Como si se tratara de la fábula de Esopo ¡Que viene el lobo!, también conocida como Pedro y el lobo, el presidente colombiano Gustavo Petro ha vuelto a alertar de un golpe de estado en su contra. Golpe de estado que en ocasiones pasadas ha adoptado distintas variantes: golpe blando e, incluso, golpe de las corbatas. Esta obsesión destituyente se origina en la época en que Petro fue alcalde de Bogotá (2012 – 2015) y se refuerza con la idea del lawfare (guerra judicial contra los gobiernos progresistas latinoamericanos).
Precisamente gracias al uso de “técnicas jurídicas inconstitucionales”, impulsadas por poderes ocultos que sortean la voluntad social mayoritaria y no aceptan la pluralidad de opiniones políticas, el lawfare, según Petro, intenta frenar cualquier avance de la “democracia plebeya”.
Sin embargo, y pese al dramatismo de sus denuncias, la vida política en Colombia mantiene sus constantes vitales. Sus instituciones, comenzando por el parlamento y la justicia, siguen demostrando la misma solidez de siempre. El actual estado de alarma se originó en una denuncia anónima ante el Consejo Nacional Electoral (CNE), un órgano más político y administrativo que judicial, que decidió investigar una denuncia anónima acerca del gasto excesivo realizado durante la campaña electoral de Petro.
Pese a las advertencias del gobierno y del movimiento oficialista Pacto Histórico a la comunidad internacional sobre la gravedad de lo ocurrido, las reacciones y las muestras de solidaridad con Petro han sido escasas. Destaca en primer lugar la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, que contrariamente a lo que dicta la Doctrina Estrada, la piedra basal sobre la que se asienta la política exterior mexicana, expresó su “solidaridad con el presidente Petro, él es, como ustedes saben, prácticamente el único presidente progresista que ha tenido Colombia. Así que siempre nuestro apoyo, nuestra solidaridad. Cuando haya siempre una injusticia, es parte de nuestra política”.
Se trata, obviamente, de una clara injerencia en los asuntos internos colombianos, algo a lo que la diplomacia mexicana se ha opuesto tradicional y frontalmente, al menos hasta la llegada de López Obrador. Junto a Sheinbaum se han posicionado Lula da Silva e incluso Diosdado Cabello, ministro venezolano de Relaciones Interiores, Justicia y Paz (sic). Lula afirmó tajante que “no se puede renunciar al debido proceso legal”, especialmente “cuando lo que está en juego es la voluntad del pueblo expresada democráticamente a través de las urnas”. Por eso recordó el juicio político contra Dilma Rousseff, del que dijo que carecía de “base legal”, reforzando la idea de persecución contra los dirigentes progresistas latinoamericanos por el solo hecho de serlo.
Más chocante fue la defensa de la democracia colombiana realizada por Cabello, uno de los principales sostenes de Nicolás Maduro en la defensa del fraude cometido tras las elecciones del 28 de julio, pese a que, tres meses después las actas aún siguen sin aparecer. Para el ministro del Interior: “Da tristeza la ingenuidad de que él estaba gobernando, de que él podía gobernar Colombia y que el narco paramilitarismo lo iba a dejar, que le iban a entregar ese país, a un presidente como él. No ha podido gobernar ni un día”.
En realidad, la experiencia de gobierno de Petro ha sido bastante frustrante, más por errores propios que por conspiraciones ajenas. Después de su victoria en segunda vuelta, logró armar una amplia coalición parlamentaria que incluía a buena parte del espectro político colombiano, incluyendo a liberales y conservadores. Con su apoyo hubiera podido sacar adelante su apretada agenda reformista. Si bien, producto de la negociación, sus reformas no hubieran sido aprobadas al 100%, si hubiera mantenido lo esencial de sus propuestas. En ese supuesto Petro hubiera pasado a la historia como el gran reformista de la reciente historia colombiana, pero las prisas, sus prisas, y su deseo del todo o nada, condenaron al fracaso muchas de sus iniciativas.
Como Penélope, Petro intenta tejer de día la convocatoria a un gran acuerdo nacional para destejerlo durante la noche. Incluso nombra a un político componedor y centrista como Juan Fernando Cristo como ministro del Interior para que avance por ese camino, pero en cuanto las cosas no salen como al presidente le gustaría convoca a la movilización popular para defender en las calles “el orden constitucional” con tonos realmente apocalípticos: “Una burla al voto popular se responde con el pueblo. Convoco a ese gigante dormido, al pueblo colombiano: a sus juventudes, a su campesinado, a sus trabajadores, a sus mujeres a movilizarse en las calles contra el golpe de Estado”.
Las posibilidades de que prospere la investigación del CNE son remotas y, sobre todo, dilatadas. En caso afirmativo, recién habría algún pronunciamiento en tal sentido una vez finalizado el mandato de Petro. Solo el Parlamento, a través de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, es el único órgano habilitado para iniciar un juicio político y jurídico contra el presidente. En buena medida, la reacción del inquilino de la Casa de Nariño, sede de la presidencia colombiana, podría deberse bien al reconocimiento de su hijo Nicolás de que se habían producido irregularidades durante la campaña o bien al naufragio de su iniciativa de convocar una Asamblea Constituyente para reformar la Constitución de 1991. De otro modo no se explica una reacción tan salida de tono como la conocida estos días, aunque luego pareció escampar y volvió a primar una cierta calma.