La distancia del exilio realza la memoria de los antepasados. Y en esas sombras trasluce la figura de mi bisabuelo materno Francisco Gutiérrez. Es un gigante descalzo de barba encrespada, que sopla una concha marina al alcanzar la ronda de Masatepe para anunciar su llegada, detrás de la recua de mulas cargadas de zurrones de cal.
Ha andado leguas aquel día del año 1867 desde los páramos de San Rafael del Sur en la costa del Pacífico, subiendo por los contrafuertes de la sierra, hasta alcanzar la meseta. En el pueblo faltan casas por construir, y muchas muestran la armazón desnuda de sus paredes de taquezal. Pero ahora se empeña en soplar con más fuerzas porque quiere que la mujer a la que pretende oiga su aviso, mi bisabuela María Silva.
Dejé en Nicaragua en mi archivo familiar su retrato de casados, cada vez más borroso, como si sus imágenes se empeñaran en entrar en el agua amarilla del olvido. A él se le ve reposado y feliz, vestido de saco, y descalzo. Los grandes pies rajados por la cal reclaman el primer plano. Sentado a sus anchas en la butaca, le extiende la mano a la esposa, de trenzas y larga pollera.
Huérfana solitaria desde los 15 años, María lo detuvo una tarde para preguntarle por el precio de un zurrón de cal que quería para enjalbegar las paredes ya sucias de años. Tras la compra, y sin que nadie se lo pidiera, él mismo se quedó hasta el anochecer entregado al trabajo de encalar la casa con un hisopo de escobillas arrancadas al cerco.
La peste del cólera de 1857 se había llevado a toda la familia de María, comenzando por los hermanos más pequeños, la misma peste que diezmó a los ejércitos centroamericanos en guerra contra los filibusteros de William Walker. Los cadáveres eran acarreados en carretas a las fosas comunes, y hubo decenas de casas que quedaron desiertas, con las puertas de par en par. Algunos, tomados por muertos, salían de las zanjas y regresaban, revividos por los aguaceros.
De nada le había servido a mi tatarabuelo barricarse junto con su familia, la bodega llena de provisiones, dentro de la casa de altas gradas, alzada en lo hondo de la vasta finca que entraba con sus arboledas en las goteras del pueblo. La casa se fue despoblando con cada viaje de las carretas funerarias, y a él le tocó irse en el último.
María se quedó entonces sola en las estancias que con sus muebles y utensilios intactos parecía esperar el regreso de sus habitantes. Se acostumbró a la soledad, y cuando el vendedor de cal la encontró 10 años después, era ya una mujer muy dueña de sus actos, capaz de bastarse sola para manejar la heredad.
A Francisco la boda lo alivió de seguir caminando distancias con su recua, y lo alivió también de sus accesos de tos febril, siempre respirando aquel veneno blanco de los socavones de las caleras al cargar los zurrones. Y ya casado, se dedicaba en la casa a oficios menores, tejer el junco de los asientos, reparar algún cerco, vigilar que los insectos no invadieran las jicoteras, bajar por agua a la laguna de Masaya, un antiguo cráter volcánico a media legua del pueblo, y aprovechar entonces para darse un baño, desnudo su cuerpo de gigante flotando en la superficie quieta mientras las lavanderas aporreaban, lejos, la ropa sobre las piedras.
A escoplo marcó los espaldares de las sillas del mobiliario de la casa con el nombre Francisco Silva, olvidándose así de su propio apellido y adoptando el de la esposa acaudalada. Mi bisabuela María simplemente siguió al mando, como desde hacía 10 años, y agregó una obediencia más, que fue la del marido forastero.
Tuvieron cinco hijas mujeres, conocidas todas como las niñas Silva, una de ellas mi abuela Luisa, todas con prestigio de hacendosas y recatadas, y además, distinguidas, fama esta última que se habían ganado, según mi madre, porque no salían a la calle, sino era a la iglesia, o a los velorios, y de esta manera en el pueblo las veían poco.
Dentro de la propiedad se cosechaba, se fabricaba y almacenaba todo. Café, caña de azúcar, maíz, plátanos, cítricos y jiquilite, la planta del añil. Había una muela de piedra para moler almidón, pilas para el añil teñidas de azul, un trapiche de torno movido por un burro, una rueca para devanar las mechas de las velas de cebo.
Y las niñas Silva sabían coser la ropa a mano a falta de máquina, fabricar las velas, castrar la miel de los jicotes y preparar los panes de cera, elaborar vinagre de guineos negros, tostar y moler el café, amasar y hornear el pan en el horno de panal.
A aquella casa se presentó un mediodía del año 1900, sombrero en mano, mi abuelo Teófilo Mercado, a pedir la mano de Luisa, la más callada y recatada de las hermanas.
Escritor y premio Cervantes. Su último libro publicado es El caballo dorado (Alfaguara).