En los aciagos días de la Segunda Guerra Mundial, Borges comentó, en relación a los seguidores argentinos del bando perdedor, a los adoradores de los nazis y de su ídolo absoluto, Adolfo Hitler, que tan extraña conducta solo podía explicarse a través de la curiosa propensión de ciertos individuos a identificarse con el mal.
¿Qué lleva a algunas personas a adherirse a cuanto de torcido, despreciable o cruel puedan mostrar comportamientos y actitudes humanas; a admitir lo inadmisible? Coincido con Borges: acaso exista un lado oscuro en determinados individuos, una propensión a solidarizarse con el mal e, incluso, admirarlo; secuela, quizá, de anomalías personales o, simplemente, de una cruel estupidez; extrañas formas de identificación entre una personal abyección y una abyección colectiva, proyección de íntimas miserias sobre multitudinarios extravíos…
Se me ocurre que esa anómala tendencia está destinada a pagar un precio: la faz del admirador condenada a reflejar su equivocada elección. Algo de esto pareciera resonar en lo que pretendió comunicar Oscar Wilde en su célebre novela El retrato de Dorian Gray. Todos los errores, excesos y miserias de los que había sido capaz su personaje principal, estaban destinados a reflejarse en su alma, y el verdadero rostro de esa alma destinado a mostrarse en un retrato de Dorian, elaborado en sus años juveniles. Pienso, así, en la desoladora fealdad, exacerbada por expresiones de mezquindad y miseria, de tantos y tantos personajes seguidores y beneficiarios de totalitarismos inhumanos e injustos. Una imagen entre millares: el alguna vez esbelto aviador, héroe de la Gran Guerra, Hermann Göring, transformándose, a medida que su tiempo transcurría junto al führer adorado por él y por casi todos los alemanes, en pantagruélico esperpento de abotagado rostro, enfundado en muy coloridos uniformes y adornado con toda clase de ornamentadas condecoraciones.
Sin duda, el poder corrompe. Y la corrupción del poder tiende a reflejarse en el rostro de los lacayos del poder, siempre dispuestos a vender hasta el último adarme de su dignidad a cambio de profusas dádivas. Acaso sea éste uno de los más humanos efectos de la abyección: es imposible que el mal no se visibilice en quien ha elegido apoyarlo.
Toda elección humana tiene sus consecuencias. Nadie escapa a sus decisiones. Éstas lo acompañarán por siempre. Y, así, todo aquél que haya decidido defender lo indefendible, adular lo despreciable, ensalzar lo degradado, se verá condenado a mostrar al mundo, al tiempo que lo rodea, a la posteridad que lo recuerda, la faz de su personal miseria.