Brasil es fundamental en la resolución del laberinto de Venezuela y Lula, que preside el país por tercera vez y que pretende intentarlo una cuarta en 2026, no puede perder esa batalla. Al mismo tiempo, en este momento se encuentra más bien atrapado en el conflicto. Su partido de izquierdas, el PT, se precipitó y reconoció enseguida la victoria de Nicolás Maduro. Lula se quedó con las manos cogidas. Dijo que él no era el líder de su partido, pero tampoco tuvo la fuerza para enfrentarse al líder venezolano. Llegó a decir que Venezuela tiene un “régimen desagradable”, después que “no es una dictadura” y ya había anticipado a Maduro, en persona y antes de las elecciones, que “la democracia es relativa”. ¿Un enigma?
Lo curioso es que a Lula le gustan los vuelos altos. Hasta Brasil se le queda pequeño. Quiso siempre ser un sujeto de la geopolítica mundial. Nada más ganar por tercera vez la Presidencia de Brasil intentó enseguida ser el mediador de la guerra entre Rusia y Ucrania y más tarde en el conflicto de Israel contra Gaza. Da haberlo conseguido, seguramente habría conquistado su tan deseado Nóbel de la Paz.
Lula ha llegado a más: pretende ser protagonista y moderador de una nueva hegemonía mundial adentrada no ya en los Estados Unidos y la Europa Unida, sino en el grupo China, Rusia, Irán. Brasil, el quinto mayor territorio del mundo y su papel clave en América sería, según el exsindicalista es fundamental en el nuevo equilibrio mundial.
Quizás por ello la crisis político social de Venezuela y el embrollo de las elecciones le está costando tanto dolor de cabeza le pone nervioso y preocupado. El líder brasileño sabe que sin poder contar con una Venezuela democrática, su política de una América del Sur rica y democrática y hasta con una moneda común se le desmorona. En su situación actual, incapaz de ser el árbitro de paz ante su amigo Maduro para devolver las libertades democráticas al gigante del petróleo de América Latina, acabaría con las manos atadas para nuevos vuelos de geopolítica mundial.
Es cierto que vivimos en un momento de política movedizo, de transición, donde hasta los instrumentos de la vieja democracia y de las clásicas y ya con herrumbre de los organismos internacionales se están quedando trasnochados e ineficaces. Necesitamos de nuevos líderes y de nuevas instituciones más ágiles, capaces de analizar y desmadejar los nuevos y a la vez peligrosos polos de poder mundial, así como la creación de nuevos centros de diálogo. Y es que los antiguos aparecen cada día más incapaces de dirimir los conflictos inéditos que están levantando la cabeza en el horizonte geopolítico mundial.
No es fácil analizar esa crisis geopolítica que nos agarrota, aunque es curioso que desde hace siglos, hasta los Evangelios cristianos nos alertaron que no es posible “colocar vino nuevo en odres viejos”. Y es que vivimos un momento en el que todo envejece rápidamente. Buscamos afanosamente como huir de los viejos conceptos de tiranía y libertad en la política y en las religiones y sigue vivo el adagio griego: “Todo se mueve, nada está parado”. Y con miedo a lo nuevo nos arropamos en viejas ilusiones.
La nueva luz de la modernidad parece ofuscar nuestros ojos y surgen las nostalgias de los viejos candiles de carburo. De nada servirá, sin embargo, porque la Tierra continuará girando y hasta la noche es ya presagio de nueva luz. Y es justamente ese emperramiento en querer encajar la modernidad en viejos clichés como la vuelta a los conceptos de izquierdas y derechas, de fe y de ateísmo, lo que nos deja escépticos y perplejos.
Por volver al ejemplo en Brasil, el conflicto hasta personal de Lula con el problema venezolano se le está atragantando. Creyó que podría ser el árbitro de la pelea usando los métodos de la vieja política y no le salen las cuentas. No le funciona quizás porque no siguió el viejo consejo del judío revolucionario, Jesús, de “no echar el vino nuevo en cántaros viejos”.
Brasil y el mundo le debe mucho a Lula, de origen pobre, sin estudios, que fue capaz de liderar las grandes huelgas sindicales y de colocar a Brasil en la atención del mundo, pero sigue atrapado en la crisis venezolana porque no fue capaz en su partido, que llegó a ser el mayor de las izquierdas de América Latina, de injertarle sangre nueva, jóvenes capaces de renovar el partido y de conectar con la nueva política. Denme sino los nombres de jóvenes significativos y modernos presentes en el partido capaces de conectar con naturalidad, sin espantos ni miedos, en la nueva realidad de un mundo en convulsión. No los hay, y los pocos que hubo en el pasado se fueron al no encontrar espacio para ellos.
Si un día, en la sociedad rural, la sabiduría se atribuía a los ancianos por su experiencia, hoy son nuestros nietos, nos guste o no, los maestros de la era digital y de todo lo nuevo que está naciendo. Guste a no a los viejos políticos, serán los jóvenes, así como los nuevos organismos mundiales que ellos podrán crear, quienes nos marquen las agujas del tiempo presente, nos guste o no.
Nuestro pecado es que con miedo a lo nuevo nos arropamos en lo viejo que es ya pura ilusión. La luz fue inventada hace siglos, pero en la política seguimos embrollados en las viejas oscuridades. La nueva luz de la modernidad parece herir nuestros ojos y surgen así las nostalgias de los viejos candiles de carburo.
Y es justamente ese emperramiento en querer encajar la modernidad, en viejos clichés, como la vuelta a los conceptos de izquierdas y derechas, fe y ateísmo, lo que deja hoy, empezando por los políticos mejores, inquietos y perplejos. Necesitaríamos desempolvar, empezando por la política, la vieja sabiduría bíblica, del “hágase la luz y la luz se hizo”.