Carlos Malamud: Venezuela y su crisis interminable

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El rechazo de Nicolás Maduro y del chavismo gobernante a reconocer el triunfo de la oposición en las elecciones presidenciales del 28 de julio pasado y a encarar un traspaso pacífico del poder ha vuelto a mostrar la vis más perversa y represiva del régimen imperante en Venezuela y la naturaleza cíclica e interminable de la crisis política que afecta al país. La resistencia casi patológica del núcleo más próximo al presidente Maduro a abandonar el poder es buena prueba de ello. Esto responde, básicamente, al cúmulo de acusaciones de todo tipo, presentes o futuras, vinculadas a violaciones de derechos humanos, narcotráfico y corrupción, entre otras. Por eso, su salida del gobierno acarrearía la pérdida de la libertad o el exilio en condiciones materiales complicadas de buena parte de los altos cargos del régimen.

El círculo presidencial más estrecho lo componen el nuevo ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz (sic) Diosdado Cabello, el fiscal general Tarek William Saab, los hermanos Delcy y Jorge Rodríguez, vicepresidenta y ministra de Petróleo la primera y presidente de la Asamblea Nacional el segundo y el longevo ministro de Defensa, Vladimir Padrino López. De algún modo, ellos, junto al presidente y a su esposa Cilia Flores, la “primera combatiente” del país, expresan las diferentes sensibilidades que se mueven dentro del chavismo gobernante.

Un compendio de las declaraciones diarias del núcleo gobernante chavista contra la oposición y sus principales líderes, comenzando por María Corina Machado y Edmundo González Urrutia, muestra el empeño constante en descalificarlos, en borrar de la faz de la tierra a todos aquellos que no piensan como ellos, que no comparten su peculiar manera de entender el poder y, por encima de cualquier otra consideración, osan arrebatarles el mando. Cuando Hugo Chávez gobernaba, el entonces presidente bolivariano se encendía contra la oposición si sus líderes llegaban a manifestar públicamente lo que en principio debería ser su principal razón de ser: llegar al poder, o al menos aspirar a hacerlo, mediante unas elecciones limpias y democráticas.

Sin embargo, esta premisa, basada en la alternancia, no tiene cabida en la democracia bolivariana, teóricamente llamada a construir el socialismo del siglo XXI y no un sistema político democrático liberal y representativo. Esto último jamás estuvo en la hoja de ruta del chavismo. Según sus impulsores, la construcción del socialismo es un objetivo compartido por la vanguardia revolucionaria del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) junto con el pueblo bolivariano, que como no podía ser de otro modo, está firmemente comprometido con su gobierno. La idea, expresada infinidad de veces, es que “hemos llegado al poder para quedarnos” (el tiempo que sea menester) y que “el poder ni se comparte ni se reparte” (con nadie y menos con la oposición). A buen entendedor pocas palabras. Solo en este contexto de continuidad indefinida cobran sentido las elecciones. En este caso, la democracia bolivariana solo es admisible si sirve para darle al régimen una pátina de legitimidad y credibilidad.

En Venezuela no hay margen para el disenso. El único camino de la oposición, si quiere sobrevivir sin dar con sus huesos en el camposanto, en las mazmorras de la policía política o en el exilio, es acatar las indicaciones emanadas de cualquier rincón del poder chavista, por más elementales o brutales que sean. Si esto no es así, emerge la más cruda represión. Entonces toman cuerpo las acusaciones más insólitas y atrabiliarias (traición a la patria, terrorismo, etc.) o se acude a normas cada vez más asfixiantes, como la “Ley contra el fascismo, el neofascismo y expresiones similares”, actualmente en tramitación en la Asamblea Nacional. Entre otras medidas, busca ilegalizar a partidos políticos y multar a aquellas empresas, organizaciones y medios que financien actividades o difundan información que pueda incitar al fascismo. Sacando pecho y recordando una vez más que su país tiene la democracia más perfecta del mundo, Maduro reitera que su proyecto de ley “toma lo mejor de las leyes europeas en relación con el fenómeno del nazismo y el fascismo y lo adapta a Venezuela”.

¿El modelo de Nicaragua?

Si hay tanta resistencia a dejar el poder, ¿por qué se permitió que Edmundo González Urrutia fuera candidato? O, dicho de otra manera, ¿por qué no se siguió el modelo nicaragüense? En 2021, ningún candidato que tuviera la más mínima posibilidad de imponerse a Daniel Ortega pudo presentarse: todos fueron encarcelados o debieron exiliarse. Tras las inhabilitaciones de María Corina Machado, elegida candidata de la oposición en unas elecciones primarias que mostraron la fortaleza de su liderazgo, y de Corina Yoris, su primera sustituta, todo indicaba que esto volvería a pasar con Edmundo González. Pero no fue así, ya que el régimen accedió a que la oposición concurriera con ese candidato.

Probablemente se trate del mayor error político, o uno de los mayores, cometido por Maduro durante sus largos años en el poder (gobierna desde 2013). Instalado en la torre de marfil de su infinita soberbia, creyó imposible que un diplomático y académico “gris, anodino y senil”, desconocido por la mayor parte de la población, sin experiencia política y con cero carisma, pudiera ganarle unas elecciones, aunque fueran limpias. Pura suposición basada en la omnipotencia de un presidente cada vez más aislado de su gente y que ha hecho del Palacio de Miraflores su coto cerrado de caza, su lugar de reclusión cuasi permanente.

Llegado el hipotético caso de una derrota en las urnas, ésta sería por una mínima diferencia. Así las cosas, un simple maquillaje al escrutinio, un pequeño retoque de las cifras aquí y allí, pondría todo en su lugar y dictaminaría, sin la menor duda, la identidad del legítimo ganador. Pero, Maduro no contaba en absoluto con que entre Machado y González se establecería un nexo de tal magnitud que rápidamente éste comenzaría a expresar inequívocamente la voluntad de cambio de amplios sectores sociales. No solo eso. Maduro tampoco pudo imaginar, pese a las advertencias de algunas encuestas, las más serias e independientes, que la oposición terminaría imponiéndose al oficialismo por casi 30 puntos de diferencia.

A la vista de este resultado, cualquier fraude en la noche electoral era imposible. La movilización popular no permitía un retoque cosmético de las cifras. La única opción en manos del régimen era el robo a mano armada, a plena luz del día. En la resolución electoral, en la proclamación del vencedor, no hubo fraude, hubo robo. Esta vez no se corrigieron las cifras reales, como ocurrió en otras oportunidades pasadas. En su lugar, se inventaron otras nuevas que dieron el triunfo a Nicolás Maduro, que así acometería un tercer mandato por otros seis años. Estos datos, insólitos, fueron extraídos de la chistera de un mago. El mismo que para hacer su acto de prestidigitación intentó distraer al respetable hablando del hackeo a las transmisiones del Consejo Nacional Electoral (CNE). El mismo que, una vez pasado un mes después de las elecciones, seguía sin mostrar las actas desagregadas, ni a la opinión pública venezolana ni a la comunidad internacional.

Hoy el régimen está empeñado en resistir, pensando que el tiempo juega a su favor, que una vez pasado lo peor de la tormenta, la mayoría social se olvidará de buena parte de los agravios y las ofensas cometidas, tras lo cual las aguas podrían volver a su curso. Y todo ello sin vulnerar, apenas, la legalidad vigente. Hay tiempo para cerrar el círculo, para completar el proceso, ya que el traspaso de poder, en este caso de Nicolás Maduro a Nicolás Maduro, está previsto para el próximo 10 de enero. Pero, las cosas son, esta vez, más complicadas de lo que parecen, más complicadas que en el pasado.

La oposición, más unida que nunca

Pese a sus discrepancias y sus contradicciones, la oposición venezolana está más unida que nunca. Por si esto fuera poco, tiene un fuerte liderazgo, el de María Corina Machado, capaz de encauzar el descontento popular y de conectar, incluso, con los sectores más desfavorecidos, otrora seguidores de Chávez. Hay en la población mucha frustración por las múltiples promesas incumplidas por el régimen.

Los ocho millones de venezolanos que han emigrado no son sólo los opositores más radicales o los oligarcas más acaudalados, también son, mayoritariamente, gente común, con familiares, amigos o vecinos incluso entre los más humildes. La crisis económica, la corrupción, la falta de seguridad o los apagones son otros elementos de la vida cotidiana que han llevado a vastos sectores que en el pasado apoyaron al movimiento bolivariano a darle la espalda.

Si la crisis venezolana se define como interminable, o como cíclica, ¿tiene sentido plantear algunas preguntas, aparentemente sin respuestas? Algunas de ellas serían: ¿Hay salida para ella?, ¿qué puede hacer la comunidad internacional en esta coyuntura?, ¿es posible, como pretenden los presidentes de Brasil y de Colombia, Luis Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro, convocar nuevas elecciones y/o formar un gobierno de coalición nacional?

Salvo que se entienda que la realidad está previamente condicionada por fuerzas ocultas y que la acción colectiva no tiene ningún efecto sobre esa misma realidad, estas preguntas cobran todo su sentido. Comencemos por la primera, acerca de si hay salida para la crisis venezolana. Se trata, obviamente, de la más difícil de contestar, a la vista de la actual correlación de fuerzas. Como dijo en su día Hugo Chávez, en febrero de 1992, tras fracasar su intento de golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, por ahora la crisis venezolana está en un callejón sin salida, en un empate estratégico difícil de anular. Pero, puede ocurrir, y no es una hipótesis descabellada dada la degradación acelerada de muchos indicadores económicos, sociales y, sobre todo, políticos, que el tiempo no esté jugando a favor del gobierno y que, de repente, todo cambie. El próximo 10 de enero es una fecha importante, pero los cambios de coyuntura pueden ser totalmente imprevistos.

Mientras tanto son muchos, quizá demasiados, los que esperan grandes cosas de la comunidad internacional. Para comenzar, están aquellos que creen que ésta podría aportar las soluciones decisivas para un momento tan delicado como el actual. Sin embargo, la capacidad de acción de la comunidad internacional es muy limitada. Sus tradicionales limitaciones se hicieron evidentes a partir de enero de 2019, con la promulgación de Juan Guaidó como presidente interino y su reconocimiento por un elevado número de países. Esto, sin embargo, fue insuficiente para desalojar a Maduro del poder. Es más, ni siquiera hay una categoría uniforme y homogénea que responda a la definición de comunidad internacional.

Los apoyos de Maduro

En el caso concreto de Venezuela, un grupo de gobiernos, la mayoría de corte iliberal, ha reconocido, prácticamente de forma inmediata, la victoria de Nicolás Maduro. En América Latina, junto a Cuba y Nicaragua, Bolivia y Honduras felicitaron la victoria chavista. Fuera de la región, China, Rusia, Bielorrusia, Irán y Turquía, entre otros, hicieron lo propio. En una posición antagónica hay varios países latinoamericanos (Argentina, Chile, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay), mientras Brasil, Colombia y México tienen una posición más expectante. Canadá, Estados Unidos, la Unión Europea y sus 27 Estados miembros, junto a Australia, Nueva Zelanda, Japón y Ucrania, mostraron sus reparos frente a la actuación del CNE venezolano y exigieron que se justifique el resultado, previa exhibición de las actas desagregadas por mesas electorales, y se respeten los derechos humanos de los opositores.

Maduro sigue contando con aliados y defensores importantes que, por los motivos más diversos, siguen apostando por su supervivencia y lo apoyan sin reparos. Esta situación complica enormemente la capacidad de acción de la llamada comunidad internacional y permite al régimen chavista no tomarse en serio buena parte de las amenazas en su contra. Las resistencias para condenar al gobierno bolivariano, tanto por el robo perpetrado como por las violaciones a los derechos humanos, se explica por esas posturas y le permite a Maduro y a los suyos seguir aguantando.

En las semanas posteriores a la elección se vio a algunos países, comenzando por Brasil, Colombia y México, intentar mantener una cierta neutralidad a fin de impulsar una mediación con garantías para solucionar el conflicto. Los presidentes Lula, Petro y Andrés Manuel López Obrador han evitado condenar abiertamente a Maduro, dejando abiertos unos canales de comunicación que permitan recuperar el diálogo en un momento posterior. Sin embargo, las soluciones aportadas, validadas por Celso Amorim, el consejero de política exterior de Lula, no convencieron ni al gobierno ni a la oposición. Sus propuestas, de las que después de un primer momento se descolgó López Obrador por considerarlas demasiado exigentes hacia Maduro, eran la convocatoria de unas nuevas elecciones y la formación de un gobierno transitorio de concentración nacional, siguiendo el histórico modelo colombiano.

Ahora bien, dada la gran distancia que separa las posiciones del gobierno y de la oposición, ninguna de las dos propuestas ha tenido la menor opción de ser considerada como mínimamente viable y ninguna de las partes se ha tomado la más mínima molestia en discutirlas. La oposición, que se cree legítimamente vencedora de las elecciones del 28 de julio, considera que esto puede ser una trampa que solo sirve para afianzar las posiciones del gobierno. Éste, por su parte, cree que lo mejor es no dar el brazo a torcer y, al precio que sea, acallar las voces anti-oficialistas. Otra vez, de momento, la mediación y la intervención de la comunidad internacional, incluyendo la latinoamericana, son prácticamente nulas.

El único camino para la resolución de la crisis pasa por la movilización interna del pueblo venezolano y por la decisión que en última instancia tome la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB). Por ahora, ésta está alineada monolíticamente detrás del presidente Maduro, como se encarga diariamente de recordarlo el ministro de Defensa, en el cargo desde 2014. Otra de las grandes dudas acerca del futuro venezolano pasa por saber lo que ocurre entre los militares, uno de los cuerpos de funcionarios públicos constantemente depurados y que más ha sufrido la represión. La mayor parte de los oficiales críticos o constitucionalistas está detenida o en el exilio. La milicia es una caja negra. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurre ni cuál es el grado de penetración de los servicios de inteligencia cubanos, de los que se estima son omnipresentes en el país. Pero, de persistir la resistencia popular bajo el impulso de María Corina Machado, esa posición monolítica podría revertirse en cualquier momento.

Por eso, pese a su limitada capacidad de influencia en los sucesos internos, la comunidad internacional, o al menos aquellos países más comprometidos con la democracia en Venezuela, deben seguir presionando para atenuar la represión, para evitar que María Corina Machado y Edmundo González Urrutia caigan en poder del régimen. En definitiva, la comunidad internacional debe seguir presionando para que algún día, más temprano que tarde, comience la transición política en Venezuela.

Catedrático emérito de Historia de América de la UNED e investigador principal de América Latina del Real Instituto Elcano.

 

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