Era uno de los muchos días en los que Jesús caminaba infatigable, pasando a través de ciudades y pueblos donde iba dejando la huella de su amor. Sanando enfermos, dando de comer a los hambrientos, enseñando el reino de Dios a las multitudes que se agolpaban alrededor de Él con la inmensa necesidad de ser bendecidos por Dios. Ese día en particular, Jesús había vuelto a Nazaret, la ciudad en la cual había sido criado. Llegado el día de reposo entró a la sinagoga y conforme a su costumbre, se levantó a leer las Sagradas escrituras. Cuenta la Biblia, a través de tres de los cuatro evangelistas, que le fue dado el pergamino del rollo correspondiente al profeta Isaías.
Al abrirlo, sus ojos cayeron sobre lo que conocemos hoy como el capítulo 61 del libro de Isaías. Entonces comenzó a leer: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. A ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria suya”. “Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros”. Lucas 4:21.
¡Qué momento tan trascendental! Es como si toda la creación hubiese estado conteniendo el aliento, esperando el tiempo en que el Creador enviara a su primogénito hecho carne para redimir a su creación caída. Jesús no solo leyó estas palabras aquel día, en aquella sinagoga, ante aquellos hombres y mujeres; Jesús las vivió, las encarnó, las hizo suyas en cada paso que dio, en cada milagro que realizó, en cada enseñanza que impartió. Este mensaje mesiánico de restauración dejó de ser una promesa distante y se convirtió en una realidad palpable. Tristemente, la gente de su pueblo no podía verlo como el Mesías prometido, sus corazones estaban cerrados al amor de Dios. Estaban demasiado ocupados tratando de ser religiosos, sin darse cuenta que su religión había ido creando un abismo, cada día más grande entre ellos y su Hacedor. Y aquel día trataron de arrojarlo desde un monte para matarlo.
Cada vez que leo esas palabras de Isaías que Jesús afirmó su cumplimiento, realmente siento que en cada palabra está plasmada toda la obra redentora. Hoy, especialmente, la frase que nos revela que el espíritu angustiado será cambiado por manto de alegría, tiene un significado especial para mí. Jesús trajo consuelo al alma abatida por la angustia. Nos mostró que la verdadera sanidad de nuestro espíritu no consiste en la ausencia de angustia, sino en la presencia de Dios en medio de esa angustia. Así es, en su presencia, cuando tenemos comunión con Él, cuando nuestro espíritu se eleva en una oración, cuando podemos comprobar, en nuestra propia alma, que esa sensación silenciosa que va carcomiendo nuestro ser interior, despojándonos de todo gozo, llenándonos de un miedo profundo, comienza a desvanecerse para convertirse en paz, una profunda paz que produce en nosotros la alegría de vivir.
Según los psicoanalistas la angustia corresponde al lugar del vacío de la existencia; es una irrupción de lo real en la consciencia. Según Lacan, la angustia es el único afecto que no engaña al ser humano. Es el ser humano consciente de sí mismo, tratando de dilucidar el propósito de su existencia. La angustia se caracteriza físicamente por una sensación de opresión, falta de control y una percepción de amenaza inminente. Puede manifestarse como un miedo intenso y paralizante, o como una sensación persistente de ansiedad. Se puede llegar a experimentar lo que se denomina Crisis de angustia, lo cual constituye un breve período en el cual los síntomas de la angustia aparecen súbitamente con una marcada intensidad.
Cuando pensamos que esa sensación de peligro inminente puede ser, literalmente, cubierta por un manto de alegría, un sentimiento profundo de gratitud nos embarga. Cada encuentro que Jesús tuvo, cada persona que tocó, cada palabra que pronunció estaba impregnada del poder liberador del Espíritu Santo. Su ministerio fue un eco continuo de la restauración del ser humano. Fue el despliegue total del corazón del Padre, un Dios que no podía permanecer distante, sino que en su amor completo envió a su Hijo para caminar entre nosotros, para sentir nuestras cargas, para restaurar lo que habíamos perdido, para convertirse en el puente de nuestra salvación.
Así como el proceso de transformación de la mariposa, la cual dentro de su capullo, experimenta una disolución completa antes de transformarse en su preciosa forma final; también, nosotros en el camino de la vida, vivimos procesos muy complejos, en los cuales pareciera que nos estamos desintegrando en nuestro interior. Para luego, renacer integrados en una nueva realidad que conoce y aprecia la vida. La angustia actúa en nosotros como el fuego en los bosques. Lo que a primera vista pareciera devastador, en las manos de Dios puede convertirse en un proceso vital de renacimiento. El fuego abre las piñas de los pinos, dispersa las semillas y prepara el suelo para el crecimiento de nuevos árboles.
A lo largo de la Biblia podemos encontrar personajes cuyas vidas salieron renovadas después de transitar la angustia. Pienso en el llamado el discípulo amado, el apóstol Juan, quien enfrentó persecuciones por haber creído en Jesús y haber sido cercano a Él. Ciertamente, su evangelio es completamente diferente al resto; pareciera que Juan estaba concentrado en el amor de Jesús y todas las manifestaciones de este amor. También, Juan fue exiliado a la isla de Patmos, donde escribiría el libro de Apocalipsis, ofreciendo la visión del fin de este mundo, como lo conocemos, y el amor de Dios por su iglesia. Sin duda, la vida de Juan fue cubierta por el manto de alegría con el cual el Mesías cubre el terrible sufrimiento de la angustia.
Pablo de Tarso, quien primero perseguía a los cristianos, considerándolos un grupo de gente totalmente equivocada en cuanto a Dios. Después de su conversión, enfrentó las mismas persecuciones que antes él propiciaba. Además, fue encarcelado varias veces y, fue allí, detrás de las rejas, que convirtió las cadenas de la angustia en maravillosas cartas que hasta el día de hoy instruyen a los creyentes en la sabiduría divina para la existencia. Su vida cristiana estuvo marcada por la adversidad y en medio de ella aprendió que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad. El manto de alegría sobre él le hizo exclamar: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. Una prueba inequívoca sobre la resiliencia que la comunión con Dios produce en aquellos que le buscan.
Ambos, las lecciones que aprendemos de la naturaleza y los diferentes ejemplos de personajes de la vida cristiana, nos muestran que la angustia de la vida no representa el final, sino el catalizador para llevarnos desde el hueco de su realidad, al lugar donde la vida florece, donde el miedo opresor es sustituido por el manto de alegría. Nadie quiere vivir en la adversidad, nadie quiere experimentar la angustia en su vida; sin embargo, es lo más seguro que tenemos en nuestra existencia, hasta encontrarnos con nuestro creador. Jesús les dijo a sus discípulos: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. Juan 16:33.
El dolor, el luto y las tribulaciones constituyen el espacio de nuestra vida donde Dios obra la transformación más profunda de nuestro ser. Así como el fuego prepara el bosque para renacer, Dios transforma el espíritu angustiado de nuestra existencia, desplegando sobre nosotros su manto de alegría.
… A ordenar que a los afligidos de Sion se les dé belleza en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado. Isaías 61:3.
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