Interrogada sobre el impacto que sus duras políticas de restructuración neoliberal tendrían sobre la sociedad, Margaret Thatcher, la ídola de Javier Milei, ofreció una respuesta notable por su radicalidad. «La sociedad no existe», dijo desafiante ante el asombro de la periodista. «Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias. Y la gente tiene que preocuparse primero que nada de sí misma».
Al responder de esta manera, Thatcher develó el secreto que muy pocos teóricos libertarios están dispuestos a revelar: la reafirmación de una concepción atomística de la sociedad que, en la vida práctica de un Gobierno, equivale a la destrucción de todas las mediaciones institucionales y estatales que permita aventar el riesgo hobessiano de una sociedad en donde hombres y mujeres se convierten en lobos que se devoran entre sí. Tal cosa sería la concreción histórica de un contractualismo radical concebido en clave hiperindividualista y egoísta cuyo desenlace no puede ser otro que la desaparición de la sociedad, reducida a la sumatoria de un infinito número de átomos individuales que solo se relacionan por el gélido intercambio mercantil. La idea misma de un «bien público» o una «felicidad colectiva», presente en la obra de Adam Smith y con resplandores todavía fuertes en los utilitaristas ingleses del siglo XIX, es reemplazada en la tétrica metafísica de los libertarios por una concepción en la cual la misión excluyente del Estado es diseñar políticas que faciliten la prosecución de los intereses individuales y en donde prevalezca el más fuerte, todo esto como un prefacio a la propia disolución del Estado, el sueño que acaricia con fervor el autopercibido topo que habita en la Casa Rosada.
La sociedad se convierte en una nebulosa entelequia que solo adquiere cierta realidad en algunos de esos momentos de vida «intensamente colectivos», como lo anotara Antonio Gramsci. Solo que este se refería a coyunturas críticas, prerrevolucionarias, mientras que para los libertarianos esa vivencia de lo colectivo, de lo primordial y tribal como diría Vargas Llosa en La llamada de la tribu –para una crítica de la obra política del novelista peruano ver mi El Hechicero de la Tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en Latinoamérica– se reduce a acontecimientos siempre acotados en el tiempo como alguna festividad patriótica, algún gran evento deportivo o cualquier otro, susceptible de convertirse en un espectáculo. O, ¿por qué no? a su efímera irrupción ante una catástrofe o un atentado terrorista. Pero una vez cerrado este breve paréntesis, la vida en el capitalismo libertariano se desenvuelve en medio de una selva en donde las y los individuos pugnan por sobrevivir a las implacables presiones y exacciones de los mercados.
La funesta misión del Gobierno es impulsar con sus políticas la disolución de la vida social para que reinen los mercados, mientras contempla con satisfacción –nótese la sonrisa complacida del presidente cuando anuncia despidos masivos que condenan a miles de personas a la pobreza y la indigencia– los desesperados esfuerzos de las clases y capas populares para sobrevivir al naufragio.
Cada cual tiene que defenderse solo: el exacerbado individualismo producto de largas décadas de taladrar cerebros desde los medios hegemónicos y las redes sociales hizo que en ese deprimente clima cultural a las víctimas ni se les ocurra pensar en estrategias colectivas para resguardarse de la insaciable voracidad de los mercados. Estos actúan como Shylock en El mercader de Venecia», y reclaman furiosos su libra de carne aún a costa de la vida humana, como ya está ocurriendo en la Argentina en donde las víctimas mortales del tanático delirio libertario suman ya varios centenares tan solo por falta de medicamentos esenciales. En este escenario, los condenados apelan a la esperanza, que es la pequeña pero inconducente puerta de escape de la resignación. Por ahora.