Después de conocer la actitud del presidente saliente (y la entrante) mexicano respecto a la situación venezolana, me vino al recuerdo aquella frase de Benito Juárez, justo después del fusilamiento de aquel esperpento de monarca, Maximiliano I, un príncipe que los europeos intentaron imponer como emperador de México. La frase, más o menos, dice así: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Por supuesto, como todas las oraciones, esta tiene diversos significados según el contexto en el cual se pronuncia. Por ejemplo, hoy en día el respeto al pueblo venezolano pasa por el respeto a su Constitución. Pero, por lo visto en sus declaraciones, los mandatarios mexicanos la conocen poco porque asumen que hay un “Tribunal Electoral”, y no un Poder Electoral autónomo. Pero, bueno, son cosas que, se sabe, no ocurren por ignorancia. Además, hay algunos que la conocen muy bien e igual la irrespetan y pisotean.
La paz es una aspiración universal. A nivel personal, su búsqueda en forma de serenidad (“ataraxia” se dice en griego) fue convertida en tema filosófico por los estoicos. Se logro consistía en combinar, de acuerdo a las circunstancias, el coraje (o templanza) cuando las cosas podían depender de uno o la paciencia, cuando no, sino de los designios de la Naturaleza o de los dioses. De ahí, la tomaron los cristianos y la transmutaron en simple resignación o en efecto psicológico del perdón. Una forma de resolver una disonancia cognitiva o axiológica, dirían hoy los psicólogos. Otra cosa es la paz política.
Tanto es el prestigio de la paz, que las grandes frases (de las que son muy amigos los fanáticos de los memes, esos alienados de las redes, como diría el gobierno hoy, no cuando contrataron aquel batallón de “influencers”) abundan. Por ejemplo: la paz no es el objetivo, sino el camino, que se le atribuye a Gandhi. No podía faltar un criollo en esto de frases dedicadas a la paz. Por ejemplo, Gómez, el bárbaro constructor de nuestra modernidad, acuñó aquel lema de “Unión, paz y trabajo”, que pronto los terroristas de la época (apenas saliendo de la adolescencia, como los de ahorita) convirtieron en “Unión en las cárceles, paz de los cementerios y el trabajo de los presos en las carreteras”. Tan exitosa fue esa frase, que parece servir de inspiración hoy en día, con esa suculenta masa de zagaletones detenidos.
En realidad, la paz y el orden fue el lema de los positivistas del siglo XIX, junto otro término de mucho prestigio: progreso. Pero sigue teniendo vigencia para los gobernantes, sobre todo esos que saben que lo que hicieron está mal, saben que todos los saben, saben que los otros lo saben, pero, igual, lo siguen haciendo y metiendo presos a los que saben lo que ellos saben.
No me gusta citarme a mí mismo, pero hace unos meses escribí un artículo tratando de diferenciar el caso nicaragüense y el venezolano. Había un pasaje descriptivo que viene al caso en esto de los intentos de ciertos gobiernos de imponer la paz (de los cementerios) y el orden (pero sin ley…por ahora). Me refería a que la pareja tenebrosa Ortega- Murillo habían desarrollado un complejo tejido de leyes para garantizar aquello del famoso merengue de la Billo´s: “y me quedo yo solito”. Decía: “Un tejido de leyes represivas, aprobadas entre octubre y diciembre de 2020, “rigió” este desborde represivo que, entre otros objetivos, apuntó a las ONG, sindicatos, gremios y, por supuesto, partidos políticos (y a los propios excomandantes sandinistas). Ni siquiera la Iglesia Católica ha sido respetada. Varios curas fueron detenidos y expulsados. Los arrestos “preventivos” pueden legalmente durar 90 días. Se crearon delitos nuevos como “incitación a la injerencia extranjera”, “crimen de odio” y “ciberdelito”. Las condenas no solo incluyen largas penas de prisión o el destierro definitivo, sino también la desnacionalización, la pérdida de la ciudadanía (sí: como sugirió hace unos meses Idania Chirinos, del PPT judicializado)”.
Ha habido una evolución en Nicaragua desde aquel entonces. La monstruosidad se ve más fea todavía. Si bien el dúo dinámico de Nicaragua ha hecho estas barbaridades, hasta ahora, no se habían robado unas elecciones. Sí evidenciaron hace poco una metida de pata colosal, como fue ese de echar para atrás el proyecto histórico del canal, financiado por un billonario chino que, después que empujó a sus poderosos mandaderos a cambiar leyes, hacer redadas masivas de campesinos, indígenas y ecologistas, y demás, para destruir una inmensa fuente de agua dulce y un paraíso de biodiversidad en la columna vertebral boscosa del territorio nicaragüense, se devolvió con la excusa de que no había podido recoger suficiente financiamiento para hacer ese canal que, según la pareja superpoderosa, lanzaría a Nicaragua al otro siglo. Además, ya para Daniel su hermano agonizante, Humberto, comandante militar de la insurrección de 1978 para derrocar a Somoza, era un “traidor a la Patria”. O sea, la megalotimia se alimenta a sí misma.
En nuestra Patria también se ha venido formando un enrejado de leyes estilo Nicaragua: “contra el odio”, “contra el financiamiento de las ONG” y, ahora, “contra el fascismo”. Claro: no es tanto que se necesite. Se trata de una “transición”, pero “amorosa”, de una democracia a otra cosa “desagradable”, como dice Lula. Igual, la Constitución garantiza el debido proceso y se producen las desapariciones forzadas, la negación de defensores privados, la prisión sin sentencia y otras linduras. Pero digamos que esos textos son síntomas del mismo mal. Y allí descubrimos de nuevo ese culto a “la paz y el orden” positivista, de sabor gomecista. Por ejemplo, en el proyecto de “ley contra el fascismo” el artículo 2 establece como objetivo “garantizar el derecho humano del pueblo a la paz, la convivencia y la tranquilidad pública”. O sea, no basta la Constitución y las leyes existentes para garantizar lo que la Constitución ya garantiza. Además, ese derecho “a la paz” estaría por encima de la de la libertad de expresión, manifestación y organización. Hay que tipificar un delito, además de descalificarlo (o calificarlo) ideológicamente: “el fascismo”. Claro, no se refieren al mensaje lamentable por X de una politóloga amenazando con unos coñazos a fulanita o llamando a concentrarse a las puertas de una embajada para hostigar a los refugiados allí. Eso no es odio. Es puro amor. Tampoco es fascismo los llamados a sacar “a coñazos” a los opositores o la declaración de que no entregarán el poder ni por las buenas ni por las malas, en plena campaña electoral. Los fascistas son los otros, diría Sartre. All you need is love, diría Lennon.
No voy a detenerme mucho discutiendo el concepto de fascismo y neofascismo que expone ese texto legal, en discusión y segura aprobación en la Asamblea Nacional (menos mal que el recordado Néstor Francia no estará allí). Solo diré que mezcla elementos acertados y otros muy, pero muy distorsionados, y hasta falsos. Y eso no se resuelve con una bibliografía sobre el tema. Está claro que es una ley ad hoc para reprimir e insultar políticamente al mismo tiempo. O sea, darle una justificación a los verdugos para evitar sus problemas de conciencia a la hora de cometer atropellos, como es el caso e los fiscales detenidos porque no pudieron reprimir como es debido. Habría que emular a Wilhelm Reich, el mismo del libro de cabecera de muchos psiquiatras por ahí, y escribir una “Psicología de masas del fascismo tropical”. Como el alemán analizaba la familia autoritaria, patricentrada, alemana, para explicar la disposición autoritaria del seguidor de Hitler, nosotros tendríamos que empezar por analizar la familia matricentrada venezolana, con diversos padrastros o padre ausente, con mucha violencia doméstica, surgida de un primer embarazo cuando la chica tenía 14 años. Algo así como el análisis familiar que hacía el psicólogo del liceo cuando trataba a los abusadores escolares que ejercían su bulliying con placer de hacer sufrir al otro. Por supuesto, no creo que ese análisis da en el clavo para explicar la psicopatología que presenciamos.
Me parece más acertado el enfoque, entre histórico y estructural de José Natanson, “Venezuela como autoritarismo caótico” en la revista Nueva Sociedad (https://nuso.org/articulo/venezuela-autoritarismo-caotico/). Allí uno puede ver claramente como el autoritarismo no era fatal, sino resultado de diversos factores: respuesta a la estrategia extremista de la oposición (sucesivamente golpista, semi-insurreccional, abstencionista, intervencionista extranjera, etc.), predisposición por la tendencia hipercentralizadora y de “hiperliderazgo” (para no decir autocrática) de Chávez, la construcción de un bloque cívico- militar- policial tendiendo al pretorianismo y convirtiendo en una corporación con intereses mercantiles a las Fuerzas Armadas, simpatía con el desdén estalinista por la democracia representativa, etc. Eso lo arrojaría un análisis cronológico de las etapas de esa transformación de una democracia más o menos aceptable, a un autoritarismo que consiste en un estado de excepción cada vez más opresivo, ahora “instituido” por un entramado de leyes, siguiendo el ejemplo nicaragüense. Llegamos entonces a un modelo “madurista” que combina, por supuesto, el autoritarismo, el militarismo, el patrimonialismo (una especie de normalización de la corrupción que convierte los bienes públicos en bienes privados), un discurso “antiimperialista” que esconde un oportunismo geopolítico que busca nuevos “salvadores” en los contrincantes globales de EEUU y una demagogia que ni siquiera llega a ser como la de los populistas acostumbrados latinoamericanos. O sea, la regularización del Estado de excepción, con la consiguiente crisis de legitimidad y crisis política crónicas, con aislamiento internacional, además, que creará una mentalidad de fortaleza sitiada (o sea, paranoia inducida), con purgas sucesivas, porque todos los cercanos están en “estado de sospecha permanente”. Y el que no grita, pierde.
Me imagino que el ganador de cuentos de “El Nacional” se acordará todas las mañanas de aquel cuento de Monterroso, y cuando despierte ve cómo las elecciones sucedieron y las actas todavía estarán ahí.