La comprensión de la comunidad política tiene su origen en la voluntad de los hombres a establecer un contrato para organizarse y definir el tipo de régimen que deben legitimar en su cotidiana relación interpersonal. Diversos filósofos se han preocupado en explicar esa compleja y dinámica forma de convivencia humana con miras a formular modelos de gobiernos orientados a la paz social, prosperidad económica y bienestar colectivo.
Uno de esos grandes teóricos es John Locke, pensador inglés y autor de una exquisita obra titulada “Ensayo sobre el gobierno civil”, de obligatoria lectura en todo dirigente político o ciudadano preocupado por los cambios en democracia. Si de algo debemos tener claridad es que la filosofía política es un interesante campo que nos ayuda a encontrar respuestas a diversas inquietudes en torno a la conducta despótica de los gobernantes y en las consecuencias nefastas que sus decisiones tienen sobre las condiciones de vida de la gente.
De acuerdo a Locke, el entendimiento correcto del poder político reside principalmente en la naturaleza humana. El hombre es un ser con perfecta libertad para ordenar sus actos y disponer de si mismo y de los bienes dentro de los límites de la ley natural, sin depender de la voluntad de otra persona. Su estado natural es de igualdad donde “todo poder y jurisdicción tienen reciprocidad, sin que al uno competa más que al otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de las criaturas de la misma especie y rango, revueltamente nacidas a todas e idénticas ventajas de la naturaleza, y al liso de las mismas facultades, deberían asimismo ser iguales, cada una entre todas las demás, sin subordinación o sujeción” (Locke, dixit).
En el pensamiento de Locke la ley natural consiste en un conjunto de reglas de la naturaleza que gobiernan la conducta humana y que pueden ser descubiertas con el uso de la razón. Para él “todos los individuos tienen una racionalidad implantada por el mismo Dios mediante la cual pueden discernir entre el bien y el mal y cuyo primer y fuerte deseo es el de la auto-preservación y el de preservar a la humanidad de dañar a otro”. Pues, la vida, la libertad y los bienes son propiedad de toda persona, en tanto son derechos irrenunciables. La ley natural está arraigada en el corazón de los hombres y obliga a todos sobre cualquier ley positiva (creada por el Estado), aunque existan algunos que no quieran regirse por ella.
Sin embargo, advierte el autor que este estado de la naturaleza del hombre no es de licencia. Por más que el hombre goce en él de la libertad plena a decidir y disponer de su persona y bienes, no es libre de destruirse ni de afectar a los demás. Se le está impedido de afectar la convivencia social y debe someterse a la ley natural que lo gobierna. “El hombre no debe dañar a sus semejantes ni perturbar la paz entre todos porque es hechura, al igual que los demás, del Creador todopoderoso e infinitamente sabio”.
Al respecto, Locke destaca que “para que, frenados todos los hombres, se guarden de invadir los derechos ajenos y de hacerse daño unos a otros, y sea observada la ley de la naturaleza, que quiere la paz y preservación de la humanidad toda, la ejecución de la ley de la naturaleza se halla confiada, en tal estado, a las manos de cada cual, por lo que cada uno alcanza el derecho de castigar a los transgresores de dicha ley hasta el grado necesario para impedir su violación”. De esa manera, en el estado natural el hombre consigue el poder sobre otro, más no poder arbitrario o absoluto para tratar al transgresor, cuando en sus manos lo tuviera. Lo sancionará con tranquila razón y conciencia de acuerdo a la proporción de su daño. De esa manera debe ser castigado.
En vista de que algunos hombres desgraciadamente no se ajustan a la ley de la naturaleza y pretenden despojar a otros de sus propiedades, el “estado de la naturaleza” degenera en un “estado de guerra”. Ante tal situación, Locke sostiene que los hombres se ven obligados a realizar un pacto mediante el cual se constituye la comunidad política, regida por un gobierno civil. Este último actuará como juez y protegerá los derechos preexistentes e irrenunciables como la vida, la libertad y la propiedad. Su poder se deriva del consenso de los gobernados, quienes legitiman una institución garante de los preceptos de la ley natural y la razón.
Esta propuesta del gobierno civil en el pensamiento lockeano es clave para comprender nuestra realidad política porque en el estado de la naturaleza los hombres pueden realizar promesas, pero ningún pacto es más eficiente para poner fin a ese estado natural entre los hombres que aquel por el cual acuerdan entrar en una comunidad y constituir un solo cuerpo político. Así se crea la sociedad política mediante un contrato y se da vigencia a un gobierno civil como agente de esa sociedad. Por tanto, ese gobierno queda subordinado a la sociedad y ésta al individuo.
En esa relación contractual se constituye la república. El poder político se sustenta en ese contrato de los miembros de la sociedad, el cual no es un acuerdo verdadero porque los hombres no se someten al gobierno sino que tienen una relación de confianza con él. Pues, ningún contrato bajo coacción es válido y su vigencia va a depender de los acuerdos o consenso al que llegue la mayoría. Por eso Locke va más allá y plantea el derecho a la resistencia o rebelión ante un gobierno tiránico que incumpla lo pactado. Plantea que “el gobierno se disuelve cuando el legislativo o el monarca actúan traicionando la confianza que se depositó en ellos, revirtiendo el poder a la comunidad que establecerá un nuevo legislativo y ejecutivo”.
En su hilvanado análisis Locke concluye que el pueblo se rebelará solamente en el último extremo, cuando haya agotado todos los mecanismos contemplados en el pacto acordado. Sostiene que la principal causa de la rebelión ciudadana no recae en “la insensatez gratuita de los pueblos de acabar con sus gobernantes”, sino en “los intentos de estos últimos de obtener y ejercer un poder arbitrario sobre sus pueblos”. Esta precisión es clara porque el pueblo termina cansándose de sus opresores. “El que atropella por la fuerza los derechos del pueblo y se propone acabar con la constitución y con el aparato de cualquier gobierno justo es, a mi juicio, culpable de haber cometido el mayor crimen de que un hombre es capaz”. Así concluye su relevante ensayo John Locke que debe servir para la reflexión a nuestros apreciados lectores. Por cierto, el pensamiento lockeano fue recogido por los constituyentistas venezolanos en 1999 y quedó plasmado en el último artículo (el 350) de nuestra constitución.
Politólogo y profesor de la UDO – Núcleo de Sucre