Pretendo continuar con la reflexión del domingo pasado, pero, esta vez, desde una perspectiva más amplia. He pretendido establecer, en la primera entrega, la necesidad para el hombre de hoy, de un Dios-Padre que solo es alcanzable por y en Jesucristo. Al mismo tiempo, he pretendido establecer la necesidad ineludible de que la Iglesia lo viva, lo predique y convoque a los creyentes para la celebración de tan maravillosa presencia entre los hombres – La Eucaristía -. Hoy quisiera establecer la relación existente entre Cristo, Iglesia y Mundo. Para ello trataré de hacerlo profundizando en la trilogía mostrada en la entrega pasada: “Camino, Verdad y Vida”. Para tal efecto, presupongo que la “Verdad” y la” Vida” están sobreentendidas en el concepto de “Camino”.
I.- El “camino” como la “verdad” y la “vida”
La civilización occidental escucha con un gran escepticismo la afirmación de Cristo: “Yo soy la Verdad” (Jn 14,6). Con esta postura la modernidad y la post modernidad no dicen nada nuevo. En efecto, Pilatos, con cierto sarcasmo mezclado con un profundo y anhelante deseo de saber, le había preguntado a Jesús: “…y qué es la Verdad” (Jn 18,38). Y, siglos antes, el filósofo Diógenes (413-323 a. C.) se había hecho la pregunta sobre la “Verdad”. Su posición se encuentra registrada en la siguiente sentencia: “No existe la verdad. Pues una misma cosa le parece justa a uno e injusta a otro, buena a uno y mala a otro. Nuestro lema sea por tanto la reserva del juicio sobre la verdad”; o en los albores del cristianismo con la herejía del arrianismo también se puso en cuestionamiento la “Verdad” sobre Cristo. Por consiguiente, pareciera ser que el criterio de juicio sobre la “Verdad” en el presente es “el escepticismo” que ha rondado la mente del hombre desde siempre.
Ahora bien, “La Verdad” y “La Libertad” son inseparables. La ignorancia es dependencia, esclavitud y marginalidad. Y cuando el hombre empieza a entender lo esencial de su existencia, entonces alcanza la libertad. Por lo tanto, una libertad en la que se ha abolido “La Verdad” es una grosera mentira y una solemne hipocresía. Cristo, cuando se presenta como “La Verdad” quiere enseñar que Dios-Padre convierte al hombre de ignorante y esclavo en “amigo” al hacerlo participe de su saber: “No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15).
Vuelvo al inicio. Cuando el mundo moderno habla de “saber” como liberación de la esclavitud que es ignorancia, ¿a qué se está refiriendo? Piensa en el deseo de alcanzar por medio del “saber”, “el dominio de los otros” valiéndose de la tecnología y la ciencia, y, de esta manera, reducirlos a su servidumbre. En esta visión, Dios queda fuera de juego, aparece ante esta visión como algo irrelevante. Lo que se postula hoy en día es: 1º.- Ante todo, es necesario aprender a afirmarse a sí mismo en esta civilización sin alma: “Yo” valgo, “Yo” soy libre, “Yo” me autodefino y, para ello, es necesario servirse o utilizar a los demás 2º.- Una vez afirmado el “Yo”, se puede dar entonces margen a la especulación sin sentido ni verdadero interés sobre Dios, a la manera de un pasatiempo de salón. En esta mutilación del verdadero saber o conocimiento es en donde se fundamenta no solo el problema moderno de “La Verdad” sino también los diversos y graves problemas que aturden la cultura Occidental. Esta mutilación influye de manera determinante al pretender presentarla como presupuesto científico y, por lo tanto, necesaria en la supuesta recta orientación del mundo, de las ciencias, de la configuración de la vida de cada uno y de las sociedades a nivel global. Es indiferente que exista o no exista Dios. Dios está fuera de la construcción de la sociedad. Me atrevería a señalar más: ¡estorba!
Sin embargo, un dios que se ha tornado irrelevante no puede ser dios y es igualmente impensable, impotente e irreal. Si lo creado no viniese de un dios o si no fuera gobernado por él, significa que no viene de la libertad y que la libertad es solo una quimera, una posibilidad irrealizable en este mundo. El mundo se convertiría en una serie de mecanismos ciegos y toda la libertad de la cual se vanagloria la sociedad moderna se convertiría en una mera apariencia. Hago la siguiente observación: la libertad y la verdad son inseparables. Si no se puede saber absolutamente nada de Dios y si Dios no quiere saber nada del ser humano, el hombre no es libre, paradójicamente en una creación que está abierta a la libertad no puede lograr su cometido. Sin un dios, el mundo solo sería un elemento más en un sistema de fatalidades en donde, de manera incomprensible, el ansia de libertad no quiere extinguirse creando una terrible ansiedad (Cf.: “El azar y la necesidad” del biólogo Moneau). Por lo tanto, la pregunta sobre Dios se convierte, al mismo tiempo, en la pregunta por “La Verdad” y “La Libertad” porque Él es “El Camino”.
II.- La auténtica “liberación” y “libertad” en la pobreza cristiana
Surge una segunda reflexión sobre el término “camino” atribuido a Jesús. Cuando Cristo se autoproclama “El camino” el pensamiento humano se fija en los términos “Libertad” y “Liberación”. Entonces, me pregunto ¿también será posible atribuir, sin forzarlo, el término “Verdad” a la imagen de Cristo pobre? Ciertamente que me ha sido difícil encontrar un nexo. Sin embargo, se da una vinculación muy profunda. Ciertamente que “La Verdad” se desprestigió en el quehacer histórico al presentársela como una manera o instrumento de dominación, aún más, en muchas ocasiones se ha convertido en un pretexto para ejercer la violencia y la opresión – las ideologías -. Platón, en sus escritos, advierte del peligro que existe al considerar “La Verdad” como una posesión personal y, por consiguiente, como un poder de dominio. Es por eso que el filósofo antes citado, reconoce “La Verdad” en el repliegue del propio “Yo”. En este momento, me sea permitido un acomodo entre la enseñanza platónica y la evangélica. La sentencia platónica sobre “La Verdad” la traslado a la paradoja de “La Verdad Divina”. Esta “Verdad Divina” brilla de manera espléndida en la pobreza extrema y en la impotencia de Cristo crucificado, de esta manera se da una coincidencia entre Platón y Cristo. Y así, Cristo en la Cruz se transforma en el ícono de Dios-Padre porque es en la Cruz en donde aparece dramáticamente el infinito amor; y la cruz se transforma en su auténtica glorificación – es curioso observar que San Juan ve en la Cruz el trono desde donde reina y gobierna Cristo -: “Y yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí“ (Jn12,32). De esta manera “La Pobreza” pasó a ser en Cristo el verdadero distintivo, se convierte en el “Poder” interno de “La Verdad”. Lo que le abrió las puertas a Cristo en la humanidad fue ese “Poder” interno de “La Verdad”: “La Pobreza”, “La Nada”. Es lapidario lo que dice Pablo al final de la carta a los Gálatas: el último y definitivo argumento no son las palabras sino los estigmas de Jesús que Él lleva en su cuerpo (Gal 5,1-6). Hoy en día se discute mucho dentro de la Iglesia: a unos se les denomina “conservadores” a otros “adelantados” o de “vanguardia” o de “progresista”, y entre ambos se difaman, se destruyen y se mofan. No es un criterio válido y cierto. En la discusión sobre el verdadero cristianismo, sobre la ortodoxia de la fe y sobre el camino recto a seguir, la Cruz debe ser el primero, el último y el decisivo criterio a seguir.
III.- Cristo, dador de la vida
Una de las características del mundo moderno radica en el ansia insaciable de vivir. Este sentimiento – ese deseo de “Vida” -, de manera contradictoria, ha generado una anticultura de la muerte que se ha convertido en la cara del mundo occidental ya que se fundamenta en el “Placer” y únicamente en el “Placer”: el desenfreno sexual, el consumo y comercialización de la droga, el tráfico de armas y su debida exigencia: la guerra, se han convertido en la trinidad del tiempo moderno. Por otra parte, el aborto, el suicidio, la eutanasia junto con la violencia colectiva y la extorción son las vías por medio de las cuales actúa el sindicato de la muerte. En otro tiempo fueron las enfermedades venéreas, hoy todavía el sida se mantiene como el retrato de la enfermedad íntima de la cultura que persiste. La marginalidad del anciano y del enfermo terminal a quien nadie quiere y no tiene a dónde ir porque ya no presta ningún servicio o no es útil – no sirve para “nada” – se le ofrece como solución viable y oportuna “la muerte dulce”.
Si el cristiano no actúa en esta situación y se contenta con decir palabras tranquilizadoras, entonces el cristianismo está demás en esta civilización. Para satisfacer las exigencias de la modernidad o de la postmodernidad, la solución no es someterse a sus modelos de muerte, demostrando que es posible vivir con ellos, realizando así un vulgar concubinato entre religión y postmodernidad. El modelo marxista que todavía se aplica en ciertas regiones es un vulgar anacronismo frente al dominio del dinero al ser él el primero en representar el fatídico nexo entre sexo, droga, marginalidad y violencia colectiva. Ejemplo de ello es América Latina y parte o toda Europa.
Si no se procede a una curación de las almas desde la raíz, los análisis estructurales en los cuales se han gastado ingentes sumas de dinero, tiempo y dedicación – aun dentro de la misma Iglesia – no serán más que una simple superstición, porque tratan de sustituir el establecimiento de una moral por la técnica y la mecánica, es decir, por simples estructuras sin alma.
La Iglesia debe urgentemente descubrir de nuevo el realismo del ideal cristiano, debe encontrar a Cristo hoy, comprender con luz nueva el significado del dicho “yo soy el camino, la verdad y la vida”. A la sociedad moderna le cuesta entender la Cruz, la Redención, la Retribución, la Salvación más allá de lo terreno, todo ello es locura, chiste, algo inadmisible, pero en la Cruz está la salvación. La Iglesia debe central su evangelización allí.
¿Por qué el hombre está tan descarriado? Porque no se le ha dado un motivo para vivir, porque se siente asqueado del mundo en donde ha nacido, vive, se desarrolla, lo tiene todo y, al mismo tiempo, no tiene nada que le satisfaga. Es una interrogante que golpea directamente en la cara a la Iglesia católica. ¿Será capaz de encontrar “el camino”?
En realidad, no habrá curación si Dios no vuelve a ser reconocido como el eje de toda la existencia humana. Solo unida a Dios, la vida humana se hace verdadera vida; sin Él, queda debajo de su propio umbral y se destruye a sí misma.
Reporte Católico Laico