Ha sorprendido en Brasil la noticia dada por el diario O Globo días atrás por Fernanda Alves, según la cual los jóvenes empiezan a dejar de lado la pasión por las redes sociales para dedicar su tiempo libre a otras actividades como la lectura, el aprendizaje de nuevas lenguas o los ejercicios al aire libre.
La noticia que recoge una serie de experiencias personales y de declaraciones de psicólogos y psiquiatras ha extrañado más si cabe porque desde el inicio, cuando apareció Orkut, Brasil fue uno de los países del mundo que más se volcaron en dicha aplicación y que alcanzó enseguida hasta a las personas menos escolarizadas.
El éxito de las primeras redes que se difundieron enseguida en Brasil fue explicado entonces teniendo en cuenta que se trata de uno de los países del mundo donde a las personas les gusta comunicarse aún sin conocerse. Se confiesan en público sin pudor y con la mayor naturalidad del mundo.
Fue justamente esa característica de los brasileños, de todas las categorías que disfrutan contando su vida a los demás como un impulso a la comunicación, que contrasta, por ejemplo, con la privacidad anglosajona y hasta española la que más me chocó cuando aterricé en Brasil hace 20 años. Cuando después de un tiempo aquí pasé por la redacción del periódico en Madrid conté a una de las secretarias de la dirección que en Brasil si te sientas en un banco al lado de una persona esperando el autobús, lo más seguro es que enseguida entre en conversación y acabe contándote su vida y milagros. La secretaria me respondió como horrorizada: “¡Por Dios, yo no quiero que nadie me cuente su vida!”.
Una mañana en un autobús abarrotado una mujer de media edad iba de pie y empezó a hablar sola en voz alta: “Yo estoy feliz”, decía. Explicó con orgullo que había conseguido una pequeña casa en propiedad, que sus dos hijas estuvieran estudiando y ella estaba con salud. Y casi con un grito exclamó: “¡Cómo no voy a estar feliz!”. Nadie se rió. Pareció lo más normal.
Es verdad que el bolsonarismo reaccionario agrió en buena parte las relaciones entre las personas, sembró odio y desconfianza y el “Dios le bendiga” de una vez que las personas se cambiaban al encontrarse en la calle, se ha desvanecido. Lo que priva es el miedo o el desinterés. Y las personas se habían refugiado en el enmarañado de las redes sociales que les devoraba todas las horas libres y más, incluso las del sueño.
De ahí la sorpresa de la noticia que muchos jóvenes brasileños, por primera, vez estén empezando a divorciarse de la esclavitud de las redes para dedicar su tiempo libre a liberarse ellos mismos en busca de nuevas actividades que en vez de alienarlos los libere.
El reportaje del diario O Globo que recogió varias experiencias de personas jóvenes que están dejando los espacios meramente lúdicos y a veces esclavizantes de las redes por otras actividades más tradicionales y más liberadoras, conversó con la psicóloga, Fabiola Luciano, especialista en terapia cognitiva comportamental, quién explicó que esa nueva tendencia debe ser vista como positiva. Explica que “los sentimientos que las redes sociales causan son difíciles de manejar, ya que incentivan el sentimiento de inferioridad, la comparación constante con los triunfadores, insuficiencia, ansiedad y dificultad en dar valor a las propias conquistas”.
Ese inicio de abandono de las redes por grupos de jóvenes que buscan otras alternativas a su tiempo libre, no es fácil aquí en Brasil, una sociedad fuertemente comunicativa y cordial y de alguna forma exhibicionista de sus propios sentimientos. De hecho, a pesar de esos ejemplos de jóvenes que buscan liberarse de la esclavitud de las redes empezando por los más jóvenes que van viendo el móvil hasta en moto a toda velocidad, en Brasil, el consumo de tiempo en las redes por parte de los jóvenes crece cada día. Ha pasado de 66,1% a un 87,2%.
Todas las investigaciones científicas sobre el uso excesivo de las redes y sus consecuencias en la actividad cerebral y nerviosa, pueden arrastrar, como está apareciendo en los estudios académicos y médicos más serios a que las personas acaben sin tiempo para reflexionar sobre la propia vida, para estar en contacto con la naturaleza, dedicar algún tiempo a la pura meditación y reflexión. Y también para reflexionar sobre las pruebas y angustias de la propia vida, en la que poco o nada vale dejarnos arrastrar por el espejismo de mostrar sólo nuestra cara mejor y más festiva.
Estamos hechos de barro, de divino y humano. Somos una mezcla de dioses y demonios, de luz y de tinieblas. Somos un calderón en ebullición de sentimientos divinos y humanos, mejores de lo que nos creemos. De nada sirven sin embargo los espejismos de las redes que nos disfrazan de lo que no somos. Eso aparece sobre todo en los momentos de meditación, de silencio, de lectura y reflexión, de encuentro con nosotros mismos.
Las redes son un instrumento formidable para nuevas conquistas culturales y científicas, y podrán acabar cambiando nuestros hábitos de vida y trabajo pero nunca serán capaces con todos sus estampidos de luces e ilusiones de decirnos al oído, lo que somos de verdad y lo que es digno de ser abrazado o echado a la basura. Eso sólo nos los revelará la soledad sonora y la música callada de los místicos del pasado.