Una semana después, el domingo 4 de agosto de 2024, murió Iván Feo, en Caracas. Por si fuera poco, pues.
Sombra en las calles, silencio interrumpido por gritos y detonaciones; y perdemos ese destello en la sonrisa, ese charm a su pesar, ese acento caraqueño con aquella “s” como el silbido del padre cuando se pierde en el pasado. Perdemos mucho cuando perdemos a Iván Feo.
Oscar Lucien lo captó a la perfección en esta imagen de 2012. Esa manera de interpelar al mundo y a sus interlocutores, esa seductora provocación (algo así como “a ver qué traes, habla pa’ ve”); y esa imaginación superpoblada, multirreferencial, sentimental, anochecida. La rima entre el escarlata del chaleco de Iván y el de la silueta de Marlon Brando, en el afiche de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) que está al fondo, a la derecha de la foto, no es casual, ni mucho menos un aporte cándido de la realidad. La imagen de Lucien la acentúa, aún medio del batiburrillo conceptual. ¿Qué nos dice esa coincidencia? Ah, no sé. Algo nos dice. Cada quien que lo interprete. Eso sí, la clave está en lo cinematográfico, en la capacidad del cine para fascinarnos y emocionarnos. ¿Para hacer brillantes -y entrañables- adaptaciones de la literatura? Puede ser. Coppola llevó a la pantalla la novela del estadounidense Mario Puzo, publicada en 1969 con el mismo título (The Godfather). Mientras que Iván Feo filmó, con Antonio Llerandi, en 1979, un País portátil escrito por Adriano González León diez años antes; y en 1986 nos convocó en los cines para ver su preciosa Ifigenia, protagonizada por la debutante Marialejandra Martín, a partir del texto de Teresa De La Parra, 1924.
Hijo del crítico teatral Guillermo Feo Calcaño, Iván Feo García había nacido en Caracas.
Iván Feo. De la serie «24 cuadros por segundo». Caracas, Venezuela, 2012: © Óscar Lucien
el 3 de marzo de 1947. Fue director de cine, guionista, productor, actor, publicista y profesor de la Universidad Central de Venezuela, donde llegó a dictar 44 materias. Según él, su trayectoria se resumía así:
Iván Feo.
Coleccionista de béisbol, taurino y operático.
Licenciado en Letras, UCV.
Profesor Jubilado de la Escuela de Artes, UCV.
Opositor al régimen a tiempo completo y dedicación exclusiva.
Ha hecho dos películas y media: Tosca, la verdadera historia (2001); Ifigenia, la película; y la media: País portátil, junto a Antonio Llerandi.
En realidad, también había hecho, con Llerandi, los cortos documentales Descarga y Se Mueve, sobre danza contemporánea, interpretada por el Grupo Contradanza de Hercilia López.
Para escribir esta nota volví a escuchar, por Youtube, el capítulo III del valioso podcast de Omar Mesones Voces del cine venezolano, dedicado a Iván Feo. Pensé tomar algunas notas sobre su infancia y adolescencia, y cuando vine a ver estaba enfrascada en la trascripción del audio, que dura casi una hora. Persistí hasta que consideré llegado el punto en que ya la vida de Iván se hacía pública y más comnocida. Llegué, pues, hasta que “el muérgano de Llerandi le dice: “Iván, por qué no hacemos una película?”. Harían tres, ya lo hemos dicho.
Aquí empieza la trascripción del podcast hecho por Mesones-Feo. Hago la salvedad de que toda trascripción implica una intervención, en la distribución de los puntos y las comas, en la omisión de lo que consideramos reiterativo, ya se sabe, pero aquí he tratado de reproducir la voz de Iván, su vitalidad, la vivacidad de su mirada. Empieza aquí:
Fui un niño feliz. Mi infancia es la casa en la que nací, de Urdaneta a Salón, detrás del Nuevo Circo, y el ambiente correlativo: los mercados populares que se hacían, las peleas de boxeo en el Nuevo Circo. Posteriormente, fui a la lucha libre, escondido de mi papá, de la mano de Lorenzo González Izquierdo.
Luego, el Conde este 10 sur 15, la calle que va al estadio de San Agustín, que no conocí personalmente. Mi infancia es Catia La Mar, a donde bajábamos por la Carretera Vieja, casi todas las semanas durante muchos años, en el Vauxhall negro de mi papá, que tendía a recalentar
Mi infancia es mi hermano Guillermo, el psiquiatra, el mayor, el serio, vomitando porque se mareaba y es mi mamá, esa mujer bellísima, extraordinariamente bella, a veces peleando con mi papá. Es la ópera los sábados, en la sala donde se lloraba siempre. Algo que de adolescente me llamó la atención: “Caramba, esperar los sábados para llorar”. Concluí que lloraban los sábados porque no querían llorar cuando hay que llorar; esto es, en cualquier oportunidad que lo merezca.
Ahora, ya viejo, bien viejo, tengo 75 años, hago una diferencia entre la nostalgia y los recuerdos valiosos. La nostalgia es un acto paralizante, pero valoro mucho las cosas que he vivido, las cosas que he sentido. Eso va desde una novia hasta un restaurante.
Hace como dos años fui al centro y descubrí que no existía el restaurante Rex, que me precedía por mucho, donde todavía te ponían botellita de agua con un papelito de estraza tapándola para que las moscas no se pararan; y, cuando pedías albóndigas con espagueti, te daban una especie de sábana [para ponérsela en el pecho y evitar manchas en la ropa]. Yo no lamento la pérdida del Rex. Yo lo que lamento es que no existan restaurantes que pueda pagar cualquier miserable niño como yo, que era un clase media-baja. Hoy ya no pueden hacerlo.
Mi infancia fue el cine Apolo y el Imperial. Hubo un par de años en los que yo fui todos los días al cine, porque el Apolo, que era un cine de segunda, que quedaba al lado del Imperial, frente a la plaza, cambiaba de película todos los días. Ahí vi las siete importantes películas de vaqueros que Bud Boetticher hizo con Randolph Scott. Y, luego, Sam Peckinpah hace esa monstruosidad de película que es “Duelo en la Alta Sierra” (1962), con Randolph Scott y Joel McCrea, viejos los dos, la película de vaqueros… Papá me iba a buscar al colegio de Los Caobos… y luego yo iba al cine. Costaba dos bolívares la entrada.
Al llegar el sábado, ya yo había visto cinco películas, pero ese día iba al Boyacá, que ya era un cine no solamente de estrenos, sino uno de los más bellos de Caracas, yo me sentaba en la fila J, asiento 106, que el centro del cine. También me gustaban mucho las películas de guerra. A los diez años, yo leía “Memorias de un venezolano de la decadencia” (José Rafael Pocaterra, 1927), en cuyo segundo tomo aparece mi abuelo con el seudónimo de Don Carlos y dice Pocaterra: “Don Carlos Ramón Feo…”. Mi abuelo sale, en el año 22, con Pocaterra… Suele decirse que uno siempre se inventa un personaje, como el tío de “Novecento” (Bernardo Bertolucci, 1976). En este caso no. Mi abuelo era un paquete de hombre, un tipo rarísimo, que estuvo en dos atentados para matar a Gómez (no es por lo que cae preso) y que, a la larga termina siendo muy amigo de López Contreras, quien hasta le regaló un revólver Smith & Wesson centennial, calibre 32, modelo Lemon Squeezer, que yo tuve el orgullo de portar y disparar una vez, escondido de mi papá, quien era el depositario del revólver y quien lo botó una noche.
Ese, el de mi abuelo, personaje me signó. Lo conocí cuando volvió de España, yo tenía como diez años, y le preguntaba cosas sobre el libro [de Pocaterra]. Mi papá me preguntaba: “¿Cuándo te leíste tú eso?
Mi papá [el ya mencionado crítico Guillermo Feo Calcaño] influyó en mí por su condición de artista. Papá lo era, a su manera. Yo diría que influyó más su gusto por la ópera, que puso en mi vida todos los sábados a una serie de personajes, como Fernando Gómez, el actor, mi tío Alberto Sarabia, Lorenzo González Izquierdo, relacionado con el cine. Yo tuve unos discos de cartón, que se grababan en un aparato que papá tenía, y eso se grababa con un micrófono, una cosa muy primitiva; y ahí había unos unos disquitos grabados en el año 51 (yo tenía cuatro años), donde está mi voz cantando Turandot, desde el «Popolo di Pekino! La legge è questa!» [primer acto] hasta el chanchán. No es que canto toda la ópera, pero papá, a propósito, como para demostrar y que se quedara grabado, grabó el principio, cosas en el medio, por supuesto el Non piangere Liù, hasta el final. A los cuatro años. Imagínate tú lo que lo que me metieron. Es una influencia muy grande.
Traté de emular el llanto de los sábado con mis amigos, pero fracasé porque no les gustaba la ópera. Yo había pasado de clase media-baja a clase media-media cuando me mudé al Marqués (del Conde al Marqués, que es al revés, pero, bueno…). Esa clase media-media no bailaba sino a Billo, Los Melódicos… a veces, Los Megatones de Lucho Macedo; y, por supuesto, esos tipos de la RCA, Tito Puente y Tito Rodríguez. pero para bailar salsa, tenías que irte a Guaicaipuro.
Mi infancia estuvo muy marcada por un extraordinario colegio, Los Caobos, de Miguelacho a Misericordia, que era de los hermanos Miangolarra, que era una familia vasca, católica y republicana. Un colegio extraordinario. Me protegieron. Yo diría que en exceso, porque cuando salí no tenía secundaria y me metieron en el América, que era un
colegio de una dureza… me costó adaptarme. El colegio América, estaba en San Bernardino, donde está la sede de la Universidad Nacional Abierta, tenía patotas serias, como La plata negra, dirigida por un muchacho de apellido Polo, Polo Montes; y yo me abrí camino porque no he sido valiente, pero tampoco tonto, de manera me dice amigos y la transité sin mayores problemas. Pero era ambiente duro el del bachillerato.
En la adolescencia fui muy mal estudiante. Mentí mucho. A mi papá nunca se lo conté, pero a mi mamá le dije un día: “Mamá, yo tenía dos boletas de calificaciones, la que me daban en el América, donde tenía todo raspado, y la otra, donde falsificaba tu firma.
Estudié en el América hasta el tercer año y después me fui al Altamira, donde conocí gente muy chévere, pero del que tuve que irme. Y me fui a ese maravilloso colegio que era
el Emil Friedman, que entonces estaba en El Pedregal. El profesor Friedman me protegió como lo habían hecho en primaria. Yo estaba cerca del comunismo y todos los días pintaba, en el patio de honor, una consigna: “Honor a las gloriosas guerrillas de Falcón”.
El profesor Friedman la mandaba a borrar y se dedicó a investigar quién era el responsable. Y un día, estando yo en clase, siento un golpe en el pescuezo. Era el viejo Friedman y me sacó del salón limpio (él nos pegaba a veces, solo a quienes les tenía afecto), y me decía: “Eres tú, eres tú el que está pintando”.
Entré a la Escuela de Letras porque yo me creía poeta, no escritor, poeta. Yo escribía cosas que parecían poesías, algunas de las cuales, desgraciadamente, fueron publicadas. No voy a dar detalles, porque algún tonto es capaz de meterse en la hemeroteca y buscar en
algún periódico tres cosas que me publicaron, para avergonzarme.
Yo he podido ser un buen arquitecto, un buen diseñador de casas… eso de relacionar a la intimidad con el espacio e inclusive con buen sentido volumétrico. Y hubiera sido, sin lugar a dudas, un buen psicólogo clínico. Yo me crié entre psiquiatras por mi hermano. Los conozco bien, desde los que daban electroshock hasta lo que termina siendo mi hermano,
que es una especie de gurú de la Gestalt, a quien que le mandan gente de afuera. Yo no hubiera podido pasar por una Escuela de Medicina, pero hubiera sido un buen psicólogo: soy muy imprudente, me gusta dar consejos.
Me metí en Letras muy ilusionado. El primer año no habían designado las aulas y entrábamos en el auditorio Santiago Magariños… ese fue el año en que Miguel Otero Silva decidió estudiar Letras con su hija Mariana. Yo iba de flux a la universidad. No todo el mundo lo hacía, pero todavía se estilaba.
La escuela de Letras fue muy mala. Fue una verdadera frustración. Yo llegué a decir, y lo mantengo, que esa escuela de Letras no solo era mala sino que perjudicaba tu gusto por la literatura. Baste decir que hice mis tres cursos de Literatura Venezolana y no llegué a estudiar poesía. No alcanzó, en esos tres niveles, a ver a Teresa De La Parra; y la poesía era el triste ausente de la Escuela.
No conocí en qué se transformó luego de la Renovación [Universitaria, 1969], donde participé y fue uno de sus dirigentes gritones. Ya yo me había convencido de que no era poeta y, definitivamente, que no era un poeta como el impresionante Eleazar León. De manera que, cuando llega la Renovación, yo no tengo sino resentimiento. Yo era un tirapiedra. Había gente a quien le interesaba a que la literatura se enseñara de otra manera, como Jaime López Sanz, el poeta Acevedo, Silvio Orta. A mí también me había interesado que la literatura se enseñara de otra manera, pero a aquellas alturas, lo que de verdad me interesaba era ajusticiar, cobrar venganza, con quienes me habían hecho perder tres años de mi vida. No digo que fuera mal en todo sentido. Conocí a Adriano [González León], hice amigos, como el propio Eleazar León, ¿pero los estudios?, por Dios, eso era basura.
Me gradué, con todas mis materias cursadas, nueve años después, con un guion sobre Otelo, la película que estaba tratando de hacer y no pude, y una separata sobre la maldad de Yago. Y me gradué por Secretaría.
Yo fui un niño comunista. Milité tres años en la Juventud Comunista, pero no quiero
hablar de eso. Era un niño. Yo entro a la Juventud Comunista en agosto del 64 y me voy en el 67, cuando entré a la universidad. No tengo nada de qué arrepentirme, pero tampoco tengo nada bueno que recordar de alguna gente que conocí ahí dentro.
“País portátil” surge como un oportunismo de Antonio [Llerandi]. Cuando me di cuenta de que no era poeta y ocurrida la Renovación, decidí irme pa’l carajo a estudiar Cine en España. Y en eso apareció ese muérgano que llaman Antonio Llerandi, que venía del Teatro Universitario, y por la calle del medio me dijo: “Iván, ¿por qué no hacemos una película?”.
El resto es historia de Venezuela, que pueden escuchar en el podcast.
Me permito incluir también esta entrevista, que le hice a Iván Feo en 2014.
El cine según… Iván Feo
Iván Feo es cineasta venezolano. Guionista, actor, productor, director de cine y profesor universitario.
En otras lides, además de director, ha estado en: La empresa perdona un momento de locura (1978), como actor. País portátil (1979), como actor y director. Ifigenia (1986), como guionista y director. Colt Comando 5,56 (1986), como actor. Macu, la mujer del policía (1987), como actor. Tosca, la verdadera historia (2001), como guionista y director.
Coleccionista de béisbol, taurino y operático.
–¿Qué estrella de cine persiste en su admiración desde su infancia?
–Randolph Scott, en cualquiera de los western que le dirigió Bud Boetticher. Duro, magro, vaquero de verdad. Nada que ver con Roy Rogers.
–¿Qué clásico del cine tiene ganada una reputación injusta?
–Toda la obra del Indio Fernández con Gabriel Figueroa como fotógrafo. El sumun del amaneramiento y el subdesarrollo. Incluyo aquí a Pedro Armendáriz, Dolores del Río, María Félix y Columba Domínguez (a quienes, fuera de esos filmes, daba gusto verlos).
–¿Cuál es la película que ha visto el mayor número de veces?
–West Side Story. 17 veces en salas de cine. La última vez, en el año 82, un miércoles en vespertina en el Teatro Caribe. El viernes siguiente estaba viendo el play en el Minskoff de NY y no salía de mi asombro: la obra de teatro era todavía mejor que la película.
–¿Cuál es el mal actor (o mala actriz) cuyas interpretaciones usted, sin embargo, disfruta?
–Kevin Costner en Danza con lobos: el bolsa perfecto (por cierto, buena película dirigida por el susodicho).
–¿Cuál fue la última película cuya proyección abandonó antes de finalizar?
–El hombre elefante, de David Lynch. No resistí. Too much para mí. Volví otro día, con arrestos suficientes para verla. Por cierto, una maravilla, una genialidad de Mel Brooks, quien la produjo.
–¿Qué es lo que en verdad no soporta en una película?
–Que me traten como bruto y me lo cuenten todo clarito y en orden como si fuera incapaz de leer metáforas, metonimias o símiles. En fin, me siento maltratado la mayoría del tiempo. Cuando vi Howards End, de James Ivory, estuve tentado de ponerle un email y agradecerle que me hablara así.
–¿Ha copiado alguna vez un modelo de vestido, un peinado, un gesto o una actitud de algún actor o actriz?
–Oh, sí. Me mandé a hacer (con un sastre barato de Los Teques) el flux negro con forro de satén morado y camisa también morada, de “Bernardo” en West Side Story. Mis amigos y yo (ellos con otras combinaciones de forro y camisa) nos trajeamos de los Sharks en más de una fiesta.
–¿Cuál es la película con la que más ha llorado?
–Las estaciones de nuestro amor, de Florestano Vancini. La vi en estreno, con una novia y lloré con la cabeza gacha como por veinte minutos. Me morí de la pena y otro día regresé a ver la película (sin ella, sin mi novia). Yo estaba a punto de dejar la militancia en la Juventud Comunista (clandestina) y la trama me crucificó.
– ¿Cuál es la película que más lo ha hecho reír?
–La fiesta inolvidable, con Peter Sellers. Comencé a reírme con los créditos iniciales y no paré durante toda la película. Salí del cine La Castellana y caminé hasta el cine Canaima, en Los Palos Grandes, y seguía riéndome. No podía coger el carrito por puesto para irme a la casa…
–¿Cuál es la peor película que ha visto en su vida?
–Cualquiera de Spielberg. Pero si tengo que escoger estaría entre Color púrpura y El imperio del sol.
–¿Se ha enamorado alguna vez de un actor o actriz?
– De buena parte de los actores y actrices de mis películas. Fuera de ellas, tengo una patología con Bernardette Petters.
–¿Qué parlamento de película suele citar en sus conversaciones?
–“Madre, no soy feliz…”. Se lo dice Guido (Marcello Mastroianni) a su mamá en un sueño, de los muchos de 8 y medio, de Fellini.
–¿Quiénes son la actriz y el actor que más admira en la actualidad?
–En comedia: Jon Cryer, Johnny Galecki, Kaley Cuoco, todos de la TV. En drama y en lo que sea: Michelle Pfeiffer, Denzel Washington, Robert Downey Jr., John Goodman, Joaquín Phoenix, Cate Blanchett, Nicole Kidman, Audrey Hepburn (quien no morirá). Tienen el don, lo saben, pero además trabajan duro.
–¿A cuál actor o actriz no le encuentra ningún atractivo… a pesar de que su pareja y/o amigos insisten en que es lo máximo?
–Clooney es tan malo como Kevin Costner, pero es el director y productor norteamericano más interesante de hoy día.
–¿Le han propuesto alguna vez que aparezca en una película?
–Trabajé para mis amigos en varias películas. Y me voy a proponer para trabajar en una próxima que voy a hacer.
–¿A qué estrella de cine suelen decirle que se parece?
–Recién, una amiga me dijo que era igualito a un personaje que hace Mandy Patinkin en la serie Homeland. Se refería no al físico sino a la actitud. “Es siniestro”, me dijo. “Se te queda viendo y tira flechas…”. Lo vi y algo hay, sí.
–Cuando se lleve al cine su vida, ¿qué genero preferiría? ¿quién le gustaría que la dirigiera? ¿qué actor le gustaría que hiciera su papel? ¿qué actores y actrices quisiera que estuvieran en los otros roles? ¿cómo empezaría la película y cuál sería la escena cumbre?
–Un musical. Que lo dirigiera mi hijo Andrés. Que estuviera protagonizada por Samuel Garnica y Rebeca Perich (dos maravillas jovencísimas del teatro UCAB). Podría comenzar con un niño que vocea, para vender, suplementos (comiquitas impresas) en la puerta de su casa en San Agustín del Norte, un día de mercado libre en el Nuevo Circo de Caracas. También podría comenzar en un partido de béisbol en el Estadio Universitario: al protagonista se lo lleva la policía después de una pelea…
–¿Qué película está ligada a su vida?
–West Side Story y 8 y medio. No puedo escoger.
–¿Cuál es la historia que el cine nacional debe filmar cuanto antes?
–Habrá tiempo para hacer una que nos revele en profundidad: una mezcla de There will be blood (Petróleo Sangriento), de Paul Thomas Anderson, y la obra de Ibsen Martínez, Petroleros suicidas.
–¿Cuál es la única razón por la que usted no es una estrella de cine?
–Vivo en Venezuela y no me dediqué a actuar. Seguro es por eso.
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