Hoy, 17 de agosto, se cumplen 20 años del fallecimiento de mi padre. Dudé mucho en escribir un homenaje personal a su recuerdo, porque siempre he escrito sobre política, excepto en contadas ocasiones y −esperando la comprensión de quienes me lean−, decidí que ésta sea una de ellas. Además, también conviene un “receso” por el ambiente borrascoso y de persecución a las ideas −a ciertas ideas− desde el 28 de julio. También por eso decidí aprovechar la ocasión, pues en tiempos de ignominia, conviene recordar los valores y ejemplos bajo los cuales fuimos criados.
La idea surgió hace unas semanas cuando, revisando carpetas y archivos, me encontré, sorpresivamente con unas cartas, respuestas a algunas suyas, todas correspondencias oficiales; unas de 1955 dirigidas a los consulados venezolanos, de Bilbao principalmente, arreglando sus papeles y los míos, para viajar a Venezuela; y otras de diciembre de 1956, cuando empezó su proceso de naturalización, ya en Venezuela. Mi padre y yo llegamos a Venezuela el 17 de febrero de 1956 y se nacionalizó muy rápido y tuvo la brillante idea de nacionalizarme a mí, ejerciendo la patria potestad, en cuanto pudo, cuando yo tenía unos 11 o 12 años y fue necesario sacar mi cédula de identidad; gracias a eso soy venezolano por nacimiento y hoy tengo doble nacionalidad.
La motivación.
Pero lo que más me motivó a escribir esta nota, en este aniversario de su partida, fue su recuerdo por unas cartas, anodinas, que encontré, que me llevaron a revisar otras que conservo de él; algunas dirigidas a mi cuando estudié mi postgrado en San Francisco, otras dirigidas a mi mamá, quien emigró a Venezuela seis meses antes que él y yo (a él como expresidiario político y por la edad, más de 35 años, no le facilitaron la salida de España), otras que consiguió mi madre en España, de las que él envió a mis abuelos y hermanas y, finalmente, algunas relativas a las distintas gestiones que hizo para recuperar su nacionalidad española y tener derecho a su pensión de invalidez, pues perdió un ojo ejerciendo su oficio en España, cuando aún era muy joven. Pero, nadie espere encontrar en estas líneas una cosa diferente al mero relato y recuerdo personal de un modesto y común ciudadano, que tuvo que emigrar huyendo de la sórdida España franquista, por creer en la República, la democracia −que era apenas una idea− y la justicia social; y que tuvo, como única norma de vida, el culto al trabajo y la rectitud personal como norma de conducta.
Escribidor y palabras.
Para alguien que como yo expresa sus ideas por escrito, semanalmente, las cartas que reencontré me recordaron la importancia que, para mí papá, tenían las palabras; las palabras escritas −porque no hablaba mucho−, la comunicación por carta, que exigía una paciencia que hoy no tenemos, aunque vivimos en un mundo de palabras y la palabra lo construye todo, como constantemente nos lo recuerda la extraordinaria escritora española, Irene Vallejo. Mi padre no fue un escritor, ni mucho menos, pero fue un notable “escribidor” que creía en la eficacia de la palabra escrita y tenía la firme convicción de que una carta, debidamente escrita, respetuosa y con firmeza, producía resultados, pues “nadie −decía− pone por escrito, a otra persona, algo en lo que no cree”.
Ajustador Mecánico.
Pero si no fue un escritor, sí fue un buen “escuchador”, un apasionado de estar bien informado y, sobre todo, un lector pertinaz. En mi casa siempre hubo libros y había un culto al libro, a la lectura, a estudiar. Aprender y leer, fue algo que hizo mi padre desde pequeño, en la precariedad escolar de alguna “aldea” asturiana, de las varias en donde nació, creció y vivió y en donde aprendió, bien y todo, lo elemental que brindaba la educación de la época: leer, escribir y las cuatro operaciones; lo suficiente para escribir con clara y bella letra y para leer lo necesario para convertirse −en la España de la preguerra civil− en un obrero especializado; porque eso fue mi padre inicialmente: un “ajustador mecánico”, que −como él mismo me explicó alguna vez− se ocupan de que las piezas y componentes que hacia el tornero, ajustaran adecuadamente en las máquinas o equipos a las que estaban destinadas. Ajustador mecánico, eso era mi padre; eso moldeó su vida, pues hombre y oficio se moldean mutuamente. Lo imagino en esa tarea minuciosa, detallista, ordenada, de ajustar una pieza, como lo vi después trabajando como contador, una vez que se jubiló de la empresa en la que trabajó y en la que comenzó como cobrador y llegó a ser el Gerente General.
La empresa de su vida.
Quizás vale la pena explicar lo que hacía esa peculiar empresa y referir cómo los simples ciudadanos, venidos de otras tierras en muy precarias condiciones, contribuyeron a crear este país, cuando no se hablaba de “emprendedores”. La empresa en la que trabajó mi padre, toda su vida, de ser una mediana empresa que se dedicaba a la venta de maquinaria y equipos de imprenta, a la muerte de su fundador y tras disputas familiares, redujo enormemente su actividad y una de las tareas a las que se dedicó, con cierto éxito, fue a comprar equipos de imprenta, que eran desechados por renovación u obsolescencia tecnológica en Estados Unidos, los reparaban, adaptaban y colocaban a crédito en las pequeñas imprentas de todo el país y en los modestos periódicos regionales y locales. Esa venta se realizaba con el único aval y fianza de la palabra personal, en la Venezuela de los años sesenta y setenta del pasado siglo, que aún no está tan lejano. Yo no sé si ese era un modo usual de hacer negocios en esa particular rama de actividad económica, pero a mí me parecía una proeza extraordinaria, en una época en la que no se ensalzaba como “emprendimiento” cualquier actividad.
La guerra civil.
Retrocedo ahora a la España de la pre y post guerra civil para explicar cómo la vivió mi padre, pues la guerra civil española lo encontró en el frente republicano, en Asturias, cuando solo tenía 18 años y comenzaba a aprender y practicar el oficio de ajustador mecánico, que ya comenté. No puedo decir que la guerra lo sorprendió del lado republicano, porque −según él mismo decía− “… la guerra sorprendió a pocos, se veía venir…” y él era un republicano convencido. Le pregunté una vez si había estado en el “frente” y con una sonrisa triste me contó que sí, que llegó a ir al “frente”, unos pocos días, al final ya de la guerra; que le entregaron un fusil con algunas municiones y un día lo apostaron, con otros jóvenes como él, en un parapeto para “contener” a los enemigos cuando se acercaban, numerosos y bien armados; el cerraba los ojos −me decía−, apuntaba hacia arriba, hacia el cielo, y disparaba: “…yo jamás podría disparar a otro ser humano…”, me explicó; los retiraron del “frente” y no volvieron; a los pocos días los “desmovilizaron”; después de todo, solo eran unos simples milicianos, civiles, y la guerra estaba terminando con el inminente triunfo de los nacionalistas, franquistas, alzados contra la Republica, y contra todo aquello que mi padre creía a sus veintitantos años.
De obrero a preso político.
Finalizada la guerra civil regresó a la “aldea” en que vivía, Logrezana, enclavada cerca de las empresas siderúrgicas asturianas entre Gijón y Avilés y continuo, entonces, aprendiendo su oficio de ajustador y comenzó a militar como joven en lo que fue la organización obrera que dio origen al PSOE; por involucrarse en actividades políticas, después de la guerra civil, fue apresado y condenado a prisión, en donde estuvo cuatro años, en diferentes partes del país, Sevilla, Guadalajara −creo− y finalmente Oviedo. Al salir de la cárcel, a mediados de los años cuarenta, conoció a mi madre y estaban arreglando la boda, cuando fue nuevamente preso, dos años más; esta vez en Oviedo, en mejores condiciones, pues mi madre lo podía visitar −cosa que hacia todos los días, en los que había visita− para llevarle comida, medicinas y ropa limpia. Ese fue parte del oficio y suerte de muchas mujeres españolas, cuyos hijos y esposos sobrevivieron a la guerra.
De preso político a “contador”.
Cómo mi padre paso de obrero a ser “contador”, de alguna forma explica el culto a la palabra escrita, a la correspondencia, en una época sin Internet y redes sociales, contando solo con un precario correo, vigilado por sus carceleros; pues en la cárcel, ya organizados como presos políticos y con algunos derechos respetados, les permitían tener reuniones y discusiones y mantener su disciplina partidista y estudiar por correspondencia. Mi padre, la primera vez, estudió contabilidad y el Alcaide de la cárcel, en la segunda oportunidad en que estuvo preso, enterado de eso, lo encargó de llevar la contabilidad de la comida y abastecimiento de los presos; así se hizo “contador”’. Con letras, con cartas, en la práctica en una cárcel, desarrolló un oficio que no pudo desempeñar en España, salvo en esa cárcel, llevando las cuentas de comida y otros abastecimientos de quienes, como él mismo, estaban presos; pero esa experiencia luego le sirvió en Venezuela para desarrollarse en la única empresa en la que trabajó toda su vida y cuando se jubiló, para continuar el oficio llevando la contabilidad de algunas pequeñas empresas, de familiares y amigos, por el resto de sus días, hasta que falleció.
Hallazgo de algunas cartas.
Había nacido en Cabranes el 25 de diciembre de 1918, en alguna localidad o caserío que nunca supe, de ese pequeño concejo de la Provincia de Oviedo, en Asturias, y falleció el 17 de agosto de 2004, en Caracas, el día del cumpleaños de mi madre, al final de un “cacerolazo”, en protesta por lo que suponíamos era el fraude del referendo del 4 de agosto de 2004. Después de “cacerolear” desde su ventana, simplemente se fue a recostar y allí se quedó, afortunadamente sin dolor ni sufrimiento, posiblemente a causa de alguna de las aneurismas, de las que padeció. Tenía 86 años.
Después de su muerte, ayudando a mamá a recoger todas sus cosas, me encontré con otras cartas −las de los abuelos que ya conté− y con algunas de sus “agendas”, donde todo estaba anotado minuciosamente; no eran un diario, pero casi. La última agenda fue como si, presintiendo su muerte, me hubiera dirigido una carta, para contarme todo aquello de lo que tenía que estar pendiente; por esa carta/agenda, con precisas anotaciones de ese año que corría, me enteré de las citas médicas de él y las que, para control, estaban pendientes de mi mamá; de lo que había en cada una de las cuentas bancarias −con las claves, que nos permitieron el acceso a ese dinero, para seguridad de mamá− de lo que estaba pendiente con las empresas a las que les trabajaba −nada−; y de las deudas que tenían con él algunas de ellas, que todas fueron honradas, como él las honró con su trabajo.
Culto a las palabras.
Desde luego es demasiado pretencioso hacer de cartas y agendas unas “piezas literarias”; reconozco que es solo un pretexto, nadie se va a ganar una mención literaria por cartas dirigidas a organismos y funcionarios públicos y anotaciones en una agenda; porque eso eran, simples cartas, minuciosamente escritas y explicadas sus razones y algunas precisas, pero detalladas, anotaciones en agendas que, como ya dije, ni siquiera eran un diario. Pero, ¿Es pretencioso decir que esas cartas eran su forma de reconocer su culto a la palabra, a la escritura? No lo sé ni lo creo, pero sí eran un espejo de su mente y su personalidad meticulosa, reservada y callada.
Quizás sin esas cartas puedo decir que hoy conocería menos a mi padre y solo puedo lamentar no haber hablado más con él, no haberle exprimido toda su experiencia de la preguerra civil, cuando era apenas un adolescente; su experiencia como militante político que lo llevó a la cárcel, seis años, como joven adulto; su experiencia y rutina en la cárcel, de la que conservo fotos y guardo en la memoria algunas anécdotas que me contó −y que algún día escribiré, para mis hijos−; lo que sintió cuando tuvo que dejar la misera España franquista, huyendo de persecuciones políticas, dejando atrás a sus padres −que no volvió a ver−, hermanas y sobrinos, a los que si logró ver años más tarde, cuando tras la muerte de Franco, decidió volver a España de visita, a reencontrarse con los recuerdos de esa vida que había dejado atrás, hacía muchos años. De España se trajo sus deseos de trabajar, sus valores republicanos, la minuciosidad del ajustador mecánico, la disciplina que le dejó la cárcel −que, como preso político, le enseño a confiar en los demás y sobre todo a escuchar y pensar− una boina negra que le duró poco y que después repuso y su pasión por el Real Madrid, que me trasmitió a mí y a sus nietos.
Conclusión.
Sé que es una fantasía, totalmente irreal e inverosímil, probablemente un deseo más personal y obsesivo que cualquier otra cosa; pero, como me gustaría conocer su opinión, acerca del actual gobierno socialista español, como viejo militante de una juventud obrera y socialista, cuya actividad política lo llevó a la cárcel y al exilio. Su opinión sobre Pedro Sánchez, sobre Rodriguez Zapatero, y sobre alguno de esos personajes como Juan Carlos Monedero, o como Pablo Iglesias homónimo del Pablo Iglesias Posse, quien fuera fundador del PSOE y a quien mi padre admiró a pesar de que falleció cuando él era muy niño. No creo que tuviera muy buena opinión de ninguno de esos personajillos de ópera bufa.
Descansa en paz, papá, donde quiera que estés; aunque nunca fuiste un creyente, yo sé que estás donde deben estar las buenas personas que pasan por esta vida, trabajando duro, dando ejemplo de principios y honradez a todos los que tienen cerca y sin hacerle daño a nadie.
Politólogo