Si hay algún imperio en el mundo actual, no es el de Estados Unidos, ni el de Rusia o alguna otra potencia, ni siquiera el del narcotráfico -lo más imperial que he visto- sino el de la moda. Uno ve hombres y mujeres vestidos “a la moda”, así les quede ésta como diseño de enemigos mortales. Gordos con franelas y camisas apretadas; las unas, rollos de carne apilados como neumáticos; las otras igual, más con botones al saltar de sus ojales, ¿Bonito? ¡Horrendo! Pero es la moda.
Una niña llegó a mi casa con una blusa corta y el ombligo afuera, me chocó y lo manifesté. Su abuela, presente, me dijo que ella le había regalado la tal blusita porque así se usaba. No estoy de acuerdo: hay que educar para vestirse, no para desvestirse, así se use. Ya escogerá la niña cuando llegue a grande, según los valores que le hayan sembrado o tal vez no y hará lo que le da la gana, pero que no quede como culpa de sus padres por falta de una educación propicia.
El pudor es una palabra que parece borrada del diccionario. Hace años me contaba una señora de Maracaibo que, estando de visita en Caracas, se le presentó la oportunidad de ir a la playa. No había traído su traje de baño y fue a una tienda especializada en un centro comercial. En la vitrina no vio sino bikinis y tangas, entonces entró y preguntó ingenuamente: ¿No tienen un traje de baño que sea púdico? La dependiente contestó: No, tenemos Warner, Catalina, etc., pero de esa marca no.
En la moda femenina actual, los modistas se empeñan en desvestir más que en vestir a sus clientes. Las modelos, con sus armoniosos movimientos, nos exhiben trajes de los cuales no se sabe si están entrando o están saliendo y parece que el costo del modelo es el de la tela ausente. Estos trajes los lucen orgullosas actrices que desfilan en la alfombra roja de concursos y premiaciones de arte. El público presente o el multimillonario a través de la pantalla chica, se mantiene expectante, para ver la aparición del más espectacular y exótico de los modelos o el de la desnudez mejor desvestida.
Me asombra ver a nuestras locutoras y animadoras de televisión en programas mañaneros. Parecen cabareteras amanecidas con sus trajes nocturnos. Excesos de pliegues apretados, ausencias de algunos elementos básicos del traje, como mangas y hombros; escotes de antología, a lo largo del esternón, donde se asoman redondeces naturales o adquiridas. Grotescas. Destaca la sobriedad, tal vez a veces poco lucida, de Mariela Celis. Va de acuerdo al momento matinal y a la propia autoestima. La felicito.
Pero no se crea que sólo las damas son víctimas de la moda. Lo son también los caballeros, aunque es verdad que ésta ha cambiado poco en ellos desde el siglo XVIII. cuando abandonaron las pelucas, los trajes de sedas y colores, bordados, pantalones cortos, medias largas y zapatillas. Optaron por sobrios trajes de casimir, unicolores, corbatas de cuyas variaciones sólo se ha visto cambiar la moda en los dos siglos posteriores y lo que va del presente, adorno, por demás, incómodo y extemporáneo. Una corbata es una extravagancia en el Trópico, aquí debería imperar la guayabera.
Últimamente, hemos visto cambios sutiles pero persistentes en la moda masculina: se acabaron los pantalones de campana y a la cintura, ahora son lo más estrechos posibles y un poco a lo Cantinflas, estrechez que llevan a la ropa interior con minúsculos triangulitos, muy distantes de aquella representación geométrica del cuadrado del triángulo recto e isósceles, diseño clásico del tradicional y hoy olvidado calzoncillo. Las camisas tampoco se quedan atrás, cuando no son franelas, con botones a reventar. ¡Y los aditamentos! Cadenas al cuello, zarcillos, pulseras…, ¡y los tatuajes! ¡Horror! En brazos, piernas y tórax, parece que van sucios. Y esto me hace saltar al campo deportivo.
Afortunadamente no es en todos los niveles sociales y culturales donde la moda del tatuaje se ha extendido. En mi niñez era moda sólo de marineros, ahora es sobre todo de deportistas. Me da coraje que hombres tan grandes en su disciplina como serios en su personalidad, tal Lionel Messi, hayan ensuciado su cuerpo con esas manchas irreversibles. Y en materia de cortes y peinados, sobre todo futbolistas y beisbolistas, han agotado la fantasía. Raspados, copetes, colores, trencitas, ricitos, barbas y melenas, ¡ay, me quedo con los Yanquis!
Si, porque como fanática que soy de los Medias Rojas de Boston, equipo eternamente rival de los toleteros del Bronx, declararme de pronto como seguidores de éstos en algo, es tan inusitado como meritorio de una explicación. Si alguien leyó mi artículo “Wimbledon” publicado hace un par de semanas en RCL, se ve que hay algo que me subyuga: la tradición. Y eso es lo que tienen los Yanquis. No hay barbudos, ni melenudos, ni de crespitos, sino tipos bien rasurados, lo exigen los dueños y directivos del equipo. Y el uniforme, ¡qué sobriedad!, nada de colorines, el clásico: blanco rayado azul marino, el inmortal monograma o letrero, el número y nada más. Un yanqui al bate, lanzando o atrapando la pelota, es un señor.
A los abundantes equipos de las Grandes Ligas del norte y, por copia, a los nuestros, les ha dado por la fantasía en los uniformes. Multiplicidad de colores, algunos en degradación, diferencias entre camisa y pantalón, vivos y telas en cuñas introduciendo diferentes tonos en los trajes. No me gusta, me quedo con lo formal, no con el carnaval. Más de tres colores en un uniforme deportivo es un exceso. En cambio, me agradan ciertos cambios: en el béisbol, el abandono de de las medias largas de torero por el pantalón largo, es mucho más elegante; en fútbol: el pantaloncito más largo, no aquel tan corto de los tiempos de Maradona.
¿Y quién me tiene hablando frívolamente de modas, en estos momentos cruciales de la patria? Eso mismo, porque espero tranquila, con gran fe y entusiasmo, la proclamación de Edmundo González Urrutia como presidente constitucional de Venezuela.