Podría parecer una paradoja, pero Brasil, un país entre los más apasionados del mundo por el teléfono móvil, dada su idiosincrasia de necesidad de comunicar sus sentimientos heredada de la cultura africana, se inclina a prohibir su uso a los estudiantes de las escuelas públicas. En ya más del 60% de los centros educativos, los alumnos no pueden utilizar el celular ni siquiera en la hora de recreo.
Cuando empezó la fiebre del móvil, sobre todo en las escuelas privadas donde los estudiantes de familias bien fueron los primeros en ir con el móvil a clase, recuerdo que me producía una cierta angustia ver en la hora de recreo a los alumnos no socializar y jugar entre ellos sino cada uno en un rincón del patio de la escuela consumiendo en solitario su porción de droga digital.
Nadie puede hoy discutir que, además de imposible, es impensable prohibir a los niños y jóvenes el uso de las modernas tecnologías de comunicación por peligrosas que sean. Sería como querer detener el curso de la historia. Me imagino la preocupación de las familias con sus pequeños cuando apareció la luz eléctrica y los peligros que podía acarrear.
Fue lo mismo cuando llegó la televisión. No había modo de arrancar a los niños de la pantalla y llegaron las censuras y la vigilancia por parte de los padres de que la pasión por la pantalla les distrajera de sus estudios y bajase el índice de aprendizaje escolar. Yo mismo recuerdo una anécdota con mi hija, Maya. Apasionada por la televisión, cuando llegaba del colegio hacía los deberes de prisa para ir corriendo a encender la la pantalla como hoy sucede con los móviles.
Un día tomé una decisión: en casa, la televisión se encendería sólo a las ocho de la noche. Se quedó desesperada y preguntó qué iba a hacer cuando acabara los deberes de la escuela. Fui tajante: puedes hacer lo que quieras menos ver la televisión. Ni yo mismo creí entonces que la prohibición iba a funcionar. Con más tiempo para hacer los deberes en casa, mejoraron sus notas en el colegio y sobre todo le sobraba tanto tiempo libre que empezó a leer un libro y después otro. Acabó siendo una lectora también de los clásicos. Se apasionó por la lectura y esa pasión la acompaña aún hoy y se la ha transmitido a sus hijos.
Es verdad que una de las características del alma brasileña es su capacidad, y una necesidad, a veces impelente, de comunicar, de confesarse hasta en público. Este es el motivo por el que el dulce o el veneno de las redes ha sido siempre muy fuerte hasta en las clases más populares. Hoy hasta los semianalfabetos usan el móvil para comunicarse.
Quizás esa costumbre cultural y atávica de los brasileños a comunicarse con los otros, hasta con los desconocidos, ha hecho que sea hoy uno de los países más apasionados por las redes sociales. Esto conlleva, al mismo tiempo, el peligro, sobre todo para los más jóvenes, de caer en las trampas que les ofrecen las nuevas tecnologías que están al mismo tiempo acrecentando los disturbios mentales y hasta aumentando los índices de suicidio, según denuncian cada día médicos y psicoanalistas.
Pero además coincide que Brasil en este momento está gobernado por un político progresista como Lula. El presidente, sin estudios, un político que se formó a sí mismo en la vida y en las luchas sociales, ni siquiera tiene un móvil personal ni usa las redes sociales. Ello, a veces, le complica la vida y ya han tenido que crearle un equipo que se ocupa de proyectarlo en las redes sociales.
Todo lo contrario de su antecesor, el ultradrechista Jair Bolsonaro, que no llegó al poder sin méritos propios sino por la fuerza de las redes usadas magistralmente por uno de sus hijos, el concejal Carlos, que fue quien le hizo la campaña. Bolsonaro acabó también por apasionarse por el móvil y se despertaba a media noche y empezaba a enviar mensajes a troche y moche, desorientando a los políticos que ya se despertaban con los mensajes nocturnos del jefe.