Aquel proyecto ideado por Simón Bolívar, por el cual tanto luchó, había llegado a su final. Muchos de los que estuvieron en un principio junto a él, ya no estaban. Entonces verá la destrucción de su propósito, en el que invirtió muchos años y parte de su dinero.
Empezaba la etapa más amarga e ingrata de su vida. El paso por la guerra no dio tiempo para atender sus dolencias, su carácter tampoco colaboró. Crecían las consecuencias del descuido a su salud y con eso un inevitable final de su existencia.
Era de noche cuando llega a Santa Marta: un primero de diciembre de 1830. Bajan del Bergantín Nacional “Manuel”, con un aspecto cadavérico a Simón Bolívar, no puede caminar, posee una voz ronca, su cuerpo adolorido es débil y flaco, es necesario bajarlo con ayuda y total cuidado. Se hace cargo de su enfermedad el joven doctor Prospero Reverend, quien en repetidas situaciones mencionará: “Lo peor es que Bolívar cree que no está enfermo y se molesta cuando le preguntan por el estado de su salud”.
Al Libertador notando el progreso de su enfermedad no le queda más que confiar en su médico. Reverend escribirá: “A pesar de su repugnancia a los auxilios de la medicina, él tenía la esperanza que yo le pondría bueno por ser su cuerpo virgen en remedios”. La primera opinión del doctor es que la enfermedad es de las más graves y que tenía los pulmones dañados. Más adelante, el diagnóstico no cambiará.
Su médico de cabecera abnegadamente le dedicará diecisiete días contínuos de desvelos para luego negarse a recibir una recompensa por haberlo atendido. Escribirá boletines desde el momento en que asume la responsabilidad de asistirlo y con el tiempo se convertirá en un importante documento de aquella enfermedad que acabó con la vida del gran héroe.
La enfermedad lo vuelve un poco intolerante a olores y sabores, se enoja con mayor facilidad. Sin embargo, seguirá dictando cartas y ocupándose de asuntos políticos, su fuerza mental lo acompañará por unos días más.
Sus primeras seis noches en Santa Marta mayormente las pasa en una habitación ventilada. Lo invade el desvelo, se desespera por la tos, para el segundo día, el doctor Reverend reconoce el temperamento del paciente, calificándolo como “Bilioso- nerviosos”. Describe que tiene el “pescuezo delgado y pecho contraído”.
Estas y otras señales como el tono amarillo de piel y la secreción verdosa, hacen que el doctor considere su enfermedad como “catarro pulmonar crónico” opinión que compartirá su colega, el doctor M. Nigth, cirujano de la goleta estadounidense “Grampus”, que para el momento se hallaba en el mismo lugar. Ambos médicos se encargan de arreglar un tratamiento curativo: “Remedios pectorales mezclados con narcóticos y expectorantes”.
Algunos días tendrá cierta mejoría y con ella vienen ciertas esperanzas para quienes lo acompañan, pero luego volverán aquellos síntomas cada vez mas fuertes, apagándole la vida lentamente. “S.E. volvió a la costumbre de encerrarse” escribirá Reverend, el día cinco de diciembre consideran viajar a otro lugar con un clima más apropiado. El doctor manifiesta que este día se queda sólo asistiendo la enfermedad del Libertador, ya que su colega el Dr. Night continuó su viaje en la goleta. Rápidamente pide ayuda a otros médicos, la cual nunca llegó.
Bolívar, tal vez añorando estar en su amada San Mateo, desea moverse hacia el campo. Su médico y amigos coinciden en la decisión y en un coche cubierto (berlina) parte muy contento junto a sus acompañantes para la quinta de San Pedro Alejandrino. Esta primera noche la pasa mucho mas estable, su ánimo mejora, el viaje al campo hasta ahora le había caído muy bien.
Ilusionado con su mejoría, Bolívar organiza el proyecto de desplazarse poco a poco hasta la Sierra Nevada, tomando la responsabilidad el General Sardá de construir un lugar apropiado en una aldea, con temperaturas mucho mas frescas, ignorando la magnitud de la enfermedad que lo estaba arropando.
Vuelven los desvelos, la fiebre, el delirio. Se le pregunta al Libertador por alguna dolencia y negaba tenerla, sin embargo, al quedarse solo: se quejaba. El doctor observa un “entorpecimiento en el ejercicio de sus facultades intelectuales”, atribuyéndolo a que la enfermedad le estaba afectado el cerebro. A pesar de continuar con remedios que por momentos lo aliviaban, inevitablemente comienza la angustiante situación de verlo complicarse.
Los síntomas alarmantes se agravan: se le traba la lengua, le viene calor en la cabeza y frío en las extremidades, dolor en el pecho focalizado más hacia el lado izquierdo, delirios por la noche. Sin embargo, el doctor observa que el Libertador hasta ahora “Goza enteramente de su juicio”.
Desvelado, inquieto, delirando y hablando solo, así pasa gran parte de la noche. Se quejaba del dolor a pesar de contestar que estaba bien. En el día mejoran sus síntomas, se le ayuda con el estreñimiento que padece, habla con claridad, así resiste este día decisivo: 10 de diciembre de 1830. Se le dan los últimos sacramentos y firma su testamento, se le da lectura a su proclama y al culminar, Bolívar desde su butaca con voz ronca dijo: “Si, al sepulcro es lo que me han proporcionado mis conciudadanos pero les perdono. ¡Ojalá yo pudiera llevar conmigo el consuelo de que permanezcan unidos!”, continúa Reverend: “De los ojos de los presentes brotaron las lágrimas” al presenciar este escenario.
Al día siguiente dicta su última carta dirigida al General Briceño. Su doctor junto al General Montilla inútilmente piden ayuda a todos los médicos, pero éstos rechazan la solicitud presentando como excusas otras obligaciones. Bolívar va perdiendo fuerzas, ya no controla orines, inquieto y en vigilia vive las noches tanto como su destruido cuerpo lo permite. De la hamaca a la cama y de la cama a la hamaca, para aquel héroe que atravesó y resistió la inclemente Cordillera de los Andes, ahora, con simples movimientos requiera ayuda de su doctor. Es de esperar que moralmente esté abatido, quizás mucho más que su débil cuerpo.
Su estado de salud se vuelve crítico, su semblante está decaído, su orina ahora contiene sangre, el hipo se agudiza, balbucea, su pulso decae, frío en extremidades, calor en la cabeza. El delirio no cesa, no tiene fuerzas y cuando las tiene es para caer severamente. Los indicios llegan a su última fase, sin duda el doctor considera todos estos síntomas como un “presagio funesto”.
Por la mañana del día diecisiete de diciembre el doctor Reverend asiste al Obispo que se encontraba enfermo. Al volver se consigue con el declive de la salud del Libertador, aquí su descripción del momento: “Me senté en la cabecera teniendo en mi mano la del Libertador, que ya no hablaba sino de modo confuso. Sus facciones expresaban una perfecta serenidad, ningún dolor o seña de padecimiento se reflejaban en su noble rostro”.
El médico al observar su respiración suavemente estertorosa, su pulso casi inexistente, sabe que la muerte no será indiferente. Es tiempo, hace un llamado a los edecanes, generales y demás personas para presenciar los últimos momentos. De inmediato lo rodean y en apenas unos minutos ven apagarse la vida de El Libertador, aquel hombre que recogió sobre si el triunfal momento de la independencia sudamericana, obteniendo a cambio ingratitud y desprecio, acuchillado profundamente en su alma y con esto acelerando la terrible enfermedad que lo consumió.