En septiembre de este año viajé a Corea del Sur para participar del Festival Internacional de Literatura de Seúl. Nunca había estado en ese país. A pesar de que en Buenos Aires hubo una importante inmigración surcoreana en los años 90 y que somos uno de los pocos países que tenemos en el calendario un “día nacional del Kimchi”, no conocía su cultura. Es cierto que he visto muchas películas y series, pero sabía poco de su literatura. Había leído Conejo maldito, de la destacada escritora Bora Chung; me había impactado y recordaba esos cuentos a la perfección. También había leído una antología de jóvenes autoras publicada por Hwarang, una editorial de Buenos Aires que sólo publica escritores coreanos. Eso era todo. Me sentía analfabeta para emprender ese viaje, así que me puse a buscar más libros y autores.
Uno de los primeros nombres que aparecieron fue el de Han Kang.La vegetarianaera una lectura que tenía pendiente desde hacía tiempo. Traté de conseguir el libro en papel, pero la edición de Random House era inhallable. A través de una plataforma de comercio electrónico encontré un ejemplar de una edición anterior del sello Bajo la luna, una editorial independiente. Fueron adelantados, y Argentina el primer país no asiático que tradujo a Han. Esa excelente traducción es de Sun-Me Yoon, una surcoreana que llegó a la Argentina a los 5 años y estudió en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. La misma universidad que hoy —permítanme la digresión— se encuentra en riesgo por el recorte presupuestario que ordenó el presidente de mi país, quien también estudia poner restricciones económicas para los extranjeros que, como Sun-Me Yoon, estudian allí.
Recién cuando recibí el ejemplar me di cuenta de que no sólo era un libro usado, sino que además estaba subrayado con tinta azul, escrito profusamente en los márgenes, manchado con café y arrugado por otros líquidos. Aunque era imposible leer un libro en ese estado, no lo devolví. Fui por mi segunda opción, el e book; pero me equivoqué y lo compré en su versión catalana. Por fin, la tercera fue la vencida, y empecé a leer.
La lectura de La vegetariana fue una experiencia extraordinaria, por la prosa, por la historia, por los personajes, por las voces. Contundente y delicada a la vez, su lectura me conmocionó. Le robé horas al sueño y terminé ese mismo día; me sirvió también para conocer la situación de la mujer en Corea del Sur. Que la protagonista se declarara vegetariana no era sólo una cuestión de alimentación, sino que se trataba de romper con los mandatos impuestos por la tradición. La comida es un ritual muy importante para los coreanos, tanto que en lugar de preguntar ¿cómo estás?, preguntan ¿has comido? Y no, Yeonghye, nuestra vegetariana, no ha comido, ni quiere comer, ni comerá por mucho que la fuercen.
El 9 de octubre se celebra el día de la literatura en Corea del Sur. Tal vez fue un presagio porque el 10 se anunció el Nobel y lo recibió una de sus voces más notables. Me levanté temprano para escuchar el anuncio. Me gusta esa ceremonia en que, a la hora señalada, se abre la puerta de madera y alguien empieza a hablar en un idioma que no entiendo, hasta que pronuncia un nombre propio y logro hacer sentido. Algunas veces se trata de un escritor que no leí. Esta oportunidad no fue así: cuando en medio de palabras suecas entendí Han Kang, me puse feliz. Y necesité compartir esa felicidad. Le escribí un breve mensaje a Bora Chung, e intercambiamos alegría. Me imaginé a cada una de las personas que conocí en Seúl hablando del asunto. Le escribí a un par más, pero necesitaba conversar con algún lector de Han en español. Entonces, me acordé del libro subrayado, aquel que no pude leer de tan manoseado. Lo busqué y recorrí sus páginas.
A partir de las marcas conversé con la que fue su dueña (apuesto que era una lectora). “La invisibilidad de la mujer como cuerpo erótico”, había escrito junto al subrayado de: “Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco ni siquiera me atrajo la primera vez que la vi”. Coincido, pero agrego en lápiz negro que pronto se convertirá en un cuerpo erótico, frente a un hombre que busca debajo de su cintura “la mancha mongólica”. Un poco más adelante, junto a “… se sentaba a la mesa del desayuno, pero no tocaba bocado” la lectora anónima se preguntaba “¿locura?”. Y yo escribo con lápiz: “resistencia”. “Hablan por ella, la protagonista no tiene voz”, se quejaba en otro margen. Corrijo: habla a través de sus sueños. Busco más palabras subrayadas: sexo, sujetador, sangre, calor, pezones. Subrayó las mías con lápiz.
Me pregunto si esa lectora ya sabrá que Han Kang ganó el Nobel, me preguntó si se habrá arrepentido de haber vendido el libro que hoy es mío. Le agradezco la charla. Sé que en las librerías de Buenos Aires pronto encontraré todos los libros de Han que hoy no están. Pero me molesta depender de los tiempos editoriales, y salgo para la casa de una amiga que prometió prestarme Actos humanos, feliz porque aún tengo otros libros de la flamante Nobel por leer.
El País de España