, no admite más retórica.

Aun así, justo un malabar retórico le enreda la lengua en este momento a gran parte de la izquierda latinoamericana y, por supuesto, de la española también. Niegan y relativizan los signos del hartazgo y la rebelión popular. Las estatuas de Chávez han sido diligentemente derribadas, pero las izquierdas han olvidado a las clases, hablan en dialecto geopolítico como método de evasión o bien en clave de culturalismo identitario como forma de blindaje burgués. La izquierda, la rabia democrática, es pulsión jacobina atravesada por razón kantiana (no hay que guillotinar a nadie ya), no jerga decolonial con defensa de soberanía abstracta. No hay menos hambre en Venezuela, ni en este punto significa nada para los venezolanos, que PDVSA no esté en manos privadas, aunque por otra parte lo esté, porque el secuestro de todo Estado lo convierte en una empresa.

La derecha lanza soflamas vacías en Twitter, la salida que alguna vez propuso, con el expresidente Iván Duque a la cabeza, fue la farsa Juan Guaidó, un espectáculo que consiguió atornillar aún más a la élite chavista a la silla del poder, pero al mismo tiempo resucita a un muñeco de paja que llama comunismo para barrer cualquier asomo de política pública restante dentro del liberalismo, plantea para sus seguidores un frente único y entiende el terreno global.

La izquierda, en cambio, actúa desde sus respectivos feudos nacionales, peleando este asunto con sus oligarquías propias, moviéndose dentro de sus estructuras municipales de poder, utilizando el conflicto venezolano para hacer política interna y rebajar con ortodoxia la experiencia de un país desesperado. Sus procedimientos generan un bucle de fuerzas que tienden al reposo y suman cero. No toman distancia del régimen chavista porque el exilio venezolano ha establecido alianzas con las derechas de los lugares a los que llegan, y el exilio venezolano establece alianzas con las derechas de los lugares a los que llegan porque la izquierda no toma distancia del régimen chavista.

Hablan de dialéctica, es decir, de intemperie, pero no salen de su caverna, cosa que la derecha no tiene que hacer porque la derecha es, de hecho, la caverna en la que la izquierda se cobija. Insisten en el blanqueamiento político del régimen de turno porque del otro lado hay un contrincante conservador, pero la izquierda debe saber cuándo, además del derecho inalienable a competir, el capital subversivo le pertenece a un rival. No sé si esperaban que para enfrentar a Maduro los venezolanos depositaran sus esperanzas en el fantasma de Gramsci redivivo, pero en tiempos de Milei y Bolsonaro, y después de todo lo que el chavismo ha hecho, la verdad es que Venezuela la ha sacado barata.

María Corina Machado es una liberal clásica propia de la tradición de su país, de la escuela de Carlos Rangel, y ha tenido incluso que rebajar alguna de sus declaraciones más extremas para obtener el fervor popular. Como sea, el momento de quiebre le pertenece, y también, por ahora, la iconografía, el discurso y la legitimidad del cambio, que no se trata solo de traspaso de poder, sino de corte de época. Un conservador también puede capturar el ethos revolucionario, más poderoso que la doctrina. Al final, en la conversación sobre sus vidas hay algo que los venezolanos saben y los progresistas no. La luz de alante es la que alumbra, la historia hay que destrabarla.

 

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