Yoani Sánchez: El virus de Oropouche llegó a las casas cubanas

Compartir

 

Hace unos meses ni siquiera sabíamos cómo pronunciar su nombre, pero el virus de Oropouche se ha convertido ya en un invitado indeseado de las casas cubanas. En el barrio donde vivo, en La Habana, cada día nos enteramos de algún vecino que se ha recluido por las altas fiebres y el decaimiento. Casi siempre son ancianos que viven solos, porque sus hijos y nietos han emigrado; casi nunca van a los hospitales a recibir tratamiento.

Después de meses de escamotear los números, recientemente las autoridades cubanas han asegurado que, hasta inicios de agosto, se han reportado más de 400 contagiados con el virus de Oropouche en todo el país. La declaración oficial, sin embargo, no menciona la alerta emitida por Estados Unidos para los que viajen a la Isla. El reporte de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), pide a los visitantes extremar las precauciones.

Pero más allá de las estadísticas y el turismo, el Oropouche se está convirtiendo en el puntillazo a una situación epidemiológica que se deteriora cada día más. Mientras las montañas de basura crecen en las calles, debido a la falta de combustible y de vehículos para acarrearla, el agua se ausenta por el deterioro de los equipos de bombeo y las innumerables roturas en las tuberías de distribución. La falta de higiene conviene tanto a los roedores como a otros vectores, al estilo del mosquito Culex, principal transmisor del virus en Cuba. Una alarmante tormenta sanitaria está en marcha desde hace meses.

La mayoría de las personas que comienzan con síntomas no recurren a un centro sanitario. Entre la población cubana se ha extendido la opinión de que los hospitales carecen de los insumos necesarios para tratar muchas patologías, cuentan con cada vez menos especialistas debido al éxodo masivo que atraviesa el país y sus instalaciones padecen de una higiene tan menoscabada que puede redundar en mayores contagios. Buena parte de los enfermos prefieren quedarse en casa o apelar a prácticas que tienen más que ver con la superstición que con la ciencia.

El efecto más dramático de esa mezcla de crisis y suspicacia es el deterioro de la calidad de vida, un posible aumento de la mortalidad y el avance del consumo de fármacos del mercado informal que no pasan por los controles de las entidades sanitarias. Se extiende la creencia de que, en temas de salud, cada cual debe ingeniárselas por su cuenta. Los familiares en el extranjero sufragan de su bolsillo desde el hilo de sutura para una cirugía hasta los analgésicos o los antibióticos. El régimen que alardeaba de tener uno de los mejores sistemas de Salud Pública del mundo apenas cuenta ya con sus campañas de propaganda y sus titulares altisonantes para mantener la pantalla internacional de potencia médica.

A una vecina de mi barrio ya le han cedido las fiebres y el malestar del Oropouche, pero ahora no tiene agua para bañarse o lavar su ropa. El virus de la crisis parece que dura mucho más.

 

Traducción »