Cuando le damos el carácter valorativo a algo, lo volvemos consustancial a nuestra naturaleza. Por ello, cuando hablamos sobre temas inherentes a aquello que atribuimos nivel de “valor”, lo asumimos como personal. La religiosidad, la política y la sexualidad, por ejemplo, pueden ser tres elementos incrustados en nuestro centro íntimo. De allí que se asuman con carácter valorativo y generen asperezas y discordias cuando son cuestionados. Si se nos discute una creencia que tiene el alcance de “valor”, tendemos a rechazar a quien lo hace, porque las creencias, independientemente de cuáles sean, son las que nos dan estructura. El creer nutre las bases de aquello que da ordenación y solidez a nuestro mundo interior, a nuestro centro íntimo.
En una ocasión una líder espiritual explicaba que su motivación no tenía nada qué ver con ganar dinero; de hecho lo rechazaba. Ella sólo aspiraba lograr alcanzar el reino de los cielos por su manera de actuar. A mí me parece que es la persona más ambiciosa que haya conocido. Querer ganar la eternidad a través del servicio a los demás es extraordinario, porque muchos han de ser beneficiados con tamaño interés, pero mientras más nobles sean los propósitos, potencialmente mayores serán los escalones inherentes a la avidez de quien actúa de esta forma. Para bien de la humanidad deseamos que así siga siendo.
“Creemos” porque es necesario creer; de lo contrario seríamos proclives a contagiarnos de desesperanza. De esta premisa se desprende una segunda y es que ante la necesidad de convencer a otros, se cae en el terreno de verse conminado a mentir. De allí que las mentiras sean parte de nuestra manera de vincularnos con los demás para no herir sentimientos o concepciones de carácter valorativas. Vivimos, pues, en un mundo de embustes desde que el mundo es mundo. De allí que la mentira es inherente a lo humano, no sólo porque es propia de la socialización y la culturización, sino porque a través de las mentiras logramos sobrevivir. Pudiésemos incluso afirmar que el engaño es consustancial con la supervivencia. Si a alguien se le ocurriese contar absolutamente todo lo que le pasa por la cabeza para mostrarse totalmente sincero y ajeno a la falsedad, pasaría poco menos que por demente. Es propio de todo ser humano que en su seno exista un mundo público, un mundo privado y un mundo íntimo o secreto. El mundo público tiene que ver con la imagen que deseamos proyectar o la que inexorablemente proyectamos y es nuestra carta de presentación atinente a la socialización. El mundo privado está vinculado con la forma como nos mostramos ante quienes nos circundan en el terreno cotidiano. El mundo secreto o íntimo, piedra angular y sustrato de la dimensión psicológica, no sólo contiene nuestras desventuras, sino múltiples fantasías. Estas tres dimensiones, pública, privada e íntima conforman aparentes mundos paralelos que causan sorpresa cuando los revelamos o descubrimos.
Con frecuencia escuchamos, tanto en los diálogos de la cotidianidad como en las discusiones más “académicas” que podamos imaginar, esa frase que de tanto escuchar termina produciendo hasta risa: “No es personal… pero…” y ahí le sueltan a uno el guamazo y a duras penas logramos recuperar el aliento. Cuando emitimos un juicio o tratamos de construir un concepto con relación a cualquier cosa, constantemente se trata de un asunto estrictamente personal. Solemos esgrimir argumentos según nuestros intereses o creencias, incluso en el mejor de los casos, emitimos ideas basadas en prejuicios. O sea, es personal.
Fulano me cae mal, mengana es una tozuda, Pedro es un aguafiestas. Todo desde nuestra óptica totalmente distorsionada y personalísima de atrapar cada cosa que nos parece real. Cuando alguno señala ser “neutral”, generalmente es porque tiene temor a opinar o se trata de un simple acto de hipocresía (o adaptabilidad) social. Pareciera que lo más honesto es mantenernos alejados del asunto en cuestión. Algo así como aceptar que desde nuestro mundo personal, eso no nos interesa porque no forma parte de las cosas que cargamos (con todo su peso) en nuestra mente. Me parece más honesto que asaltar a los demás con la consabida frase “no se trata de un asunto personal”.
Cuando un monje se inmola por sus creencias, se trata precisamente de “sus” creencias, o sea, es un asunto personal. Cuando dejamos de amar o amamos en demasía, es un asunto que por demás vale la pena mencionar que es personal. En fin, tanto darle al tema de no personalizar las cosas para que al final tengamos que parecer actores de una comedia mal elaborada. Probablemente algo no nos parezca propio si no nos afecta directamente, pero cuando la cosa se nos acerca, pasa a otra dimensión y lo particular aflora con el mayor de los descaros. El hombre es un animal cundido por lo pasional, por emociones diversas (hasta antagónicas) y atormentado o controlado por sentimientos.
¿Cómo pretender que la cosa no es personal?
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano – alirioperezlopresti@gmail.com – @perezlopresti