Como cada septiembre, la Asamblea General de Naciones Unidas tuvo en 2024 el suficiente atractivo para atraer a Nueva York a la mayoría de las autoridades de los casi 200 países que la integran, incluyendo a latinoamericanos y caribeños. Si bien se insiste mucho, y con razón, en la crisis del multilateralismo, pocos han querido perderse una ocasión tan solemne.
También se habló del sur global. Nuevamente, los países latinoamericanos que se ufanan de su “identidad” meridional no han estado a la altura. La lectura de los discursos presidenciales, o de sus ministros de Exteriores, muestra la imposibilidad de encontrar un hilo conductor, un relato estructurado de toda América Latina.
Ha vuelto a ocurrir lo contrario. La fragmentación, tan latinoamericana, se ha trasladado a la Gran Manzana, dejando al desnudo la falta de entidad de la Patria Grande o de la integración regional.
A esto se añadió, en más de un caso, un discurso apocalíptico, lleno de llamadas de atención y voces de alarma, frente a un mundo que, por diversas, variadas y contradictorias razones, está al borde del colapso.
Cada uno contó sus logros y denunció las amenazas que lo afectan (imperialismo, socialismo, etc.). Unos hablaron bien de Venezuela, otros denunciaron su falta de libertades y el fraude cometido y, un tercer grupo encabezado por Brasil y Colombia, ni siquiera mencionó el principal problema regional. Algo similar pasó con Cuba y Nicaragua. Por su parte, las dicotomías entre Israel y Gaza, China y Taiwán o Rusia y Ucrania también dividieron los discursos presidenciales.
Muchas de estas líneas divisorias poco tienen que ver con la ideología. Si antes era fácil encasillar a los protagonistas en función de su ubicación respecto al eje izquierda – derecha, eso hoy es imposible. La traslación de la polarización interna al contexto latinoamericano y la cada vez más crispada relación entre mandatarios han vuelto a dejar su impronta.
Más allá del ropaje ideológico, o de su tono más o menos progresista, no existe prácticamente ningún modelo que resista un test de coherencia. Andrés Manuel López Obrador, fiel a su tradición de ningunear la política exterior, envió a la secretaria de Relaciones Exteriores, Alicia Bárcena e insistió en la necesaria reforma urgente del Consejo de Seguridad, eliminando el poder de veto de Estados Unidos, China, Rusia, Reino Unido y Francia. Esto debería ocurrir bien de forma total o bien en los casos de genocidio, crímenes de lesa humanidad y guerra. Pese a su distancia ideológica, Javier Milei también arremetió contra el Consejo de Seguridad y el veto.
Algunos presidentes, como el colombiano Gustavo Petro, con una lectura catastrofista de la realidad global, insistieron en que el cambio climático y los hidrocarburos nos conduce al despeñadero: “El 1% más rico de la humanidad es responsable de la crisis climática que avanza, y se opone a acabar el mundo del petróleo y del carbón porque es su propia fuente de riqueza”.
De forma similar, pero con énfasis diferentes, otros barrieron para casa, subrayando sus principales logros. Nayib Bukele habló de seguridad y resaltó sus éxitos contra el crimen organizado: “Algunos dicen que hemos encarcelados a miles, pero la realidad es que hemos liberado a millones. Ahora… los buenos… viven libres, sin miedo, con sus libertades y derechos humanos totalmente respetados… tal vez sea… tarde para evitar los tiempos oscuros que enfrenta nuestro mundo…, pero no es… tarde para construir un arca y cambiar la tormenta».
Javier Milei se olvidó del simbolismo de la tribuna en la que estaba, con un tono de barricada en su ataque contra todo y casi todos, criticando incluso la Agenda 2030 y la trabajada Cumbre del Futuro. De forma simplista concentró sus ataques en la agenda woke, el colectivismo socialista y el postureo moral. Por eso, cargó contra las propias Naciones Unidas, convertidas “en un Leviatán de múltiples tentáculos”, que busca decidir “cómo deben vivir todos los ciudadanos del mundo” y terminó ufanándose de que su discurso y su defensa de la libertad individual incomodaran a la “progresía mundial”.
El intenso desfile presidencial, no falto de palabras rimbombantes, suscitó escasas adhesiones. Pocos supieron estar a la altura de un escenario tan solemne y un público especial y fueron menos aún los que atrajeron la atención general, destacando Gabriel Boric y Luis Lacalle Pou. Otros, con acusaciones surrealistas de conspiraciones fascistas orquestadas desde Washington y Bruselas, terminaron vaciando gran parte de los asientos disponibles.
En definitiva, una nueva oportunidad perdida para poner de manifiesto la importancia de una región, América Latina, que aspira a ser un importante actor global. En su lugar pesó la irrelevancia y la insustancialidad. No solo faltó un hilo conductor que diera sentido a la suma heterogénea de discursos particulares.
También se echó en falta una mejor valoración del momento y del lugar, algo también achacable, en buena medida, a la mediocridad de los equipos técnicos que suelen acompañar a los presidentes y sus ministros.
Catedrático de Historia de América de la UNED, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano, España.