Al ahora candidato y antes presidente Donald Trump le gustan más las mentiras que a Tom Cruise una tirolina. Es escuchar alguna rondando por las redes y agarrarse a ella para lanzarse a flotar por el desolador panorama de los electores felices de ser tratados como niños. Así lo ejecutó en el debate contra Kamala Harris. Pasada una semana solo se habla de gente que se come a las mascotas de los vecinos y de Estados norteamericanos donde se practica el aborto con niños ya nacidos. Repetir estas sandeces le sale a cuenta, porque así no se centra el debate en reformas del sistema sanitario, en los frenos a la inflación o en cómo detener la venganza israelí sobre los territorios ocupados. Sin duda, el problema reside en que las mentiras capitalizan la conversación pública, y parece un accidente. Tras superar lo que se presenta como un segundo intento de atentado contra él, nadie sabe qué factores decidirán la elección presidencial. La inclinación final del voto dependerá muy probablemente de la influencia de esas mentiras en la mentalidad del votante.
La pregunta es por qué nos atraen las mentiras. Podría ser porque las mentiras contienen siempre una dosis de fantasía inyectada en nuestra línea de pensamiento. Las mentiras que se suman a nuestra visión del mundo logran pasar por verdades muy a menudo. Hay otro factor importante. La visión del éxito. Todo el planeta mira hacia los supermillonarios como la solvencia personificada. En un mundo que valora el dinero por encima de todo, cualquiera que lo acumule a cascoporro nos resulta atractivo y sabio. En el primer paseo por la galaxia que ha llevado a cabo una empresa privada, el astronauta no ha sido elegido en un concurso de méritos, sino que la plaza era ocupada por lo que se ha definido como un magnate. Me gusta mucho la expresión magnate, porque evoca a la novela tardía de Scott Fitzgerald. La palabra tycoon en inglés procede de la japonesa taikun que denominaba a los grandes señores. Magnate es la versión dulcificada de ricachón, de un señor feudal. En el lenguaje encontramos siempre las verdades más transparentes de la psicología social.
El mismo Trump ha anunciado que le va a encargar al magnate Elon Musk que elabore un plan de recorte del funcionariado nacional. No se me ocurre una idea más previsible. Es como encargarle a Herodes un plan de natalidad. Y ya metidos en metáforas bíblicas, no deja de asombrar que aquello de que antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos no solo haya dejado de decirse desde los púlpitos, sino que más bien se insiste en lo contrario. El reino de los cielos será, y es, para los multimillonarios. En esta obscena celebración del dinero asistimos con naturalidad al hecho de que los magnates decidan el sistema de salud público, resuelvan las dudas sobre estímulos bancarios, dicten las normas fiscales y, si te descuidas, impongan la estrategia de fertilidad y gestación. La pugna entre magnates contra funcionarios resulta un tebeo popular, pero podría también denominarse de otra manera: la batalla entre ricachones y servidores públicos. Quizá no suena tan bien. Y una de las razones de por qué nos gustan tanto las mentiras es porque campanillean con más encanto que las verdades. Suenan mejor. Si algo logra el éxito, el dinero y el poder es que sus disparates parezcan sentido común y su egolatría se cuente como la lucha del individuo libre contra el mal colectivo.