Jesús Puerta: La jaula legal y el derrumbe de la legitimidad

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La experiencia histórica confirma lo que está claro a nivel conceptual: no es lo mismo lo legal, que lo legítimo y lo justo. Las leyes debieran ser establecidas por una autoridad legítima con una fundamentación derivada de principios éticos, como la justicia. Nótese la conjugación del verbo en subjuntivo (debiera). Eso indica que estamos en el orden de lo deseable, lo bueno, lo necesario: el deber ser. Este es el punto donde se intersecan lo jurídico y lo ético, lo obligatorio y lo bueno. Pero ha habido en la historia momentos en que las leyes se fundaron únicamente en la capacidad del Estado para decretar el estado de excepción de todas las leyes. Dicho con otras palabras, la “legitimidad” ya no se refiere al bien que fundamenta la norma, sino al mero hecho de su existencia. Un positivismo jurídico extremo: no hay necesidad de justificar la ley en su bondad y justicia, sino en su capacidad de obligar, con el uso de la fuerza, por parte del Estado.

El teórico de esa concepción ultra positivista fue el jurista nazi Carl Schmitt, quien desarrolló toda esta filosofía del Derecho y de la política (esta sería la ciencia que distingue al amigo del enemigo), en la cual se fundamentó toda la producción legal del Tercer Reich. Es bueno recordar que, una vez designado Canciller o Primer Ministro (Alemania era una república presidencialista, pero el gabinete se formaba con apoyo parlamentario), Hitler presionó el presidente Hindenburg para que emitiera el llamado Decreto del incendio del Reichstag, denominado pomposamente “Decreto del presidente del Reich para la protección del pueblo y del Estado”, el 28 febrero 1933, base legal para arrestar a todo opositor y prohibir sus publicaciones. La motivación inmediata de esta anulación de facto de todas las garantías ciudadanas de la Constitución democrática alemana, fue castigar a los responsables de haber incendiado el edificio del parlamento, crimen del cual fueron culpados varios políticos, congresistas y hasta organizaciones completas: el Partido Comunista, el Socialdemócrata y otros. Años después, una vez derrotado el Tercer Reich, se reveló que, en realidad, el edificio del Congreso germano había sido incendiado por órdenes del propio Hitler, para inculpar a sus enemigos políticos en medio de una gran agitación social. Al poco tiempo del fatal decreto de Hindenburg, el 24 de marzo de 1933, el Parlamento, con mayoría del partido de la svástica y el Partido del Centro, aprobó la Ley habilitante, llamada ruidosamente “Ley para remediar las necesidades del pueblo y del Reich”, por la cual se le dio de facto todo el poder legislativo al Canciller Hitler, quebrando la separación constitucional de los poderes públicos. El camino se abrió para las leyes raciales de Nuremberg de 1935, con las cuales se expropiaron las propiedades de los judíos y otros grupos (gitanos, comunistas, socialdemócratas, etc.), se prohibieron los matrimonios entre “razas diferentes” y otras maravillas de la distopía nazi.

Pero no hay que buscar antecedentes en Europa ni en el siglo pasado. En Nicaragua, Daniel Ortega y la “Chayo” Morillo armaron una jaula de leyes que les ha permitido incluso desnacionalizar (no solo desterrar o inhabilitar para las actividades políticas o de cualquier otro tipo) a sus críticos y opositores, incluidos ex dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (lista donde entra Humberto Ortega, comandante destacado en la lucha guerrillera, muerto hace poco después de ser señalado como traidor por su hermano; también, Sergio Ramírez, ex miembro de la Junta de Gobierno postrevolucionaria, Dora María Téllez, la legendaria comandante uno; otros comandantes como Hugo Torres y Henry Ruiz; el poeta Ernesto Cardenal, la escritora Gioconda Belli y hasta los Mejía Godoy, compositores y cantantes del himno del FSLN), la organización que comandó la insurrección triunfante en 1979, contra la dictadura de Somoza.

La proliferación de esas leyes terribles en Nicaragua se produjo a raíz de una rebelión popular entre abril y junio de 2018. Duras medidas fueron tomadas por el régimen (328 muertos y más de cien mil exiliados); hubo más de un centenar de dirigentes opositores encarcelados, desterrados y posteriormente privados de su nacionalidad. La lista de los presos, expulsados y desnacionalizados es extensa, e incluye, además de los dirigentes del FSLN ya mencionados, los excandidatos a la presidencia Cristiana Chamorro, Pedro Chamorro Barrios, Sebastián Chamorro, Félix Madariaga, Miguel Mora, Berenice Quezada y Arturo Cruz; la defensora de DDHH, Violeta Granera; los dirigentes políticos Tamara Dávila, José Pallais, el empresario José Adán Aguerri y muchos más. Además, dirigentes estudiantiles, campesinos, empresariales, sindicales, ejecutivos de medios de comunicación y periodistas. También intelectuales. Las leyes represivas, aprobadas entre octubre y diciembre de 2020, apuntó a las ONG, sindicatos, gremios y, por supuesto, partidos políticos. Ni siquiera la Iglesia Católica se escapó. Varios curas y obispos fueron detenidos y expulsados. Se crearon delitos nuevos como “incitación a la injerencia extranjera”, “crimen de odio” y “ciberdelito”. Las condenas no solo incluyen largas penas de prisión o el destierro definitivo, sino también la desnacionalización, la pérdida de la ciudadanía.

Otros ejemplos tenemos a disposición: México, donde un solo partido, el PRI, formó lo que se llamó “la dictadura perfecta”, que se mantuvo en el poder durante 70 años, no como el PC cubano (partido construido después de la revolución), sino mediante distintos mecanismos, entre ellos un tejido de leyes represivas, donde el margen de disenso se reducía a espacios de escasa trascendencia, mientras se daba una imagen democrática formal. Hubo (es de esperarse) masacres, como las recordadas de Tlatelolco (1968), el Jueves de Corpus (1971) y Ayotzinapa (2014), además de crisis económicas. Todas esas cosas fueron deteriorando la asfixiante dominación del PRI. Y al fin, en 1986, se produjo la escisión de una “corriente democrática” que hizo coalición con algunas fuerzas de izquierda, para formar (no fue fácil) el Frente Democrático Nacional, con la candidatura de Cauhtémoc Cárdenas (hijo del legendario Lázaro Cárdenas). El día de la elección (como lo describe la profesora Mibelis Acevedo) el sistema electoral “se cayó de caerse y se calló de callarse”, en palabras de Cárdenas, justo cuando el conteo mostraba una clara mayoría a favor del candidato de oposición. Mediante una vil maniobra, que en 2009 fue reconocida por el propio presidente Miguel de la Madrid, fueron “inventados” nada menos que 700 mil votos a favor del PRI y su abanderado, Carlos Salinas de Gortari, quien, entonces, obtuvo “una clara, contundente e indiscutible victoria”, la cual tuvo como respuesta la movilización de una sociedad que salió embravecida a las calles, luego de superar su asombro, transformada en indignación por el fraude evidente. Esto fue un trauma que solo se superó (en parte) con la victoria del PAN y luego de MORENA el partido de López Obrador y la actual mandataria Claudia Scheimbaum.

En Venezuela, el enrejado de leyes mantiene, en la práctica, el estado de excepción desde 2016. Luego vino la sentencia de un TSJ (designado rápidamente, antes de cesar la Asamblea Nacional anterior, cuando ya era evidente la victoria de la oposición en las elecciones parlamentarias de 2015), según la cual se condenaba por “desacato” a todo el Poder Legislativo. La agitación social y política continuó, y fue convocada por el presidente una “Constituyente” sin someter la propuesta a referéndum (como había hecho Chávez antes y como el principio de progresividad de derechos lo indicaba). Ese cuerpo “constituyente” se estructuró como las cortes franquistas y el “Congreso” de Mussolini: como un Estado corporativo fascista. Allí se aprobaron otro conjunto de leyes que, además de preparar el giro neoliberal en lo económico que se evidenció en 2019, se volvió a golpear la Constitución con la “Ley Constitucional” (algo que insulta la pirámide de Kelsen) llamada “Anti bloqueo”, que concentra todo, hasta el poder de “desaplicar” leyes en el Presidente, en vista de los contratos (suscritos en secreto) que violarían, poco después, la Ley Orgánica de Hidrocarburos, entre otras.

La producción legislativa sigue. Se anunció una ley “antifascista” que, si se aplicaran sus propias definiciones, metería presos a muchos altos funcionarios del gobierno. Hay una ley contra el Odio cuyo texto expresa mucho odio. También una ley de control de las ONG. Una lectura rápida de esas normas daría que pensar que los delitos tipificados y penados se repiten. De hecho, ya existe hace tiempo el delito de “traición a la patria” (la favorita del régimen) en la Constitución y el Código Penal. Esta redundancia legal parece absurda, pero posiblemente responde a la intención de incrementar o acumular las penas. En todo caso, crear una situación en la cual se mantenga en el poder el Partido único, permitiendo algunos partiditos sumisos y desprestigiados, para dar una apariencia de democracia que nadie se cree. Ahora, Rodríguez convoca una “consulta” para reformar las leyes electorales. Anuncia que no serán permitidos los “fascistas”, los que usen la bandera de siete estrellas, los que pidan intervención extranjera, los que llamen a la violencia o al odio (o sea, la protesta pura y simple). Pura redundancia. En realidad, se trata de aparentar, como una caricatura atroz, un diálogo que muchos claman. Como el abusador del liceo que llama al flaco y débil a “conversar” y, cuando este se acerca, solo le dispensa un puñetazo en el abdomen. O un documento para firmar.

Bueno: se podría acercar uno por ahí, pero solo para preguntar (con la debida precaución ante los seguros golpes): ¿dónde están las actas? ¿Cuándo hacemos las auditorías de ley que faltan? Mientras fructifican los recursos de Márquez, Ecarri y Pérez Vivas en el TSJ. Y también el amparo constitucional para los adolescentes presos y maltratados y los miles de presos políticos.

 

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