Rafael Gallegos: Las estatuas de Guzmán Blanco, auge y caída

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En 1877 el presidente de Venezuela era el general Francisco Linares Alcántara, por obra y gracia del dedo del “hombre fuerte” Antonio Guzmán Blanco, que lo seleccionó para que le “cuidara el coroto” por dos años, mientras hacía realidad sus planes de disfrutar la buena vida en París, con su recién adquirida fortuna.

Linares Alcántara en lugar de conformarse con su rol de guachimán, decidió aplicar la “ley de la patada histórica”. Abandonó la tutela de su jefe y comenzó a pregonar las fallas de su gobierno.

– Vámonos Ana Teresa – le dijo Guzmán Blanco a su esposa cuando observó que la sumisa Venezuela se le venía encima – ya las gallinas comienzan a cantar como gallos.

No lo dudó, y apurando su viaje, se embarcó para Francia con su toda la familia. Con el tiempo se convertiría en parisiense por adopción.

Los antiguos aplaudidores al ver que ya Guzmán Blanco era un árbol caído, reconvirtieron el uso de la energía que utilizaban para sus genuflexiones y para comparar al caudillo con el Libertador. Los otrora sumisos diputados comenzaron a vituperarlo. Por otra parte, los comentarios del pueblo, ese mismo pueblo que lo había aplaudido hasta el delirio, ahora pregonaba:

– Es un ladrón

– Vive en París con lo que nos robó

– Y un autócrata

– Y que pariente del Libertador…

– Y ese abuso de hacerse estatuas

– Viva Linares Alcántara

– Que viva

La Convención Constituyente convocada por el presidente Linares Alcántara decretó el derribo de sus estatuas, así como la anulación de los decretos y títulos otorgados a Guzmán como “Ilustre Americano”, y “Autócrata Civilizador”.

Le tumbaron las dos estatuas que la hilaridad del vulgo había moteado: “El Saludante”, a la ecuestre colocada frente al Congreso, y  “El Manganzón” a la pedestre ubicada en la cima del Parque El Calvario, frente al sitio donde pocos años después se comenzaría a construir el Palacio de Miraflores.

Parecía que Linares Alcántara hubiera llegado a la cúspide de su gloria montado en los escombros de su ex jefe. Sin embargo, el destino o quién sabe si unas manos asesinas, le hicieron una jugada.

El presidente Linares murió en La Guaira, según decían algunos al ingerir un dulce de lechosa envenenado, el 30 de noviembre de 1878. Otros afirmaban que fue víctima de una pulmonía, y que de hecho, estaba convaleciendo en La Guaira. Envenenamiento por accidente, asesinato, o enfermedad, lo cierto es que su muerte fue muy oportuna para Guzmán Blanco. Al sol de hoy, no hay exactitud sobre el móvil de su fallecimiento.

El entierro del presidente Francisco Linares Alcántara fue multitudinario. Cuando el cortejo funebre del presidente, en una larga caminata hacia el cementerio, iba pasando en hombros de su gente frente al Parque El Calvario –en su entrada estaba la estatua de “El Manganzón” -, sonó un tiroteo y el gentío entró en pánico, comenzó a correr y dejó  la urna de Linares tirada en la mitad de la  calle.

El cadáver del presidente de la República – todo poder- quedó íngrimo y solo en el pavimento.  “Qué solos que tristes se quedan los muertos”- hubiera recitado el gran bardo Gustavo Adolfo Bécquer.

No faltó quien dijera que el tiroteo era obra de los partidarios de Guzmán Blanco porque el incidente sucedió cuando el entierro pasaba exactamente frente a la estatua del llamado por sus genuflexos “Ilustre Americano”. Tampoco escasearon los supersticiosos que aseguraron que los dioses o los demonios – vaya usted a saber- que protegían a Guzmán Blanco desde el más allá, habían provocado en el presidente Linares el castigo de la muerte prematura y como corolario, la humillación de su urna abandonada.

– Castigo de Dios

– Karma

– El demonio recibiéndolo en el infierno

– Castigo por traicionar al jefe

– Quedará solo por toda la eternidad

– El Ilustre Americano es muy poderoso en el mundo espiritual

–  Ave María Purísima

– Si así es estando en vida, ¿cómo será después de su muerte?

– El que se meta con Guzmán se seca

– ¡Zape!

Unas tres semanas después de la muerte del presidente, derribaron las dos estatuas de Guzmán Blanco, cumpliendo el mandato de la Constituyente. Los brujildos decían que el difunto Linares Alcántara se estaba vengando desde el más allá.

Sin embargo, la desaparición de Linares, aunada al vencimiento de su período, había creado un vacío de poder, que aprovechó Guzmán Blanco, quien regresó de París y ejerció la presidencia en un período que se conoce como El Quinquenio.

Los mismos que propiciaron la destrucción de las estatuas, ahora en su rol de aduladores – parece una constante en nuestra historia- mandaron a hacer réplicas al “Manganzón” y al “Saludante” para colocarlas en el mismo sitio. Es más, agregaron otra estatua ecuestre en la plaza frente a la Casa Guipuzcoana en La Guaira.

Seguramente, cuando Guzmán Blanco estaba de regreso a la Casa Amarilla, los mismos que aplaudieron la tumbada de las estatuas, hubieran estado felices si hubieran podido pegar sus pedacitos.

Pero cuando años después se dio la salida definitiva de Guzmán en 1888, las nuevas estatuas fueron “tumbadas” y arrastradas por el piso, por el mismo pueblo que un día lo aplaudía ¿Qué tal?

A la caída de los monumentos la sorna popular se manifestó en versos:

… ¡Salve! ¡Salve! Saludante

¿Qué se hicieron tus coronas?

Me las han vuelto moronas

Los malditos estudiantes.

Sobre mi dorso subieron,

Me insultaron, me escupieron

Y me dieron bofetones…

Cinco estatuas le erigieron los jaladores a Guzmán Blanco en sus cumbres de poder. Y cinco estatuas le derribaron. Historias de nuestra historia.

 Todo pasa y todo queda, porque lo nuestro es pasar.

 

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