El goteo de malas noticias no para para los cubanos. En apenas unos pocos días, las autoridades anunciaron la reducción del tamaño del pan que se vende por el mercado racionado, el déficit energético ha escalado a un punto que los apagones superan, en muchas provincias, las 12 horas diarias y la falta de agua golpea a más de un millón de personas en toda la Isla. Ante tal escenario, los ciudadanos se preguntan hasta qué punto podría deteriorarse la situación en los próximos meses y qué está dispuesto a hacer el oficialismo para detener la caída.
Vista desde fuera, la crisis que experimentan los cubanos podría verse como la recta final de un modelo político y económico que terminará implosionando. Sin embargo, el castrismo ha dado muestras, a lo largo de seis décadas, de que los momentos de mayor carestía y desesperación no son precisamente los escenarios que más atenten contra su poder. Son, justamente, los períodos más difíciles para la gente de a pie los que aprovecha el régimen para dar una vuelta de tuerca a los controles y reforzar su discurso autoritario. Esa radicalización ideológica se percibe por estos días y crece en la misma medida en que lo hace la inflación y la desesperanza.
Los analistas que han errado en sucesivos pronósticos de apertura se aventuran nuevamente a vaticinar que, contra las cuerdas de la falta de recursos, la Plaza de la Revolución tendrá que emprender el camino de las reformas. Pero las señales que los gobernantes cubanos han dado en las últimas semanas apuntan en otra dirección: Una ofensiva contra los negocios privados para imponerles precios topados a ciertos productos básicos y un ejército de inspectores multando a los comerciantes que no acepten las nuevas normativas, o resulten demasiado morosos en implementar los pagos electrónicos, han puesto en alerta al sector privado.
En el orden de las libertades cívicas tampoco se ven avances. En las cárceles permanecen más de mil presos políticos; una buena parte de ellos se manifestaron durante las protestas populares del 11 de julio de 2021. El reclamo de una amnistía que les permita regresar a casa se ha topado con la sordera de un Gobierno que ha optado por el castigo ejemplarizante, en lugar de por el gesto conciliador y magnánimo. A eso se le añade la inminente entrada en vigor de una nueva Ley de Comunicación estrechará aún más el espacio para los periodistas independientes y recrudecerá las reprimendas a quienes publiquen contenido contestatario en las redes.
Descrito así, de mantenerse el actual contexto parecería un camino suicida para el propio régimen que terminará por provocar un nuevo estallido social, si persiste en su terco control sobre cada resquicio de la vida económica y política del país. Pero, en su lógica de sobrevivir a cualquier precio, la cúpula cubana considera que cualquier apertura será leída como debilidad y permitir un pequeño espacio de disenso podría fragilizar su autoridad. Los líderes del Partido Comunista están dispuestos a presenciar la ruina nacional, desde sus cómodas butacas, antes que reconocer públicamente su incapacidad para solucionar los problemas de la Isla y permitir la aparición de nuevos actores políticos.
Hasta las mansiones de los mandamases de verde olivo no llegan las pestes de los basureros que crecen en cada esquina de La Habana y sus piscinas se llenan de agua aunque haya miles de familias que solo la reciben por camiones cisternas cada dos o tres semanas. En sus mesas no faltan los alimentos ni se ha reducido el tamaño del pan y las lámparas sobre sus cabezas no se apagan por la falta de combustible. Rodeados de privilegios, los jerarcas militares pueden mantenerse aferrados al timón de la nave por mucho más tiempo. Habrá que ver cómo reacciona la gente ante un recrudecimiento de la crisis: lanzándose a las calles para cambiar el rumbo de la nación o lanzándose al mar para escapar de Cuba.