Dani Rodrik: Un nuevo trilema acecha la economía mundial

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En 2000 escribí un artículo sobre lo que llamé “el trilema político de la economía mundial”. Sostuve allí que la globalización en sus formas avanzadas, el Estado‑nación y la política de masas no pueden coexistir. En algún momento, las sociedades se conformarán con (a lo sumo) dos de los tres.

Luego propuse que a largo plazo, el que terminaría cediendo sería el Estado‑nación (pero no sin luchar). A corto plazo, la consecuencia más probable era que los gobiernos buscaran reafirmar la soberanía nacional para hacer frente a los desafíos distributivos y de gobernanza planteados por la globalización.

Para mi sorpresa, el trilema demostró tener una larga vida. En un libro que publiqué una década después, La paradoja de la globalización, desarrollé mejor la idea. El concepto del trilema se ha convertido en una forma práctica de entender la reacción contra la hiperglobalización, la salida del Reino Unido de la Unión Europea, el auge de la extrema derecha y el futuro de la democracia en la UE, entre otros temas.

Estos últimos tiempos me ha preocupado otro trilema: la inquietante posibilidad de que combatir el cambio climático, reforzar la clase media en las economías avanzadas y reducir la pobreza global todo a un mismo tiempo sea imposible. Por la senda de las políticas actuales, cualquier combinación de dos de esos objetivos parece ir en detrimento del tercero.

En las primeras décadas de la posguerra, la formulación de políticas en los países desarrollados y en desarrollo por igual puso el acento en el crecimiento económico y en la estabilidad social interna. Las economías avanzadas crearon grandes Estados de bienestar, pero también fueron abriendo sus mercados a las exportaciones de los países más pobres, siempre que las consecuencias distributivas y sociales fueran manejables. El resultado fue un crecimiento inclusivo en los países ricos y una reducción significativa de la pobreza en los países en desarrollo que aplicaban las políticas correctas.

Aunque la estrategia fue exitosa, no tuvo en cuenta los riesgos del cambio climático. Pero con el tiempo, se ha vuelto cada vez más difícil ignorar las consecuencias del crecimiento económico basado en combustibles fósiles.

A desarmar aún más el pacto keynesiano‑socialdemócrata de la posguerra en las economías avanzadas contribuyeron las contradicciones internas generadas por mi trilema original. A medida que la hiperglobalización fue reemplazando al modelo de Bretton Woods anterior, las economías avanzadas experimentaron grandes alteraciones en sus mercados laborales que debilitaron la clase media e incluso la democracia. Ambos fenómenos demandaban estrategias nuevas.

En Estados Unidos, el gobierno del presidente Joe Biden decidió encarar de frente las nuevas realidades, con una política innovadora que promueve una inversión sustancial en fuentes de energía renovables y en industrias verdes para combatir el cambio climático. Y apunta de forma explícita a restaurar la clase media, mediante la promoción del poder de negociación de los trabajadores, la repatriación de fábricas y la creación de empleo en las regiones que resultaron más afectadas por las importaciones chinas.

Este nuevo énfasis en el clima y en la clase media tendría que haberse adoptado hace mucho tiempo. Pero lo que las autoridades en Estados Unidos y Europa ven como una respuesta necesaria a los fracasos del neoliberalismo, a los países pobres les parece un ataque a sus posibilidades de desarrollo. La última camada de políticas industriales y regulaciones es a menudo discriminatoria y pone obstáculos al ingreso de productos fabricados en los países en desarrollo.

Los subsidios verdes en Estados Unidos incentivan el uso de insumos locales antes que importados. El mecanismo de fijación de precios del carbono en la UE pronto impondrá aranceles adicionales a los exportadores “sucios” de los países en desarrollo. Los gobiernos de los países pobres consideran que esas medidas frustrarán sus intentos de replicar el modelo de industrialización orientada a las exportaciones que aplicaron las naciones del este asiático.

Es posible imaginar otra combinación de políticas, centrada en los países pobres y en el clima. Pero esto supondría una gran transferencia de recursos (financieros y tecnológicos) del norte al sur, para asegurar en el segundo las inversiones necesarias en medidas de adaptación y mitigación frente al cambio climático.

También demandaría mucho más acceso a los mercados del norte para los bienes, servicios y trabajadores de los países pobres del sur, de modo de mejorar las oportunidades económicas de esos trabajadores. Esta configuración de políticas es éticamente atractiva: sería en la práctica una aplicación a escala global de los principios de justicia del filósofo John Rawls.

Pero aquí asoma una vez más el trilema. La combinación mencionada se opondría al imperativo de reconstruir la clase media de las economías avanzadas. Intensificaría la competencia para los trabajadores sin título profesional o universitario y reduciría sus salarios. También disminuiría la disponibilidad de recursos fiscales para invertir en capital humano e infraestructura física.

Por suerte, algunas de estas tensiones son más aparentes que reales. En particular, tanto en las economías avanzadas como en los países pobres, las autoridades deben entender que en el futuro, la mayor parte del empleo de calidad de clase media no provendrá de la producción industrial sino del sector servicios. Y en las economías en desarrollo, la creación de empleos más productivos en ese sector también será el principal motor de crecimiento económico y reducción de la pobreza.

Los sectores con capacidad para absorber mano de obra (como el cuidado de personas, el comercio minorista, la educación y otros servicios personales) son en su mayoría no transables. Su promoción no crea tensiones comerciales como sucede con las industrias manufactureras. Es decir que el conflicto entre el imperativo de promover la clase media en las economías avanzadas y el de promover el crecimiento en los países pobres no es tan grave como parece.

Además, hacer frente al cambio climático sin un importante grado de cooperación de los países en desarrollo es prácticamente imposible. Mientras disminuyen las emisiones de Estados Unidos y Europa, las de los países en desarrollo siguen en aumento (veloz, en algunos casos), y pronto superarán el 50% de la emisión mundial (sin contar a China). De modo que redunda en interés de los países ricos promover políticas de descarbonización que los países pobres vean como parte de sus propias estrategias de crecimiento en vez de como un mero costo.

El cambio climático es una amenaza existencial. Una clase media grande y estable es la base de las democracias liberales. Y reducir la pobreza global es un imperativo ético. Sería alarmante tener que abandonar alguno de estos tres objetivos. Pero el marco de formulación de políticas actual impone, de manera implícita pero contundente, un trilema cuya solución no parece fácil. Para lograr una transición posneoliberal exitosa tenemos que formular nuevas políticas que trasciendan estas tensiones.

Profesor de Economía Política Internacional en la Escuela Kennedy de Harvard, es presidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy (Princeton University Press, 2017).

 

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