El problema de España es el soberano. Pero no nuestro celebrado rey ni el célebre brandi, sino el celebérrimo concepto de soberanía. Es decir, la creencia de que existe un ente abstracto depositario último del poder en la sociedad. Como señalan algunos constitucionalistas, la idea de soberanía es una peligrosa transposición, al contexto democrático, del concepto de soberanía monárquica.
Pero, ¿acaso no fue fantástico que el poder constituyente pasara de la corona a la ciudadanía? Sin duda. Pero si el constructo de soberanía mantiene el halo teológico, sobrenatural, que ostentaba en los tiempos de los monarcas absolutistas, esconde un potencial destructivo. Porque, en la práctica, hay alguien concreto que encarna esa soberanía, del latín superanus, poder supremo.
Los dictadores, de los fascistas de entreguerras a los populistas de hoy, siguen la lógica de Carl Schmitt, que pavimentó el camino a la tiranía de los nazis: el soberano es quien se sienta en el pináculo del poder ejecutivo y toma las decisiones sin límites. Así, el concepto de soberanía puede quemar una democracia.
Por eso debe ser neutralizado. Y hay dos vías para desactivar la bomba: la federal y la constitucional. Por un lado, en la acertada expresión del juez del Supremo Anthony Kennedy, los padres fundadores de EE UU “dividieron el átomo de la soberanía”, creando dos ejecutivos: el Gobierno federal y los Estados. Esta fractura, junto con los pesos y contrapesos del sistema americano, evita que la soberanía anide en un único repositorio. Muchos sillones para evitar un solo trono. Por otro lado, del constitucionalismo de Hans Kelsen se deduce que la soberanía está más allá del alcance del Ejecutivo de turno, enraizada y difuminada en el orden legal. En la Ley Fundamental y en los tratados internacionales, interpretados por el tribunal constitucional y los jueces.
En España tenemos elementos de ambas soluciones, pero los actores políticos están cayendo en la tentación soberanista. Los más evidentes son los nacionalistas (catalanes, vascos o gallegos), rebautizados ahora precisamente como soberanistas, y para quienes el poder supremo reside en la mayoría de votantes (de su comunidad). Pero también la izquierda (PSOE y Sumar) ha rescatado la idea de soberanía, que radicaría exclusivamente en el Congreso. Y, en la derecha (PP y Vox), crece la noción de que algunos funcionarios del Estado, de los altos cuerpos a la policía patriótica, personifican la soberanía nacional. Cada uno con su Soberano, todos se están emborrachando.