Las campañas electorales estadounidenses siempre traen incertidumbres y sobresaltos, pero probablemente pocas veces tanto como esta. Desde los vaivenes judiciales y el atentado contra Donald Trump al repentino cambio en la candidatura demócrata de Joe Biden por Kamala Harris, el mundo entero observa el día a día de esta campaña como si le fuera la vida en ello.
El resultado final de las elecciones del próximo 5 de noviembre no solo será decisivo para el futuro de Estados Unidos sino también para el resto del mundo. En el pasado, los pilares de la política exterior estadounidense apenas variaban entre candidatos republicanos o demócratas pero la situación no puede ser más distinta hoy. El único punto en común entre ambos partidos es la animadversión hacia China. Desde la política de brazos abiertos de la Administración de Bill Clinton al giro —aunque dubitativo— de Barack Obama, tras el anuncio de virar la política exterior hacia Asia, Trump llegó como un elefante en una cacharrería creando barreras a China por doquier, con aranceles a las importaciones y controles a las adquisiciones de empresas americanas por parte del capital chino. Lo más asombroso de todo es que Joe Biden, tras ganar las elecciones de 2020, no solo no volvió a la posición ambigua de Obama respecto a Pekín sino que redobló las políticas de Trump para contener a China, con un nuevo aumento de los aranceles a la importación y limitando el acceso de las empresas chinas a la tecnología americana con controles a la exportación, especialmente en el ámbito de los semiconductores avanzados y en coordinación con sus aliados.
La tendencia hacia una línea cada vez más dura con China persiste durante la actual campaña electoral, no solo en las posiciones defendidas por Trump y Biden, que la candidata demócrata Kamala Harris parece asumir, sino también a través de los dos candidatos a la vicepresidencia, aunque con matices distintos. J. D. Vance, por el lado republicano, ha ahondado en el discurso tan agresivo como errático de Trump sobre cómo China se sigue aprovechando de la economía americana. El demócrata Tim Walz, en cambio, ha puesto el acento de la relación con China en un plano más ideológico, incidiendo en la importancia de defender los derechos humanos en las relaciones entre las dos potencias. La diferencia entre estas posiciones puede parecer sutil, pero en realidad es muy importante para las relaciones entre Europa y China. En concreto, para Europa será muy difícil no seguir las políticas de una Administración de Harris-Walz hacia China puesto que el punto central muy probablemente sea la salvaguarda de los valores democráticos. En cambio, una Administración de Trump-Vence probablemente vaya por su lado en lo que se refiere a China, como ya hizo el republicado en su primer mandato (2017-2021) al negociar un acuerdo temporal para parar la guerra comercial contra China.
Más allá del consenso sobre China, pese a los matices, la política exterior de Trump y Harris no puede ser más distante. El ticket Trump-Vance abogan por que Estados Unidos permanezca al margen de los conflictos clave de nuestro tiempo y, en especial, de la guerra de Ucrania con la esperanza de atraer los votos del ciudadano medio americano que prefiere que sus impuestos se empleen para otros fines. La posición de Harris ante la guerra de Ucrania, al menos hasta la fecha, parece más ambigua que la de Biden a sabiendas de los votos que hay en juego si defiende un apoyo incondicional a Kiev más allá de los desembolsos del paquete de ayuda financiera aprobado por el Congreso estadounidense el pasado mes de abril. Lo que queda claro es que la Unión Europea no puede confiar en que EE UU vaya a seguir apoyando financieramente a Ucrania incluso aunque las elecciones las ganaran los demócratas.
La apuesta por el aislamiento del ticket Trump-Vance no se acaba en Ucrania sino que se extiende, preocupantemente, también hacia la Unión Europea, poniendo en duda el valor de la alianza transatlántica. Trump no solo ha anunciado aranceles indiscriminados contra el mundo entero, olvidando cualquier alianza que Estados Unidos ha forjado desde la Segunda Guerra Mundial, sino que ha declarado no estar dispuesto a garantizar la seguridad de Europa, a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sin que Europa pague por ello. Aunque el ticket Harris-Walz sin duda resulta más atractivo para los intereses europeos, no debemos de pensar que siga siendo tan atlantista como lo fueron las administraciones estadounidenses en el pasado. La Administración de Biden muestra la dirección de crucero en el caso de una victoria del partido demócrata en las elecciones de noviembre. A pesar de su bagaje atlantista, no ha contado con la Unión Europa para su estrategia en el Indo-Pacífico, aunque Francia y el Reino Unido tengan presencia en la región.
Hay razones para ello. En primer lugar, por desgracia ineludible, es la pérdida de peso de la Unión Europea en el mundo y no solo en el ámbito político sino también en el económico. No hay que olvidar que el giro de Obama hacia Asia en 2014 no solo fue una reacción al crecimiento fulgurante de China sino también a la crisis soberana europea del 2010 y 2012. El segundo motivo es que EE UU ya tiene aliados muy relevantes en esa parte del mundo como son Japón, Australia, Corea del Sur e incluso Filipinas. A estos se une un país como la India, con un enorme potencial económico, pero también geopolítico.
Esto significa que, más allá de quién gane las elecciones en Estados Unidos, Europa tiene que prepararse para lo que viene. Esa preparación empieza por aceptar una serie de hechos tan crudos como reales empezando por su decreciente peso económico en el mundo, el reducido peso militar de la Unión en un momento en el que la seguridad es un elemento clave y el aislamiento geográfico de la región respecto al centro de la economía mundial y los intereses de EE UU, como es el Indo-Pacífico. Solo si se aceptan estas premisas, la Unión Europea puede avanzar en la autonomía estratégica que requiere hacer uso de todos sus activos porque nunca los va a necesitar más, especialmente si Trump gana las elecciones.
Con una realidad estadounidense cada vez más proteccionista, y con una China ávida por captar mercados exteriores a falta de demanda interna, Europa tiene que poner en valor su mercado interno, algo que solo puede conseguir con mayor integración. Pero no nos engañemos: dicha integración no es factible sin una mayor centralización de las políticas económicas, con lo que ello conlleva en términos de cesión de competencias de los Estados miembros a las instituciones europeas. Y para hacerlo todo aún más difícil, en este mundo en el que vivimos el poder económico cada vez va cediendo más peso al poder político y al militar, ámbitos en los que la Unión Europea se muestra como un gigante con pies de barro. El posible fin de la alianza transatlántica, si Trump gana las elecciones en noviembre, debería ser un revulsivo suficiente para que la UE avance, no solo en integrar el mercado europeo centralizando más políticas sino también avanzar en las áreas relevantes para que la Unión Europea aumente su peso político y militar. Los pasos que se han dado hasta la fecha en el ámbito de la seguridad económica solo pueden ser el principio. Parece difícil hablar de seguridad económica sin poder garantizar la seguridad, punto.
En conclusión, en vez de seguir temiendo por el resultado de las elecciones estadounidense, la Unión Europea debería ponerse manos a la obra para mitigar el impacto de su resultado, sea el que sea.
Economista jefe para Asia Pacífico en Natixis e investigadora senior en Bruegel.