La amenaza nuclear, aparentemente eclipsada durante la globalización feliz, ha regresado con la guerra de Ucrania, y no ha dejado de hacerse notar en otros puntos de fricción bélica. Ha quedado superada la etapa relativamente plácida del desarme y de la no proliferación, solo perturbada por las bravuconadas de Corea del Norte o las ambiciones de la República Islámica de Irán. Ahora Pyongyang posee el arma atómica y también la cohetería para lanzarla. Teherán se halla en el umbral, a pocas semanas de contar con suficiente uranio enriquecido para fabricarla y a unos meses para armarla en alguno de sus numerosos misiles. No son pocas las potencias medias preparadas para obtenerla si se sienten amenazadas. Y China está en camino de igualar muy pronto el arsenal de las dos superpotencias. No podía ser más acertado el momento para otorgar el Nobel de la Paz a Nihon Hidankyo, la asociación de supervivientes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki que combaten por su abolición universal.
Aunque nadie la ha usado en escenarios de guerra desde 1945 (solo se ha lanzado en pruebas, ahora prohibidas por un tratado que Putin ya ha abandonado y Trump quiere romper), su mera posesión es una temible arma psicológica para amedrentar y chantajear al enemigo. Rusia la ha desenvainado verbalmente al menos en 200 ocasiones durante la guerra de Ucrania, según las cuentas del CSIS (Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales), un think tank washingtoniano. La última amenaza de Putin ha sido el anuncio de una peligrosa ampliación de su doctrina nuclear, que incluye escenarios de guerra ya existentes, como los ataques a los territorios ocupados por Rusia o la invasión ucrania de Kursk.
Las advertencias nucleares de Putin han dificultado desde el primer día el suministro de armas a Ucrania y ahora inhiben la posibilidad de que Biden autorice el uso de misiles de largo alcance estadounidenses para atacar directamente el territorio ruso. El Kremlin marca así el terreno de juego de la guerra, obligando a los aliados de Kiev a una estrategia prudente para mantener la capacidad de defensa ante Rusia y a la vez evitar la escalada. En dos ocasiones, cuando empezó la guerra en 2022 y ahora con el anuncio de esta doctrina más agresiva ha planeado la sombra de una detonación con potencial para desencadenar una tercera contienda mundial, tal como sucedió en 1962 durante la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba. Rusia limitaba su uso como respuesta a un inminente ataque nuclear o a una amenaza existencial para el Estado, pero Putin ha bajado el listón y bastará un ataque con armas no nucleares proporcionadas por otra potencia nuclear, como serían los mencionados misiles solicitados por Zelenski. El mero anuncio del cambio de doctrina es un gesto intimidante para dividir a los aliados de Kiev en el preciso momento en que se hacen acuciantes las negociaciones de paz.
También Israel ha esgrimido la amenaza a propósito de Gaza. Pero no ha sido Netanyahu quien se ha dejado llevar por el verbalismo nuclear sino algunos de sus ministros más extremistas, que a la vez han proporcionado a los tribunales internacionales las pruebas de sus particulares intenciones genocidas. Tienen por tanto escaso valor militar, y con mayor razón en un país que posee el arma pero tiene como política oficial el silencio absoluto sobre su existencia, acompañado de una estrategia para evitar que la posean sus vecinos. Si la escalada en Ucrania podría culminar con su lanzamiento por Rusia, en el caso de Israel al final de la escalada está la destrucción del proyecto nuclear de Irán. Es lo que quiere Netanyahu, aunque no es seguro que pueda ir más allá de retrasarlo si utiliza solo medios militares, especialmente si son solo bombardeos aéreos.
Echar una mano a los aliados y a la vez frenar la escalada es la tarea imposible de Joe Biden. Nada tan peligroso como que dos guerras descontroladas confluyan en una sola y alcancen una mayor dimensión, como ha ocurrido otras veces. La diferencia disuasiva que proporciona el arma nuclear es ostensible, como saben muy bien quienes no la tienen, como Ucrania e Irán. Es más fácil conseguir el consenso de Zelenski que de Netanyahu, como también lo es frenar la escalada en Ucrania que en Oriente Próximo. De ahí que la victoria, con sus rentas geopolíticas, sea más propicia al segundo que al primero. Ucrania puede salir más pequeña e Israel más extensa en los hechos, quizás no en el derecho y menos todavía en autoridad moral y prestigio, valores que Israel tuvo en alta consideración y está perdiendo y de los que Ucrania adolecía pero está ganando.