Durante los primeros años del chavismo, Venezuela estuvo deliberada y constantemente partida en dos. No se hablaba de «los venezolanos», sino de «patriotas y apátridas», «ricos y pobres», «los de afuera y los de adentro», «los de Caracas y los del interior». Cada fragmentación servía a un propósito: consolidar el poder de un populismo autocrático que desde el primer día aplicó, al pie de la letra, las recetas clásicas de división y confrontación. Vivimos, durante poco más de una década, aquello que hoy tantos catalogan (a veces sin sustento) como “polarización”.
Si lo anteriormente planteado es cierto, que todo aquello quedó atrás hace mucho tiempo, también lo es. En los últimos años, mientras el régimen evolucionaba de una «autocracia competitiva» a una tiranía brutal, la polarización se fue diluyendo. Cada golpe recibido bajo el yugo del chavismo fue forjando un sentimiento compartido entre la gran mayoría de los venezolanos: la búsqueda de la libertad. La lucha por sobrevivir bajo un sistema opresivo, en lugar de fracturar más a la sociedad, cohesionó a un pueblo que, sin importar su origen o clase, empezó a unirse en torno a un objetivo común: el cambio.
Durante mucho tiempo, un pequeño pero ruidoso grupo, amplificado por el aparato de propaganda, insistió en contradecir la realidad evidente. Afirmaban, por ejemplo, que «Venezuela se arregló» porque abrieron bodegones, mientras el 80% del país seguía sumido en la pobreza extrema. Decían que al venezolano no le interesaba la política, que prefería una jaula un poco más grande a vivir en democracia. Sostenían que la migración había cesado y que muchos estaban regresando al país. También minimizaron la importancia de las elecciones primarias, asegurando que nadie se interesaba o que ganaría quien tuviera más «maquinaria». Incluso sugirieron que debíamos participar en la farsa del referéndum sobre el Esequibo. Nos decían que no podríamos organizarnos, votar, defender el voto y demostrarle al mundo, y a nosotros mismos, que somos una mayoría histórica, amplia e irrevocable.
Ese grupo, que desde el 28 de julio estuvo bastante bajo perfil, ha vuelto al ruedo. Ahora, mientras dentro y fuera de Venezuela seguimos haciendo todo lo necesario para que se respete nuestra voluntad expresada en las urnas, sugieren que aquello no es importante o, al menos, no es posible. Mientras el mundo se une en torno a nuestra lucha —que es la lucha por la democracia en su conjunto— ellos, con su ceguera moral, insisten en que «debemos avanzar» y dejar lo logrado atrás. Para argumentar semejante insulto a un pueblo que clama por libertad, repiten que al venezolano ya no le interesa la política (de nuevo insisten con eso) y que se ha entregado a la opresión. Antes no la vieron, todavía no la ven y, si siguen leyendo las líneas oficiales dándole la espalda a los ciudadanos, seguirán sin verla.
Lo cierto es que los venezolanos no «están celebrando una Navidad adelantada», ni han «dejado atrás lo ocurrido el 28 de julio«. Los venezolanos, frente a un sistema tiránico que además ha diseñado (y controla según su necesidad) una emergencia humanitaria compleja, buscan vivir y sobrevivir siempre con el deseo de cambio que el 90% del país siente y que el 70% de los votantes expresaron en las urnas.
No podemos dejar atrás absolutamente nada mientras miles de venezolanos, cada día, siguen huyendo del país por las fronteras con Colombia y Brasil, o en lanchas, o cruzando la selva del Darién. No podemos dejar atrás nada mientras casi 2.000 inocentes siguen en los calabozos de la tiranía siendo torturados, incluyendo a decenas de niños y niñas electrocutados, violados y golpeados.
La banalización de la barbarie: un negocio para unos pocos
Para algunos, normalizar la barbarie puede ser un negocio lucrativo, pero es exactamente lo contrario de lo que la mayoría de los venezolanos desea y necesita. Pretender que podemos «pasar la página» es querer que olvidemos los sufrimientos que hemos soportado, los sueños de libertad por los que hemos luchado y los derechos que nos han arrebatado.
El filósofo Theodor Adorno, tras el Holocausto, escribió sobre la responsabilidad de la memoria: «El pasado no está muerto, ni siquiera es pasado, mientras no se lo haya vencido.» No podemos simplemente avanzar sin antes haber enfrentado y superado las atrocidades que hemos vivido. Aquellos que piden olvidar lo ocurrido actúan como cómplices de la opresión, no como defensores de la reconciliación o del progreso.
Escribir un nuevo libro, no pasar una página
No se puede borrar la decisión de ser libres, el deseo de cambio ni el anhelo de reencuentro. Todo eso nos acompaña cada día, en el desayuno, en las reuniones con los amigos, en la emoción de ver un Caracas-Magallanes y en la videollamada con los familiares que no podemos abrazar. Los venezolanos hemos aprendido a enfrentar a la barbarie en todos los aspectos posibles, y ello incluye no vivir una vida gris y conformista como pretenden los soviéticos que nos gobiernan. Y cuando llegue el momento de demostrar, una vez más, que no permitiremos que se irrespete nuestra decisión, lo haremos, como lo hicimos ese domingo de julio. Lo haremos a pesar de los bárbaros que ocupan el poder por la fuerza y de sus siervos que se dedican a la propaganda y la posverdad.
No es la página lo que debemos pasar. Lo que debemos hacer es cambiar el libro negro de la tiranía por uno donde comencemos a escribir sobre democracia, libertad y reencuentro.