Confieso que tuve siempre y sigo teniendo ya a mis años una simpatía y solidaridad con lo que llamamos animales, desde las hormigas a los elefantes. Por ello suelo leer todo lo que se refiere a nuestro trato con los no humanos a los que el iluminado Francisco de Asís llamaba hermanos.
Fue así que empecé a leer los adelantos que nuestra generación está haciendo con los no humanos, tratados a veces mejor que a los que llamamos personas. Me parecía un alivio, casi un salto humanitario el que, por ejemplo, a los mamíferos se les trate con la delicadeza y el mimo que usamos con nuestros semejantes preocupados de que al ser sacrificados sufran menos.
Así, sea a los bueyes y terneros, a los cerdos y gallinas hoy se les ofrecen lujos hasta ayer sólo reservados a los humanos, intentando que vivan sin estrés ofreciéndoles todos los cuidados que podríamos dar a nuestros hijos. Y hasta cuando tienen o creemos que deben ser sacrificados, ya se han sofisticado los métodos para que sufran lo menos posible.
Y al leer todos estos adelantos en el trato que nuestra generación ofrece a los animales llegué a preguntarme si será cierto que los humanos nos hemos hecho casi santos en nuestro trato con el mundo animal, colocando hasta a la ciencia a disposición para aliviar sus sufrimientos.
Y no me refiero solo a nuestros animales llamados de estimación, a nuestros adorados gatos o caninos que llegan a hacer parte del círculo más estrecho de la familia y les buscamos nombres que nos evoquen recuerdos positivos y agradables de nuestra vida. Hoy nos preocupamos también de los animales en extinción cuya desaparición empobrece a la naturaleza y a nosotros mismos.
Todo ello podría ser un salto cuántico en nuestra capacidad humana de amor y compasión por los animales cada vez más conocidos y que nos sorprenden con sus habilidades que muchas veces nos dan envidian, como el ver a los pájaros alzarse en vuelo sin necesidad de aviones o helicópteros y hasta a los colibrís quedarse parados en el aire moviendo sus alas a seiscientos por hora. O a las abejas producir la miel, un alimento que no se pudre nunca y resiste a los siglos. En las pirámides de Egipto fue encontrada miel cristalizada y comestible con más de tres mil años.
Todo ello puede parecer, y en realidad lo es, un salto cuántico en nuestra relación con el mundo al que llamamos de animal, como si nosotros, el homo sapiens fuéramos poco menos que ángeles. Y sin embargo de repente leyendo un estudio sobre el cambio radical usado hoy para sacrificar a los animales destinados a nuestra nutrición se me cayó el alma encima.
Es cierto que hoy a los animales que están destinados a nuestra nutrición se les sacrifica con métodos que les evite lo más posible los sufrimientos atroces del pasado. ¿Alguien ha visto, como yo en mi infancia, matar a un cerdo con una vaca mientras el animal grita a los cielos y se desespera de dolor al irse desangrando hasta expirar? Espantoso.
Hoy hasta a las gallinas ponedoras de huevos se las trata ya de forma más “humana” para que tengan menos estrés. Hasta les ponen música clásica en los gallineros. Y aseguran que así sus huevos son más gustosos y sanos. Y todos los animales mamíferos destinados a la alimentación humana son tratados cada vez con mayores cuidados.
Todo ello, al leerlo la primera vez, me produjo una cierta alegría al pensar que nosotros los humanos habíamos empezado a respetar a nuestros animales como dignos de cariño porque hacen parte de nuestros cosmos y están hechos del mismo barro que nos ha moldeado a los llamados humanos.
Y como todo en la vida suele tener un pero, de repente, al leer también los motivos de nuestros mimos y cuidados con los animales que acabamos comiéndonos se me cayó, como suele decirse, el alma a los pies. Resulta que a nuestros terneros y a nuestras ovejas si se las sacrifica hoy con mayores cuidados. No es porque seamos más compasivos, sino para que la carne sea más tierna, más sabrosa, mejor para las parrilladas. Se mima a las gallinas, se las deja sueltas, no pensando en su felicidad sino para que sus huevos tengan mejores proteínas. O sea, se trata a los llamados animales, a los que nos nutren, con mayor delicadeza, casi como a los humanos, no por compasión hacia ellos sino para nuestro mejor bienestar.
¿Sin esperanza, entonces? No. Intentar evitarles sufrimientos inútiles a los animales que incluso nos comemos ya es un paso positivo, una cerilla encendida en la oscuridad de una mazmorra aunque nos falte aún dar un paso más que al parecer la ciencia está estudiando, y es el poder alimentar a la humanidad sin necesidad de sacrificar a nuestros hermanos los animales sin los cuales la tierra sería un triste desierto y nosotros los llamados humanos estaríamos más solos en un mundo en el que el aumenta vertiginosamente la violencia y nos estamos convirtiendo en los que, despreciativamente calificamos de “animales”. ¿No serán en cambio esos animales que nos comemos nuestros ángeles encarnados que nos libran de los demonios de la soledad y del abandono?