Ángel Oropeza: Lecciones del béisbol a los venezolanos

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Es difícil vencer a una persona que nunca se rinde. Babe Ruth (exgrandeliga).

El hecho que el beisbol sea un juego que reta constantemente las reglas del determinismo, y que sea un ejemplo de lo que constituye una actividad humana sistémica –donde todos los factores interactúan entre sí en una relación de mutua e impredecible interdependencia-, es lo que sustenta aquella frase de Yogi Berra de que “el juego no se acaba hasta que se termina”. Incomprensible y hasta ilógica para muchos, sólo los amantes y conocedores de la pelota entienden la veracidad y justicia de esta celebérrima sentencia. En el beisbol nada es seguro, ni siquiera una apreciable disparidad en el marcador. Ni quienes dominan la pizarra pueden estar confiados en su triunfo, como tampoco quienes están perdiendo pueden contar de antemano con una segura derrota.  El beisbol, como la vida, no es para quienes se derrumban antes de tiempo, para quienes renuncian a la lucha sólo porque están debajo o porque las cosas no resultan como se quisiera. Es, como la vida, el juego de la eterna esperanza, donde –sin importar la diferencia en el score- ni las victorias ni las derrotas pueden ser proclamadas antes de tiempo.

Los que conocemos y amamos el beisbol, sabemos que se trata de mucho más que un juego apasionante. El beisbol, el más cerebral y complejo de los deportes de conjunto, esconde implícito en los fundamentos del juego una particular y muy profunda filosofía de vida y de las cosas. Y creo firmemente que si el beisbol pudiera hablarle a los venezolanos de hoy, algunas de sus sabias enseñanzas se pudieran convertir en guías prácticas de acción, tan necesarias como útiles en nuestra accidentada e incierta cotidianidad, la cual, ayuna de claridades y preñada de confusiones, necesita de luces que le ayuden a orientarse en medio de la opacidad de los tiempos que nos corren.  Sólo a manera de ejemplo, revisemos algunas de las cosas que los venezolanos de hoy tendríamos que aprender de ese viejo e ingenioso maestro, si pudiéramos tener la fortuna de invitarle a un café para escuchar sus juiciosos y agudos pareceres. Seguramente le oiríamos decir como estas:

1. El beisbol no se puede jugar solo. Siempre hace falta el otro, porque si no, el propio yo –el que no es “el otro”- estaría incompleto. No hay posibilidad alguna para aberraciones tales como “equipos únicos” o “partidos únicos”. Todo equipo, así como todo partido, necesita del otro y no puede prescindir de él.   Los que practican el beisbol, a pesar de sus naturales y deseables diferencias, que son además las que hacen al juego interesante, se reconocen recíprocamente como parte de una misma familia, la familia del beisbol. Y como comunidad familiar, comparten algunos valores y actitudes, entre los cuales está la convicción de que el adversario es para ganarle, para competirle y para aprender de él, pero nunca para destruirle, porque sin el otro no hay juego, y si no hay juego no hay vida.

2. En el beisbol, como en la vida, lo determinante y definitivo no es el tiempo, sino lo que hagas o dejes de hacer. No es un juego de lapsos prefijados, donde si estás arriba en el marcador puedes abstenerte de seguir atacando y entretenerte con el resultado, para dejar pasar el tiempo. En el beisbol, las aventuras no vienen constreñidas por un tiempo rígido, al cual debes someterte de manera hierática y rigurosa, sino que surgen en cualquier momento, por muy inesperado y hasta sorpresivamente tardío que pueda parecer.  ¡Cuántos juegos se han resuelto a la hora de recoger los bates! ¡Cuántos malos fanáticos han recibido la inolvidable lección de abandonar el estadio antes del último out, decepcionados por el quehacer momentáneo de su equipo, para luego descubrir, camino a sus casas, a través de la radio o –peor y más doloroso aún– en las noticias del día siguiente,  que su casi-seguro derrotado había dado vuelta al marcador o dejado en el terreno al contrario! En el beisbol, como en la vida, quien determina el resultado no es el tiempo transcurrido, sino la calidad de lo que hayas hecho o dejado de hacer.

3. Así como el beisbol refuerza y premia a quienes luchan, es implacable contra los timoratos y sumisos.  No acepta las “abstenciones” ni las “rendiciones”. De hecho, uno de los axiomas sagrados de la pelota, y que repite como advertencia permanente desde el chamo preinfantil hasta el consagrado profesional, es aquella de “al que no hace, le hacen”.  El beisbol castiga a quienes le juegan con mezquindad. Y es tanto su vocación en contra de la mediocridad y el conformismo, que no acepta empates en el marcador: hay que jugar, no importa cuánto y hasta cuándo, hasta llegar a una definición.

4. El beisbol, al contrario de lo que pudieran pensar quienes no conocen el juego o asisten a él por primera vez, es un juego de acción constante, lo que no significa que sea de constante movimiento. La tensión en el campo, una vez iniciada la entrada, es permanente, y cualquier descuido puede resultar costoso. Puede que en ocasiones los jugadores, a excepción del lanzador y del catcher, parezcan inmóviles: lo cierto es que están preparándose para cualquier movimiento, tan repentino como imprevisto. En la pelota, al igual que en la vida, para estar en acción no hace falta estar moviéndose todo el tiempo. De hecho, la hiperactividad y el exceso de movilidad, muchas veces sin orden ni concierto, atentan contra las acciones eficaces, esas que van dirigidas a objetivos y que construyen resultados deseados.

5. Finalmente, una última y crucial lección: en el beisbol, como en la vida, sería muy fácil batear si uno supiera qué nos tiene preparado el pitcher, y adivinar con certeza cuál es el lanzamiento que viene. Pero justamente allí está el mérito, y allí el secreto de por qué el beisbol, como la vida, es un juego tan apasionante e impredecible. Porque la idea es pararte allí en el home, y –sin saber qué es lo que viene– hacer lo mejor que seas capaz. Y no vale llorar ni lamentarse porque el lanzamiento no era el que tú esperabas, o porque es muy difícil saber qué es lo que viene. Tu labor es enfrentarte a la incertidumbre –la del beisbol y la de la vida– e intentar batear lo mejor que puedas. Aunque algunos del otro equipo te quieran convencer de que no lo hagas, que no vale la pena, lo cierto es que si no lo intentas –si no le tiras– nunca vendrán las victorias: porque no hay nada más triste que un ponche cantado. Tanto en el beisbol como en la vida.

@angeloropeza182

 

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