En 1973, el austríaco Konrad Lorenz recibió el premio Nobel de Fisiología-Medicina por sus trabajos de investigación en relación a las conductas animales complejas, en particular el descubrimiento de “la impronta”; proceso que se genera tras el nacimiento, permitiendo el comportamiento entre madre y cría. Estos hallazgos condujeron al desarrollo de la “teoría del apego” humano, así como también deriva en el auge de la “sociobiología”. Esta última disciplina se caracteriza por extrapolar conductas animales al hombre, a efectos de tratar de comprender las similitudes entre la naturaleza animal y la dimensión y comportamiento de quienes integramos nuestra particular especie.
Estas teorías en realidad tienen un origen común, una raíz de las cuales emanan, que es “el darwinismo”, lo cual marca gran parte de las disciplinas del conocimiento, desde las denominadas erráticamente “ciencias sociales” hasta la teoría política. Esa mezcla de conductas animales con desarrollo del lóbulo frontal propio de los homínidos, explica el hecho de que seamos intensamente argumentativos y tratemos de darle explicación a cuanta cosa pueda existir o parecernos que existe. De ahí que el ser humano es una contradicción viviente, puesto que sobre una base animal se implanta un carácter argumentativo a través del cual intentamos comprender lo que nos circunda. Insisto en llamarlo argumentativo y no racional, simplemente porque el hombre es esencialmente irracional.
Hoy vemos con horror cómo la barbarie sigue campando, a la par de las formas más elevadas de lo que llamamos civilizatorio, particularmente la permanente y exaltada presencia de lo guerrerista en nuestras vidas. Incluso muchos se escandalizan asomando la idea de que estamos viviendo una “tercera guerra mundial” cuando la verdad es que desde que el hombre apareció en el planeta no ha dejado de combatir un solo día. El gregarismo es el germen que permitió una convivencia que garantizaba la supervivencia. Al agruparse y asociarse con otros, los humanos tenían mayores facilidades para defenderse de los grandes predadores, así como pudieron cazar de manera colectiva, garantizando el alimento para el grupo, que posteriormente se convierte en comunidades, resultando en sociedades que han construido lo que denominamos civilización.
Al funcionar como grupo, el hombre de piedra desarrolla intereses colectivos, como el deseo de posesión de bienes, espacios territoriales u otras personas. El hombre en manada se ve enfrentado a otros hombres en manada porque sin excepción, todas las confrontaciones surgen por el interés por apoderarse de las “posesiones” de los otros. Nada más cruento que las guerras entre las poblaciones indígenas americanas que tarde o temprano terminan rivalizando para adueñarse de los bienes ajenos. Cuando alguien dice que se hacen guerras por dinero, petróleo o intereses de tipo político, no está aseverando nada distinto que explique las motivaciones que inducen a los hombres de las cavernas a enfrentarse unos contra otros, puesto que toda actitud bélica se sustenta en realidad en los mismos preceptos. Se combate para adueñarse de lo que se carece y además se termina batallando para someter a otros, lo cual significa materializar el poder. Es la dinámica que marca lo humano y está representada en todas las manifestaciones de la cultura: En nuestros aborígenes y sus rituales e instrumentos de combate; en el culto a la guerra en forma de poema como lo hace Homero en el mundo griego, hasta en la adoración al héroe combatiente.
La esencia de la guerra sigue siendo la misma, lo que va cambiando es su justificación y la forma como se combate. Basta con estudiar un poco acerca de los grandes descubrimientos científicos, la carrera por conquistar el espacio o simplemente usar un teléfono celular (arma que fue desarrollada con fines bélicos y que asumimos como simple instrumento comunicacional). La búsqueda del poder siempre es por carencia, pues se anhela aquello que no tenemos. No hemos transitado un tiempo en que no hayan existido pugnas, confrontaciones, invasiones y atrocidades guerreras, algunas consensualmente aceptadas y otras rechazadas. ¿Debemos entonces aceptar que conviviremos siempre con lo beligerante porque está en nuestra condición? Precisamente es la comprensión de que albergamos lo violento, lo carencial, la envidia y el deseo de someter a otros, lo que debe redimensionar la manera en que asumimos las cosas.
Menos superficialidad argumentativa y más acuciosidad intelectual permitiría sembrar la idea de que la lucha no debería ser contra los demás. La lucha siempre es de lo humano por controlar sus más naturales maneras de proceder. Es el entendimiento de nuestro ser y el asomarnos al abismo de nuestras profundas oscuridades lo que nos da la claridad necesaria para controlar los impulsos que nos marcaron desde nuestro origen, nos siguen marcando en el presente y prometen hacerlo indefinidamente.
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano – alirioperezlopresti@gmail.com – @perezlopresti