Conocí brevemente a Delali en la cena a la que convocaron los organizadores de un recital-concierto en Kiel, al norte de Alemania. Conversamos mucho sobre su llegada al país años atrás. Estudiaba leyes y trabajaba en una organización dedicada a ayudar a mujeres africanas. Me contó que estaba separada de su esposo y que tenía dos hijos. Era una mujer joven, originaria de Togo. Era, a sus 38 años, vibrante, vital y llena de planes para su futuro. Su recuerdo ha vuelto a mí al leer sobre Rebecca Cheptegei, la atleta olímpica de 33 años de Kenia,que acaba de fallecer tras ser incendiada por su novio.
En Nicaragua, en diciembre de 2016, leí sobre un acontecimiento similar en Kiel. Al indagar, me di cuenta, llena de horror, que la víctima era Delali. Ella caminaba por la calle cuando el exmarido la alcanzó y la roció de un compuesto inflamable que contenía un agente que evitaba que el fuego se apagara (nunca veré incólume esas candelas de tarta de cumpleaños que se apagan pero vuelven a encenderse) Testigos de la escena la vieron correr desesperada envuelta en llamas. La gente trataba de apagar el fuego, pero este se encendía de nuevo. “Pareció una eternidad”, dijo una testigo. “La mujer gritaba ‘mis hijos, qué será de mis hijos’. Nunca olvidaré sus gritos”. Finalmente, cuando llegó la ambulancia, la apagaron con un extinguidor y colchas, pero era ya demasiado tarde. Igual que Rebecca de Kenia, Delali murió en medio de horribles dolores.
El marido, de 41 años, fue capturado. No sé qué habrá sido de él. Quizás ya esté libre. Espero que no.
Como suele suceder, cuando conocemos a la víctima de una tragedia, esta nos impacta de forma indeleble. Por esas casualidades de las mudanzas, una foto que tenía con Delali reapareció en estos días en mi piso en Madrid. Pensé, al verla, que jamás habría imaginado que esa mujer cuya fuerza, simpatía y coherencia me impresionaron tanto en nuestro breve encuentro, pudiese morir así.
Imagino ahora a Rebecca, regresando a su país llena de recuerdos y alegrías de los juegos olímpicos de París para los que, sin duda, se entrenaría por meses. ¿Cómo explicar su muerte? ¿Cómo explicar ese novio que le pegó fuego inmisericorde?
La violencia machista que conduce al asesinato, expresa en un acto mortal un desprecio hacia la mujer, cuyos antecedentes son milenarios.
En el cristianismo, la exclusión de las mujeres la justificaron los llamados “Padres de la iglesia”. San Pablo escribió en 1 Corintios 14:34: “Como en todas las iglesias de los santos, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar; más bien que se sometan, como dice incluso la ley”. (Y ahora los talibanes vuelven a prohibir el sonido de la voz de las mujeres en público)
En aquel mundo temprano y fanatizado, a ellas se les culpó de la pérdida del Paraíso Terrenal. En el siglo I-II, Tertuliano, patriarca de la Iglesia, escribió: “Deberías llevar siempre luto, ir cubierta de harapos y abismarte en la penitencia a fin de redimir la falta de haber sido la perdición del género humano. Mujer, eres la puerta del diablo. Fuiste tú quien tocó el árbol de Satán y la primera en violar la ley divina”.
Y en el famoso libro Malleus Maleficarum, El Martillo de las Brujas, de Heinrich Kramer, que se imprimió por primera vez en Alsacia en 1486 y que para 1669 tuvo al menos 39 ediciones, se hace a las mujeres las principales culpables del delito de brujería. Se dice allí: “No hay cabeza superior a la de una serpiente y no hay ira superior a la de una mujer. Prefiero vivir con un dragón y un león que con una mujer malévola”.
La caza de brujas se extendió por toda Europa y miles de mujeres fueron quemadas en la hoguera, acusadas de los más fantasiosos e imposibles delitos. Basta leer el libro Brujas, de Adela Muñoz Páez, para entender los orígenes y el alcance de la misoginia que subyace en el fondo de estos crímenes contra las mujeres.
Urge por esto que en la educación moderna se analice este fenómeno de la misoginia y la larga historia de marginación de las mujeres. Tendríamos que recurrir a elementos culturales para hacer comprender a las jóvenes generaciones que el feminismo no es un arma contra los hombres, sino la reivindicación humanamente necesaria de una mitad de la sociedad global. La actitud actual de hombres jóvenes de despreciar y hasta temer al feminismo proviene de la incomprensión y falta de educación e información sobre la necesidad de nosotras, las mujeres, de sacudirnos siglos en que nuestros cuerpos e intelectos fueran malversados.
Considero difícil que podamos enfrentar estos crímenes solamente con castigos y prisión. Pienso que de lo que se trata es de reeducar y concientizar a niños y jóvenes de ambos sexos de una manera concertada y creativa. Los educamos para tanto que olvidan, que bien valdría dedicar más horas de enseñanza a que se entendiera cómo se han construido las mentalidades que derivan en las violentas agresiones que a menudo enlutan a nuestras comunidades.
La violencia machista no parece disminuir con penas. Habría que complementarla con cambios y programas educativos.
Gioconda Belli es novelista y poeta. Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.