A veces se va por el mundo con el alma hecha un garito donde la pesadumbre y los sueños retorcidos se turnan para acodarse en el mostrador y pedir otra ronda de su antiguo vino venenoso con el derecho que les da ser viejos clientes del antro, y no queda otra que entregarse a esa borrachera negra que no pagan ellos sino nosotros, usuarios ya babeantes y con los bolsillos drenados de tanto pagar bebidas que creíamos ingresadas para siempre en el listado de etiquetas proscriptas debido a sus efectos colaterales malísimos, pero entonces, contra toda previsión, un viernes a la noche se está de pie en un sitio que parece una mezcla de galería de arte y bar, entre muchas personas vestidas de manera imprecisa aunque la mayor parte lleva esa clase de ropa entre cool y vanguardista que usa la gente sofisticada, y en el escenario hay un hombre delgado que domina máquinas con gestos elegantes produciendo una música fibrosa, enérgica, mientras tres mujeres ejecutan una danza que tiene la tosquedad de lo aeróbico y la fluidez de lo acuático, especialmente una de ellas que aparece desnuda sobre una tarima y, mientras el hombre continúa con su ejecución virtuosa, derrama un hechizo enceguecedor de movimientos perfectos que no tienen nada que ver con la armonía aunque cada poro de ese cuerpo, cada músculo, está donde debe estar, ocupando el lugar exacto que debe ocupar en el universo —esa es la sensación: que el cuerpo está completamente “encajado” en el tiempo y el espacio—, y es amenazante como una peste al acecho y una flecha clavada en la existencia de todos los que están allí para recordarles de qué va la cosa de estar vivos, y el hombre, que se llama Diego Frenkel y ha cantado o cantará “mis pensamientos se detienen por exceso de velocidad”, emplaza un epitafio imaginario sobre aquel garito amargo, decreta su cierre por un rato, permite respirar hasta el próximo ahogo, hasta la próxima borrachera negra.