Es el título de un filme polaco de 2009 dirigido por el cineasta Rafael Wieczynski, cuyo título lo tomó de una frase que siempre pronunciaba en sus homilías el joven sacerdote católico de 34 años Jerzy Popieluscko, secuestrado y asesinado por policías de la República Popular de Polonia el 19 de octubre de 1984.
Jerzy (Jorge, en castellano) había sido designado en 1980 por su Obispo, capellán del sindicato Solidaridad que dirigía en ese momento Lesh Walesa.
Para ese entonces la iglesia católica polaca era la imagen espiritual y política de la resistencia civil, ante el régimen pro soviético instalado en Polonia desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia del reparto territorial europeo pactado por los Aliados y Joseph Stalin, que movió fronteras, creó países y generó la Guerra Fría y mucho, mucho sufrimiento.
Las homilías del padre Popielusko llegaron a congregar hasta 30.000 personas en su parroquia, y eran transmitidas por radio clandestinamente (no existían las redes sociales ni los hackers). En ellas, las palabras del evangelio y el mensaje espiritual eran interpretados a la luz de la dignidad humana, contraria a todo tipo de opresión.
En definitiva, el sacerdote se estaba convirtiendo en un dolor de cabeza para el régimen que no encontraba los medios para callarlo o controlarlo, dado que como en Irlanda, el catolicismo se había convertido en una forma de resistencia activa y de identidad nacional frente a la potencia opresora, es este caso el dominio inglés.
Fue así como la mañana del 19 de octubre de 1984, el auto que conducía el sacerdote fue interceptado por tres agentes de la policía política del régimen, sometido a la fuerza, torturado, y aún con vida, amarrado a sacos con piedras y lanzado al río Vístula. Por algún extraño fenómeno, su cuerpo flotó diez días después, y fue recuperado por la feligresía.
Convertido en mártir, como en efecto lo fue, en el sentido cristiano, se dió el inicio indetenible para que, cinco años después, en 1989, el régimen se derrumbó con la formalización de la renuncia del general Jaruzelski, antes Primer Ministro, al cargo de Presidente que ostentaba en ese momento, para abrir definitivamente Polonia al ejercicio de la democracia, y el ascenso a la presidencia en 1990, del sindicalista y Premio Nobel de la Paz, Lech Walesa.
Hoy, la Venezuela de la libertad, se encuentra igualmente oprimida, tiranizada, humillada, maltratada y expatriada de sí misma. No con un mártir, sino con centenares de mártires de todas las edades, género, color y religión. No con una opresión marxista, comunista o fascista sino por una banda de violadores masivos de Derechos Humanos, contrabandistas, depredadores del medio ambiente, dilapidadores del tesoro nacional en provecho propio, y desnacionalizada.
Pero como en Polonia, el pasado 28 de julio se decantó en Venezuela una incontenible fuerza espiritual que acoge a la nación entera. Y no será detenida por el opresor que, una vez más, apela al terrorismo de estado para retener su nauseabunda y macabra tiranía, como jamás el continente americano había conocido.
Por primera vez la comunidad internacional en pleno, con la excepción de cuatro países de nuestro continente (Cuba, Nicaragua, Bolivia y Honduras) y una decena de regímenes autoritarios, despóticos, miembros de las Naciones Unidas, entre ellos Corea del Norte, Irán, Rusia y China, se encuentra alineada en un solo objetivo: el respeto a la soberanía nacional. es decir a la voluntad de la nación venezolana.
¿Y cómo se conoce cuál es la voluntad de la nación, que es un ente abstracto y colectivo? pues conociendo la sumatoria de esas voluntades, mediante un acto tan antiguo como la democracia misma: su voto expresado libremente. Esa sumatoria de voluntades en un objetivo determinado, es el ejercicio pleno de la soberanía nacional.
Atrás quedó, con la revolución francesa de 1789 y con la primera constitución escrita en 1787, la estadounidense, el absolutismo monárquico. Monárquico, porque hay otros absolutismo como el ejercido por la Unión Soviética en su momento, por la Rusia actual de Vladimir Putin, por Kim Jong-un en Corea del Norte, o el ejercido por Fidel Castro y sus sucesores, a través de un partido, el comunista.
El PRI de México fue en realidad un régimen absolutista (o la dictadura perfecta, como la llamó Vargas Llosa). Y ahora el régimen venezolano que, a todas luces, desde el punto de vista político, académico y conceptual, se ejerce la soberanía nacional a través de un grupo, primero militar (Chávez) luego su designado (Maduro) y en la actualidad, por un conjunto de intereses grupales, extraterritoriales (Cuba, Rusia, Irán y hasta cierto punto China) delincuenciales (narcotraficantes, terroristas, lavadores de dinero, tráfico de personas, armas y minerales, y el militar concentrado en la figura de Vladimir Padrino, quien garantiza que los diferentes intereses grupales se mantengan unidos.
La nación venezolana, tal como lo estipula su Constitución y tradición desde 1811, es la soberana. Tan es así, que cierto pudor conveniente, ha hecho que desde Chávez hasta el presente, se mantenga el concepto de soberanía popular expresada y ejercida mediante el voto.
Y la nación se expresó, una vez más, el pasado 28 de julio. Y lo hizo de tal manera, que no ofrece duda alguna sobre cual es su voluntad. Pero el absolutismo plurisectorial encarnado en Maduro, optó por el regreso al pasado.
La actual tiranía cleptócrata, violadora de los derechos humanos venezolano es el anticristo de la democracia; dejó de ser miembro de ese club exclusivo signado por, la libertad, la igualdad y la fraternidad, regulado por un conjunto de normas que le dan cohesión, pertenencia, fortaleza y futuro.
Desde el momento que la tiranía y sus múltiples serpientes, cuan Medusa griega, decidió “darle una patada a la mesa”, como lo hizo Daniel Ortega en Nicaragua, los venezolanos solos o con ayuda externa, tenemos la obligación, el derecho natural, moral y existencial de rescatar la soberanía popular junto con su territorio.
El derecho a solicitar o aceptar la ayuda del mundo libre para regresar a la libertad, tal como lo hizo Bolívar, en su momento. Hay instrumentos legales como el Tiar, la Convención de Palermo, la Corte Penal Internacional, o cualesquiera que fuere, si con ello recuperamos la paz interna, el respeto, el orden legal, la dignidad como nación y el ejercicio de la soberanía popular, para obtener y disfrutar esta y las posteriores generaciones, de la mayor suma de felicidad posible.