Antonio Sánchez Alarcón: La sustitución de la persona por la “no-persona”

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Un régimen totalitario se caracteriza por su objetivo de ejercer un control absoluto sobre la sociedad y sus individuos, trascendiendo el simple dominio político para intentar transformar la esencia misma de la condición humana. Para lograr este control total, es fundamental destruir a la persona como un ser individual, es decir, aniquilar la autonomía, la conciencia y la capacidad de pensar y actuar independientemente. En este tipo de sistema, la destrucción de la individualidad no es un accidente colateral, sino un requisito esencial para alcanzar su propósito de dominación completa. El régimen totalitario busca eliminar la capacidad de la persona para verse a sí misma como un sujeto único y con un juicio propio, reemplazándola con una identidad colectiva basada en la obediencia ciega y la sumisión ideológica.

La razón de esta necesidad radica en la naturaleza misma del poder totalitario. El control absoluto no puede coexistir con la existencia de individuos con pensamientos y convicciones independientes, ya que incluso el más mínimo atisbo de autonomía constituye una amenaza existencial para el régimen. Una persona que conserva su capacidad de pensar críticamente, de resistirse y de actuar según su propia voluntad, es un foco potencial de resistencia y un ejemplo para otros que aún no han sido sometidos. Así, para garantizar la sumisión total, el régimen debe destruir a la persona como un ser independiente y convertirla en una pieza del engranaje estatal, sin identidad propia fuera de la ideología dominante.

El totalitarismo emplea varios mecanismos para llevar a cabo esta destrucción de la individualidad. Utiliza la propaganda para moldear las percepciones, distorsionar la verdad y crear una realidad alternativa que el ciudadano debe aceptar sin cuestionar. A través de la represión y el terror, elimina cualquier voz disidente y castiga a quienes se atreven a desafiar la narrativa oficial, generando un ambiente de miedo que paraliza la capacidad de pensar de manera autónoma. Además, el control del lenguaje y la educación permite al régimen redefinir conceptos y valores fundamentales, despojando a las personas de las herramientas cognitivas necesarias para cuestionar la autoridad. En conjunto, estas tácticas no solo buscan someter físicamente a los individuos, sino también reprogramar sus mentes, de modo que su identidad quede disuelta en la masa colectiva.

Hannah Arendt, en su obra Los orígenes del totalitarismo, subraya que el verdadero peligro del totalitarismo radica en su capacidad para transformar a los seres humanos en «no-personas», es decir, en entidades sin voluntad propia, incapaces de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto porque su identidad ha sido subsumida por completo en el aparato estatal. Cuando la individualidad desaparece, el régimen totalitario alcanza su máxima expresión: una sociedad de seres humanos que ya no piensan, sino que obedecen automáticamente, anulando así cualquier posibilidad de resistencia efectiva.

Por esta razón, la destrucción de la persona como un ser individual es crucial para un régimen totalitario. Sin individuos con identidad y autonomía, no hay disenso ni oposición posible. La eliminación de la individualidad convierte a los ciudadanos en meras extensiones del poder del Estado, subordinados por completo a su voluntad. En última instancia, esta aniquilación de la identidad personal es el medio más eficaz para asegurar la estabilidad y la perpetuidad del régimen, eliminando toda capacidad de desafío, subversión y crítica. Sin seres humanos autónomos, el totalitarismo puede prosperar sin obstáculos, consolidándose como un sistema de control absoluto que reduce a los ciudadanos a autómatas al servicio de la ideología dominante.

 

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