Germán Briceño Colmenares: Aprender a no fracasar

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My system in life is to figure out what’s really stupid and then avoid it. Charlie Munger. (Mi sistema en la vida es descubrir qué es realmente estúpido y luego evitarlo.)

Si la riqueza en recursos naturales no garantiza el desarrollo económico, político y social de un país, ¿cuál es la receta para alcanzar el éxito? ¿Qué podemos aprender de otras democracias y sus instituciones?

Charlie Munger, el legendario socio y compañero de aventuras del no menos legendario Warren  Buffett, uno de los inversionistas más exitosos de todos los tiempos, tenía una filosofía que le daba un giro a las cosas de una manera peculiar aunque cargada de sentido. Se refería a esto como inversión (en el sentido original de cambiar por su contrario, no de invertir dinero) y, cuando se combinaba con la evitación, funcionaba de maravilla1.

Por ejemplo, en lugar de estudiar a las personas exitosas con la esperanza de que algún día uno pudiera también llegar a serlo, recomendaba observar lo que se necesita para no tener éxito y procurar hacer lo contrario. Puede que de esta manera uno nunca llegue a tener un éxito clamoroso, pero las posibilidades de fracasar por completo disminuyen drásticamente. Después de todo, es posible que uno no tenga todo lo que se requiere (talento, cualidades, dinero, etcétera) para copiar un modelo exitoso, pero cualquiera estaría en condiciones de no imitar a los fracasados. Vale eso también para aprender de nuestros propios errores, y hacer lo posible por no volver a cometerlos.

A estas alturas, creo que a todos nos ha quedado meridianamente claro que tener las mayores reservas petroleras del mundo, junto con una miríada de recursos naturales de todo tipo, no son garantía de riqueza ni prosperidad. Se ha demostrado el flagrante error de quienes afirmaban a diestra y siniestra que Venezuela era un país rico. No lo es, nunca lo ha sido, quizás pueda llegar a serlo, pero eso en ningún caso puede darse por sentado. De hecho, está hoy entre los más miserables del mundo. Un país no es rico por sus recursos, sino por lo que es capaz de hacer con ellos. Unos recursos mal administrados, son como aquel talento enterrado bajo tierra –en nuestro caso, literalmente– por el siervo infiel.

Mucho menos aún es la solución para acabar con la pobreza el supuesto reparto de una riqueza inexistente. Para poder repartir algo, primero hay que tenerlo, pues es bien sabido que nadie da lo que no tiene, por mucho que lo intente. Tampoco se puede generar riqueza violentando la naturaleza humana o la realidad de las cosas.

Pensando hace unos días en el método de Munger, recientemente fallecido, me vino a la mente un trabajo publicado hace algunos años, que de alguna manera se basa en el mismo principio de la inversión y la evitación enunciado por Munger y que ha sido citado otras veces en esta misma revista por varios de sus brillantes colaboradores. Se trata del libro Por qué fracasan los países2, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, economistas eruditos y dos de los máximos expertos mundiales en desarrollo. Ahora que en el país se plantea la posibilidad de salir de varios lustros de estrepitoso fracaso, no estaría de más intentar saber qué es lo que deberíamos hacer, o lo que no deberíamos hacer, para salir de esta calamitosa espiral de fracasos.

El gran descubrimiento de Acemoglu y Robinson –o más bien la confirmación de algo que ya se sospechaba–, para el que se han dedicado a analizar casos que a veces se remontan hasta quinientos años atrás en la historia, es que los países que fracasan lo hacen porque carecen de instituciones fuertes, eficaces y estables.

Según los autores, existe una estrecha correlación entre instituciones políticas e instituciones económicas. No por casualidad los países más prósperos del mundo son también las democracias más desarrolladas; y los más miserables suelen ser los menos democráticos. Es el proceso político lo que determina bajo qué instituciones económicas se vivirá y son las instituciones políticas las que determinan cómo funciona dicho proceso. O dicho de otra manera, aunque las instituciones económicas sean críticas para determinar si un país es próspero o miserable, son la política y las instituciones políticas las que determinan dichas instituciones económicas. En pocas palabras, la fórmula del éxito parece residir en una virtuosa simbiosis de democracia y mercado.

Las instituciones no son más que el reflejo de un marco ético-político sobre el cual se asientan, y ese marco, cuando es exitoso, se basa en los principios universales de la libertad y la igualdad ante la ley, que en ningún caso excluyen los valores de la solidaridad y la protección de los más vulnerables. Pues, contrario a lo que predican ciertas ideologías maniqueas, no existe ninguna contradicción entre la libertad y la justicia social. Decía Fernando Savater, en un artículo reciente a propósito de las elecciones europeas, que defender los principios de la tradición europea, de clara raigambre cristiana, no supone renunciar ni al individualismo ni a la solidaridad3.

Las instituciones, a su vez, determinan los incentivos, y suele haber una mejor respuesta a los incentivos para crear, invertir y trabajar que a las imposiciones. El talento individual requiere de un marco institucional adecuado para transformarse en una fuerza positiva. Las grandes invenciones y avances tecnológicos de la modernidad han florecido en los países más libres y democráticos, que a su vez se convierten en un polo de atracción para los talentos de otras partes del mundo en las que los incentivos para la creatividad y el emprendimiento son menos atractivos.

No es por casualidad que figuras como Bill Gates, Steve Jobs, Jeff Bezos, Sergey Brin, Larry Page y Jensen Huang, por solo hablar de los contemporáneos, hayan surgido en los Estados Unidos. Tampoco es casualidad que Elon Musk se haya dado cuenta de que sería imposible hacer realidad sus ambiciosos proyectos en su Sudáfrica natal, un país de instituciones débiles, y haya decidido mudarse, primero a Canadá y luego a los Estados Unidos, donde ha cosechado éxitos asombrosos. Conozco menos el ecosistema empresarial de las democracias avanzadas de Europa, pero no es difícil pensar que la hipótesis es razonablemente replicable (Amancio Ortega, Bernard Arnault, Ingvar Kamprad, etcétera)4.

Henry Hazlitt, ese elocuente divulgador del pensamiento económico, decía que solo hay dos maneras de organizar la vida económica. La primera es por la elección voluntaria de familias e individuos y por la cooperación voluntaria. Este acuerdo ha llegado a ser conocido como libre mercado. El otro es por orden de una autoridad. Esto sería una economía dirigida. La vida económica debe estar organizada principalmente por un sistema u otro, o por una mezcla de los anteriores cuyo delicado equilibrio nunca ha sido tarea fácil de lograr5. A estos fines, el principio de subsidiariedad formulado por la Doctrina Social de la Iglesia resulta un criterio esclarecedor de inestimable valor.

A veces se habla del mercado como si se tratara de un ogro ciego, díscolo y perverso, una deidad a la que hay que adorar o de la que hay que abominar, una entelequia etérea y misteriosa dominada por fuerzas oscuras, cuando en realidad no es otra cosa que el ejercicio de la libertad y la responsabilidad en las relaciones económicas entre seres humanos. De hecho, pocas cosas son más inherentemente humanas y pocas evocan más un intercambio esencialmente humano que el mercātus, tal como se denominaba en la antigua Roma la cita donde se encontraban comerciantes y consumidores para intercambiar, y el intercambio entre seres libres e iguales es casi lo contrario a la explotación. Como casi toda realidad humana, el mercado no es bueno o malo en sí mismo, lo son los comportamientos de los individuos que en él participan.

Por supuesto que el mercado debe regularse, por supuesto que no pueden tolerarse las injusticias o el abuso de poder, por supuesto que debe ordenarse al bien común. Pero todo esto debe hacerse con criterio y sensatez, mediante leyes justas y racionales (“una cosa no es justa por ser ley, debe ser ley porque es justa”, Montesquieu dixit). Pretender desconocerlo es como pretender desconocer que la tierra es redonda o que los hombres somos libres. Churchill, que solía tener una frase certera para todo, decía allá por 1947 que: […] si destruyes el libre mercado, creas un mercado negro; si abrumas a la gente con leyes y regulaciones, induces una falta general de respeto a la ley… Puedes intentar destruir la riqueza y descubrir que todo lo que has hecho es aumentar la pobreza6.

De manera que los países logran escapar de la pobreza solamente cuando cuentan con instituciones económicas apropiadas, especialmente en lo referente a competencia, propiedad privada y estabilidad macroeconómica. Además, afirma el premio Nobel Gary Becker comentando el libro de Acemoglu y Robinson, que los autores corroboran una idea muy poderosa: […] existe una mayor probabilidad de que los países desarrollen las instituciones adecuadas cuando tienen un sistema político plural y abierto, con competencia entre los candidatos a ocupar cargos políticos y un amplio electorado con capacidad de apostar por nuevos líderes políticos. Esta conexión íntima entre las instituciones políticas y económicas es el núcleo principal de su análisis, y ha dado como resultado un estudio de gran vitalidad sobre una de las cuestiones cruciales en la economía y la economía política.

Así pues, en lo político una de las claves del éxito parece estar en el equilibrio e independencia de poderes, la seguridad jurídica y la alternancia, mientras que la tiranía, la arbitrariedad y el despotismo siempre conducen al fracaso. Lo político tiene su correlato en lo económico cuando los privilegios y la explotación por parte de grupos vinculados al poder son sustituidos por la igualdad ante la ley que promueve el emprendimiento y la innovación sobre la base del talento y el esfuerzo.

Queda claro que los ciudadanos deberían tener voz y voto en el manejo de los asuntos públicos, y no hay mejor manera de ejercer ese derecho que a través de elecciones democráticas. Si el acceso al poder o la permanencia en el mismo depende de la voluntad popular, entonces quienes ocupen cargos de elección se verían obligados a velar por el mejor interés de los ciudadanos. Si el ejercicio del poder no depende de la voluntad popular, entonces el poderoso velará por sus propios intereses.

No hay una receta única, pero la ecuación del éxito suele incluir una acertada combinación de democracia, mercado y Estado, probablemente siguiendo la proporción recomendada por el socialdemócrata Willy Brandt: tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario; que es otra manera de definir el mencionado principio de subsidiariedad.

No es lo mismo un Estado grande que un Estado fuerte. El catálogo de las responsabilidades que debe asumir el Estado debe ser producto de realidades y contextos, y no de dogmatismos ideológicos. La pandemia demostró que, en ciertas circunstancias, es necesaria una importante intervención estatal, pero sin perder de vista los fines, que son apoyar y sostener a la sociedad y a la iniciativa privada. Los paquetes de asistencia de emergencia para los hogares, las pequeñas y medianas empresas, y algunos sectores estratégicos particularmente afectados como las aerolíneas y las compañías de cruceros, nunca tuvieron por objetivo tomar el control de los mismos, sino brindar apoyo para asegurar su supervivencia a una crisis ajena y sobrevenida.

La democracia en lo político suele conducir a la democracia en lo económico, como lo demuestra el auge de las democracias estadounidense y europeas, entre otras, mientras que con la tiranía tiende a ocurrir lo inverso, como lo dejaron claro la Unión Soviética y el resto de los totalitarismos. Un sistema político de autoritarismo y concentración del poder, suele generar un sistema económico con similares características.

Decía Popper –idea que en términos similares había expresado también Pío XII– que la democracia es la posibilidad de deshacerse del gobierno sin derramamiento de sangre. Acemoglu y Robinson lo complementan diciendo que también consiste en no utilizar la fuerza para llegar al poder, ni tampoco para evitar tener que renunciar al mismo; y añaden que en una democracia es posible mantener a raya a los políticos y librarse de aquellos que utilizan el poder para enriquecerse o conceder privilegios a sus secuaces.

Las recientes elecciones de la India, la mayor democracia del mundo, a las que concurrieron casi mil millones de electores, son una prueba de los controles democráticos en la práctica. Narenda Modi, el líder más hegemónico del país desde tiempos de Nehru, se presentaba a un tercer mandato en el que se pensaba iba a consolidar aún más su mayoría. Los ciudadanos, inquietos por sus flirteos radicales y autoritarios, percibiendo asimismo que el modelo económico promueve la desigualdad al favorecer a las élites y a las grandes fortunas mientras el paro juvenil crece y la inflación no acaba de ceder, han decidido darle un llamado de atención, quitándole la mayoría absoluta y obligándolo a negociar con otros partidos para formar gobierno. De manera que la democracia no solo sirve para cambiar gobiernos, sino también para cambiar la manera en que se comporta un gobierno.

Fukuyama ha rematado el análisis de Becker en una frase lapidaria: “… ni los recursos ni la geografía ni la cultura explican la riqueza o la pobreza, que vienen dadas por la política y las instituciones”. En nuestro país, también en las páginas de esta revista, varios autores han abogado por un cambio de modelo. La experiencia venezolana ha demostrado que ni el estatismo ni el autoritarismo son capaces de generar prosperidad y libertad. Ya va siendo hora de apostarle en serio, con coraje y compasión, a un cambio de paradigma basado en la democracia y el mercado, parafraseando de nuevo a Churchill: dos malos sistemas, exceptuando a todos los demás.

Notas:

1. https://novelinvestor.com/charlie-mungers-uncommon-sense/

2. Deusto (Septiembre, 2012).

3. https://theobjective.com/elsubjetivo/despierta-y-lee/2024-06-06/ayudar-a-europa/

4. No pretendo, con este listado, abogar a favor de los supermillonarios, pero tampoco puedo acusarlos sin pruebas de algo ilícito, desde la presunción de que su fortuna es producto de la creatividad y del trabajo. Otra cosa es establecer si su contribución social es la más justa, cuestión que sería materia para otro artículo.

5. The Wisdom of Henry Hazlitt. Ludwig von Mises Institute. 2011.

6. https://winstonchurchill.org/publications/finest-hour/finest-hour-131/wit-and-wisdom-churchill-and-the-free-market/

 

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