En 2009 el crecimiento de la Alianza bolivariana de los pueblos de nuestra América (ALBA) era imparable, pero tocó techo con la incorporación de Honduras. En los años del primer giro a la izquierda en América Latina, un país tras otro adhería a su disciplina y quienes no lo hacían, como Argentina y Brasil, eran leales y acríticos aliados del comandante Hugo Chávez y su proyecto hegemónico.
Simón Bolívar fue el gran símbolo del proyecto, penetrando allí donde su sombra no se había proyectado en tiempos de la independencia, con México y Brasil como casos señeros. En el Carnaval de Río de 2006, la ganadora escola de samba Unidos de Vila Isabel, financiada con los petrodólares de Pdvsa, desfiló precedida por una gigantesca figura de Bolívar y bailando con cánticos alusivos al Libertador.
En un claro ejercicio de manipulación histórica, el bolivarianismo convirtió a Bolívar en el triple precursor del socialismo del siglo XXI, del antiimperialismo y de la integración latinoamericana.
La patria grande fue la carta de presentación del proyecto de alinear a toda la región tras Fidel Castro y Hugo Chávez. Eran los años del faraónico Gasoducto del Sur, de Telesur o de Unasur. El sur fue la marca registrada de la empresa bolivariana y sus rentas suculentas, que, entre otras cosas, financiaban campañas electorales.
Incluso Lula da Silva señaló que Chávez había sido “el mejor presidente de Venezuela en los últimos cien años”. Gracias a su carisma, a su ambición por el liderazgo y a las considerables reservas de petróleo, la alargada sombra bolivariana parecía no encontrar obstáculo que frenara su proyección.
Desde hace algún tiempo las cosas han comenzado a cambiar. Esta sensación se ha agudizado tras la elección del 28 de julio y la sospecha de fraude para proclamar a Nicolás Maduro presidente. Incluso con la declaración del Centro Carter que insiste en que esas elecciones “no pueden considerarse democráticas”.
En perspectiva latinoamericana, la expulsión de diplomáticos de siete países nazi fascistas, incluyendo Chile y Argentina, podría llevar a la posible ruptura de relaciones. De concretarse, Venezuela estaría más aislada en un continente cada vez más más crítico con sus excesos retóricos y represivos y la sistemática violación de los derechos humanos.
Los 8 millones de migrantes venezolanos, que podrían ser 10 en los próximos 2 años de confirmarse la actual deriva política y económica, se han convertido en un problema para los gobiernos afectados, incluyendo aquellos política e ideológicamente afines, como Brasil y Colombia. Un nuevo desborde migratorio recrudecería tensiones ya existentes en buena parte de la región, donde comienza a haber señales preocupantes de xenofobia.
Con Chávez, bolivarianismo y progresismo eran sinónimos. El socialismo del siglo XXI, el proyecto revolucionario latinoamericano por antonomasia, había llegado para quedarse y muchos, sea por convicción o atraídos por el poderío económico venezolano, incluyendo Petrocaribe, se sumaron al redil. Hubo incluso magníficos conversos, como Mel Zelaya, que fue presidente de Honduras representando al Partido Liberal.
La fundación del Grupo de Puebla, en julio de 2019, marcó la profundidad del declive chavista. El fracaso económico, la represión interna, el deterioro democrático y el avasallamiento de los derechos humanos mostraron las miserias del régimen de Maduro, que si bien se presentaba como el “hijo de Chávez” fue incapaz de asumir su liderazgo.
Por eso, bolivariano y bolivarianismo se convirtieron en malas palabras, en un rey Midas que convierte en piedra todo lo que toca. Ahí emerge la necesidad de cambiar radicalmente los adjetivos, que jalonan una parte considerable de la actividad política. Desde entonces lo que antes era bolivariano fue solo progresista.
Si bien Chávez había sentado las bases del fracaso político y económico de la Revolución Bolivariana, los errores de Maduro y su equipo cerraron el ciclo. La incomodidad de muchos dirigentes latinoamericanos con Maduro y el chavismo fue evidente. Ya no solo los rivales o los enemigos políticos e ideológicos toman distancia, incluso lo hacen aquellos más próximos o cercanos, como el chileno Gabriel Boric. Por eso extraña que muchos dirigentes y militantes de la izquierda progresista latinoamericana y española insistan en apoyar un gobierno crecientemente autoritario, dictatorial y antidemocrático.
Nuevamente la manipulación bolivariana ha traicionado el sueño de Bolívar. La actitud chavista de enfrentar abiertamente a todo gobierno regional que no comulgue con sus intereses ha reducido considerablemente cualquier iniciativa de integración regional.
Obviamente, aquellos que en el otro campo apuestan por la guerra cultural caminan en la misma dirección. Movido por sus intereses particulares, un Maduro, cada vez más aislado en América Latina, ha decidido reforzar sus lazos con los gobiernos progresistas y bolivarianos de Rusia, Bielorrusia e Irán a expensas de la unidad latinoamericana.
Catedrático de Historia de América de la UNED, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano, España.