Claudia Scheinbaum Pardo, “madre, abuela, científica y mujer de fe”, tomó posesión como presidenta de México el pasado 1 de octubre. A la ceremonia, celebrada en la plaza de la Constitución, la del Templo Mayor de Tenochtitlán, lugar de los grandes acontecimientos de los tiempos coloniales y republicanos, no fue invitado el rey de España, Felipe VI de Borbón, a causa de los “agravios” cometido por las tropas de sus antepasados durante la conquista del imperio mexica hace 500 años. Suponemos que otros “grandes” del mundo (de Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Rusia) estuvieron ausentes por razones similares.
Juan Diego Avendaño (Ilustración).
El argumento del Gobierno mexicano, que reanima una antigua discusión (sostenida desde los tiempos de la independencia), parece totalmente extemporáneo. Los “agravios” – que los hubo, cometidos contra las indicaciones de la Corona y con la complicidad, a veces, de pueblos indígenas cercanos – no sólo sucedieron hace mucho tiempo y fueron en su momento denunciados por testigos hispanos (como Bernal Díaz del Castillo o Bartolomé de las Casas); también formaron parte de un proceso de conquista en el que junto a los actos de violencia (mutua), ocurrieron otros de enriquecimiento cultural y de humanización de todo lo cual surgió una sociedad nueva.
Como recordó Octavio Paz, los mexicas creían en la repetición en el tiempo de un ciclo de vida y muerte, de fin y comienzo. Eran fases de un proceso cósmico permanente. Hernán Cortés y sus soldados llegaron, precisamente, en el momento en que debía producirse un cambio y aprovecharon aquella creencia (que conocieron apenas desembarcar) para lograr sus objetivos. Sin duda, actuaron con violencia (como sus aliados indígenas), aunque la Corona había prevenido contra un comportamiento semejante. La reina Isabel, en su testamento (noviembre de 1504) encargó y mandó a sus sucesores que “no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, antes al contrario que sean bien y justamente tratados, y si han recibido algún agravio que lo remedien”. Se dictaron leyes en tal sentido. No siempre se cumplieron.
Todo proceso de conquista conlleva violencia. Supone voluntad de dominio; pero también resistencia de los sometidos. La historia revela no pocos casos de conquistadores que buscaban sólo explotar, cuando no exterminar a los vencidos. Como los mongoles en Corasmia o al este de Europa (siglo XIII) o los japoneses en el Extremo Oriente (siglo XX). Pero, otros trataron más bien de fundar sobre la antigua sociedad una nueva, basada en los principios que los orientaban. Lo hicieron los romanos en torno al mediterráneo; y también los árabes de los califatos Ortodoxo y Omeya (siglos VII y VIII). Los aztecas, que se decían descendientes de los toltecas (900-1100), y que aprovecharon conocimientos de olmecas (1200-400aC) y teotihuacanos (100aC-650dC), se habían impuesto por la fuerza a otros pueblos del Valle de México. Les exigían tributos y gente para sacrificar a sus dioses. Por eso, los sometidos los odiaban y lucharon contra ellos.
La conquista española en América tuvo desde los inicios carácter fundacional. En lugar de abrir una ruta comercial, las carabelas colombinas encontraron inmensas tierras pobladas por hombres desconocidos, lo que determinó que se fijaran más amplios objetivos: ofrecer nuevos súbditos al rey, incorporar territorios de gran riqueza a sus reinos y “procurar, inducir y atraer (aquellos) pueblos a la fe católica”. Así se inició un proceso creador mediante el aporte de elementos esencialmente culturales: lengua, pensamiento y fe. Bien lo dijo Carlos Fuentes: testigos de su propia creación, descendientes de españoles e indígenas, saben que la conquista fue “un acontecimiento cruel, sangriento … catastrófico. Pero no estéril”. En efecto, en América apareció un pueblo nuevo, mestizo, que comparte con el hispano elementos identificadores: lengua romance, religión católica, pensamiento occidental (judeo-greco-romano), inclinación renacentista por el arte y la ciencia. Sin embargo, distinto: porque al asimilar aquellos les agregó rasgos propios.
México es hijo de España, continuación social, jurídica y política de la Nueva España (establecida el 8 de marzo de 1535). Antes de 1521 no existía una entidad soberana, fundada sobre una realidad humana, con autoridad sobre la totalidad de su jurisdicción actual. Tampoco la nación mexicana, fusión de los pueblos y seres humanos que allí se encontraron en los tres siglos siguientes. El conocido como imperio mexica – impropiamente llamado “azteca” en alguna historiografía – era en verdad una alianza (1428) de tres “potencias” (Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan), dominada por el tlatoani de la primera. Llegó a extenderse, en provincias tributarias, en el centro de México desde Veracruz en el Golfo hasta la costa del Pacífico; pero dentro de esa área, subsistían señoríos independientes (notablemente Tlaxcala, Teotitlán y Yopitzinco). No incluía las tierras del norte (desde Tarasco, Chichimecatlalpan y Metzititlan), la península de Yucatán ni el Sur (salvo parte de Chiapas).
Precisamente, la conquista del imperio mexica fue posible no sólo por la superioridad de conocimientos y medios técnicos de los españoles sino fundamentalmente por la alianza que lograron con los señoríos sometidos (o amenazados) por la Triple Alianza (que exigía tributos y cautivos). Cortés – resumió Carlos Fuentes – descubrió su debilidad secreta: los pueblos sometidos odiaban al déspota centralizador y se unieron al invasor para combatirlo. El portal del gobierno de México explica que la caída de Tenochtitlán se llevó a cabo “mediante la negociación entre civilizaciones que se encontraban bajo el yugo mexica y el conquistador español”. Después, la Nueva España se extendió hasta la Alta California y Texas y Centroamérica (con jurisdicción en las Antillas y Filipinas, cuyo tornaviaje descubrió Andrés de Urdaneta,). Los enemigos se integraron. La población formó nación. Y en la entidad tuvo lugar un proceso de creación social, económico y cultural de gran trascendencia.
El reclamo por los malos tratos de España es viejo. Temprano fray Bartolomé de las Casas denunció los actos cometidos contra los naturales. El relato se repitió desde entonces; y los libertadores lo utilizaron para justificar sus objetivos. Luego dio lugar a larga discusión. Los historiadores han intentado aclarar el asunto. Los crímenes y atropellos no fueron generales. Hubo iniciativas de protección de los indígenas (como los pueblos del “tata” Vasco de Quiroga en Michoacán y las misiones de fray Junípero Serra en California). Pero, en todo caso, resulta inoportuno fundar la política internacional sobre hechos ocurridos hace 500 años (Tenochtitlan cayó en 1521). Además, junto a los españoles en esos hechos (o “agravios”) estuvieron otros pueblos que se sentían subyugados por el imperio mexica. Por lo demás, la república mexicana y el reino de España, que reconoció oficialmente su independencia en 1836, mantienen desde hace tiempo relaciones diplomáticas cordiales.
Para concluir la conquista del territorio y adelantar ordenadamente la integración de los pueblos que lo habitaban, se creó la Nueva España, estructura de poder que facilitó el nacimiento de una nación moderna. Basada en las antiguas poblaciones y culturas, surgió una “nueva”, distinta, de rasgos propios. Fue resultado del encuentro físico y del aporte espiritual mutuo. Se adoptó la lengua española (que, enriquecida, generalizó la república) y la fe católica (con algunas formas propias). Se conocieron el pensamiento, las instituciones y las conductas europeas (herencia de árabes, godos, romanos, griegos y judíos) y se asimiló el espíritu renacentista (lo que se tradujo en obras de valor universal). En 1551 se creó la primera universidad. Expresión de ese nuevo mundo fueron los maestros del churrigueresco, sus catedrales y conventos, los colegios y hospitales, sor Juana Inés de la Cruz y los humanistas, como Carlos de Sigüenza o Francisco Javier Clavijero.
El reconocimiento de culpabilidad en la conquista, que algunos consideran como deber de España, entraña también la afirmación de lo originario como elemento fundamental de la nación mexicana. Pero, esto último comenzó con los estudios de Bernardino de Sahagún (siglo XVI). En cuanto a aquel reclamo, desde los encuentros iniciales, algunos de quienes participaron en ellos denunciaron crueldad y malos tratos, expresiones que han repetido a lo largo del tiempo representantes del pensamiento español. Como los soldados de la expedición de 1519, pudieron señalar que “no mandaba Dios ni el Rey, que hiciésemos a los libres esclavos” (Bernal Díaz del Castillo).
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