Rodolfo Izaguirre: ¡Caen sus estatuas!

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Fueron muchos los que a gritos, con mecate en las manos, derribaron las estatuas de Hugo Chávez desde la altiva y majestuosa altura en la que el autoritarismo y la tiranía militar las colocó sobre el pedestal de su propia ignominia. Una enardecida y jubilosa multitud celebrando la aplastante e histórica victoria de Edmundo González Urrutia (¡ignorada brutalmente por la dictadura!) se agitó en la plaza como una llamarada de feroz alegría, vociferante, desatando contra el régimen militar la fuerza de un odio contenido y represado durante años de podrida corrupción y felonía; narcotráfico y torturas físicas y morales, arteras y siniestras alevosías y perversidades; robos y extorsiones; círculos de fanática violencia y una no menos violenta y taimada horda militar que desde afuera o desde adentro de los cuarteles decidió en complicidad con desalmados civiles avivar el estremecedor oleaje que ha destruido al país sin despojarse del uniforme con el que nos ha traicionado después de jurar que nos protegería de los enemigos externos y de ella misma. Al perpetrar esta nueva y escandalosa ofensa el régimen nuevamente se burla de todo el mundo y nos ha dejado más molestos y enardecidos, devastados bajo los escombros de un país que llegó a disfrutar alguna vez de un horizonte que podíamos alcanzar.

Las estatuas de Chávez, llamadas El Comandante, tan rígidas como el saludo militar que ellas muestran, vacilan antes de caer, se echan hacia atrás, vuelven a enderezarse y tratan inútilmente de irse hacia adelante de frente o de lado; van a caer, pero vuelven de nuevo hacia atrás víctimas de la propia ineptitud y ausencia de equilibrio moral de Chávez, el personaje presuntamente político que configura el autoritarismo de su propia estatua cincelado en un imperioso saludo militar. Finalmente, después de penosas oscilaciones, un caer y no caer que depende de la fuerza muscular de quienes jalan el justiciero mecate y de la terca obstinación del oscuro paracaidista al fin vemos ceder y precipitarse la pesada mole de la estatua en medio de los patrióticos alaridos y aplausos de toda la plaza. Lo que queda de ella son barras retorcidas y quemados pedazos de concreto amontonados al pie del pedestal que estuvo soportando el peso del Comandante, un gigantón de tres metros de altura.

Al sucumbir y estrellarse la colosal imagen del Comandante en el pavimento, la muchedumbre fervorosamente congregada en la plaza Chávez de Coro, en el litoral guaireño, en Mariara o en cualquiera otra población venezolana entra en frenética algarabía. Tuvo que soportar durante tenebrosos años de silencioso disgusto, las estatuas del gran destructor del país. Es lo que explica que ansiosa y sedienta de una venganza convertida en justicia se abalance como voraces pirañas sobre los restos de aquella especie de incinerado cadáver insepulto.

La única vez que los venezolanos vieron o escucharon decir que el furor de un pueblo enardecido arrancaba de su pedestal a una estatua y sacaba de quicio al supremo mandatario que se repetía en ella fue cuando derrumbaron al Manganzón de Guzmán Blanco que, frente a lo que es hoy el caraqueño Palacio de las Academias, saludaba con afrancesado cinismo a los que pasaban junto a él.

Antonio Guzmán Blanco cruzó la Historia política venezolana como un ávido y artero Déspota Ilustrado que amasó desde el poder una formidable y desmesurada fortuna como lo hará en su momento el Hugo Chávez cuyas estatuas estamos viendo caer al mismo tiempo que caen los afiches de Nicolás Maduro, su mediocre, perverso y desangelado sucesor. Guzmán ha sido el único que nos ha gobernado desde París, donde vivió de la fortuna mal habida como el rey de oro de las barajas españolas. Allí murió y allí fue enterrado hasta que el propio Chávez en abnegado arrebato patriótico lo trajo de vuelta para que reposara impunemente en el Panteón junto a Simón Bolívar y otros héroes venezolanos.

Para mi propia tristeza y pesadumbre yo vi caer al Ángel que tocaba una trompeta desde la cúpula del Hotel Majestic y cada vez que pasaba frente a él sin saber que allí dentro trabajaba como botones un muchacho inteligente y sensible llamado Aquiles Nazoa, escuchaba con deleite su inaudible sonido, pero con el Ángel y el Majestic también se derrumbó con silencioso estruendo mi primera y entristecida infancia.

La Historia me premió porque me ha permitido no obstante mi muy avanzada edad asistir al derrumbe de las estatuas de Hugo Chávez que glorificaron durante duros años de vileza y oprobio a la dictadura militar más nefasta que hemos padecido y ser al mismo tiempo testigo vivo y alerta de cómo una mujer de temple, vigoroso talante y acertado juicio político enfrentada a un autoritarismo sin límites, a un vergonzoso país machista y falocrático y a una tradición política desventurada nos ha incitado a aprender a ser ciudadanos y tener fuerza, temple y coraje para derrumbar con justiciero furor y mecates las estatuas de quien tanto nos atormentó y descolgar o incendiar los retratos de su mediocre e innombrable sucesor; y confieso que sueño con ver arrastrarse por el suelo de la autopista Francisco Fajardo al gigantesco y dorado Guaicaipuro de mis tormentos.

Afortunadamente ignoramos qué destino tuvieron las estatuas de los Monagas si acaso las tuvieron o las de nuestros presuntos héroes de independencia que no llegaron a ser santos de mi parroquia, pero sé cómo cayeron las del camarada Lenin y las del Padrecito Stalin.

En el filme Good Bye Lenin, 2003, ambientada en Berlín poco antes de la caída del Muro, se ve la estatua de Lenin colgando de un helicóptero en pleno vuelo, ¡una imagen espectacular!

El chavismo derribó la estatua de Colón en un necio impulso ridículo y populista de exaltación indígena.

A Benito en Italia le fue peor: en lugar de que algún enfurecido partisano le derribara la estatua, lo colgaron cabeza abajo. Adolfo no se contentó con el cianuro porque se pegó un tiro en el búnker alemán con los rusos muy cerca y lo mismo hizo Eva Braum, con quien acababa de casarse. Dice Google que a Saddam Hussein lo ahorcaron después de encontrarlo escondido en un pozo maloliente, pero mientras lo buscaban su estatua fue decapitada ante un conglomerado de prensa internacional y una pequeña multitud de alrededor de 100 milicianos iraquíes apoyados por Estados Unidos. Fue derribada en Plaza Firdos por un M88 Recovery Vehicle del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. A Nicolae Ceaușescu y a su insoportable mujer los fusilaron sin fórmula de juicio en un perdido pueblo rumano. ¡Y así de continuo!

¡Cuando no caen sus cabezas, caen sus estatuas!

Se dice que el mundo cambia, ¡y es verdad! Hoy hacemos nuestra la célebre frase cubana: ¡Con la OEA o sin la OEA ganaremos la pelea!

 

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