Marta Peirano: Los placeres paliativos

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En mi pandilla de profesionales sin hijos al borde de la mediana edad hay una fantasía recurrente: cuando dejemos de ser jóvenes y bellos, como la canción de Lana del Rey, compraremos entre todos una casa ajardinada de balcones frente al mar, o un refugio de piedra en mitad de la montaña, que llenaremos de libros, gatos, proyectores y mesas de mezclas.

Contrataremos servicios de limpieza y enfermería para mantener el orden de nuestros cuerpos el máximo tiempo posible. Mantendremos un club de lectura, jueves de cine, una piscina de agua salada y mesas para jugar al ping-pong y al ajedrez. Compraremos un saco de heroína que guardaremos en un lugar fresco, seco y oscuro para cuando todo duela y no queden buenas razones para salir de la cama. En algún momento nos llegó a parecer ligeramente escandalosa, con los años he descubierto que esta fantasía nuestra tan primermundista es un cliché.

“Desearía que, al final de la vida, cuando todo estuviera realmente ‘terminado’, hubiera algo que esperar”, escribe Roz Chast, la icónica caricaturista de The New Yorker en una memoria sobre el cuidado de sus padres ancianos, titulada ¿Podemos hablar de algo más agradable? Y sigue: “Algo más orientado al placer. Tal vez opio, o heroína. Te vuelves adicto. ¿Y qué? Heladerías de todo lo que puedas comer para los muy ancianos. Grandes libros de arte con imágenes y música. Cuidado paliativo extremo, para cuando ya estés harto de todo lo demás: las radiografías, las resonancias magnéticas, la comida aburrida y las pastillas que no hacen nada en absoluto. ¿Sería tan malo?” No parece malo cuando lo quiere Roz para sus ancianos padres, pero parece perverso cuando lo quiero yo.

El impulso de garantizarse la tranquilidad de los últimos días en el círculo protector de una colectividad acomodada y anestesiada por la literatura, el cine, la música y los opiáceos es tan popular que ya es un meme, pero un meme clandestino. No sale del clan. Inyectarse la sangre de tu propio hijo para vivir más tiempo te garantiza portadas en Wired, pero, fuera del marco de las instituciones, familia, residencia u hospital, la idea de compartir un espacio vital, no como proyecto de futuro sino como búnker hedonista de los últimos días, parece egoísta, escapista y ególatra.

Pensé que era por la ausencia de hijos. Son los que se quedan, los que nos dicen cómo y cuándo nos podemos ir. Ahora creo que tiene más que ver con la ausencia de opciones. En esta sociedad del bienestar, hemos decidido que no todo el mundo puede irse como quiere. Nuestra piscina futura, llena de cuerpos flácidos flotando sin resistencia en la gracia divina de la metilendioximetanfetamina, encaja perfectamente en ese universo ballardiano del rascacielos como catedral del colapso y del accidente como el hacha capaz de romper los mares helados de un vacío emocional.

Es realismo capitalista. Es peligroso, irresponsable y hedonista, pero la alternativa es más cruel. “Para poder funcionar en el capitalismo tardío sin ser un desastre psicológico, es necesario aceptar lo insano como algo normal” escribe Mark Fisher en su Realismo capitalista. Hay algo más insano que esperar la inevitabilidad de la dependencia, la indefensión y la invalidez mientras cancelamos los servicios sanitarios más básicos. Yo digo que el dolor no purifica. Elijo el respeto y la dignidad.

 

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